Los sectores eclesiales que no hace mucho dirigían dichos dardos contra el teólogo peruano parecen haber cambiado de diana
(Jesús Martínez Gordo).- La recepción que el papa Francisco ha concedido a Gustavo Gutiérrez el 22 de noviembre de 2014 no sólo cierra una complicada y tensa relación entre uno de los padres de la teología de la liberación y la sede primada, sino que abre un tiempo para evaluar (y superar) las críticas injustas y los elogios desmedidos sobre la aportación del teólogo peruano, tanto por parte de sus críticos más desafectos como de sus apologetas más apasionados.
Por razones de espacio señalo algunas de las críticas (frecuentemente convertidas en prejuicios) de los primeros, remitiendo a mi libro «la fuerza de la debilidad» (DDB-IDTP, Bilbao, 1994) la explicitación de las segundas, así como una evaluación de todas ellas.
Confieso que, al repasar (después de veinte años) dichas críticas y prejuicios no sólo me han llamado la atención su persistencia, sino, sobre todo, su reciente desplazamiento a la persona, al magisterio y al gobierno del papa Francisco: los sectores eclesiales que no hace mucho dirigían dichos dardos contra el teólogo peruano parecen haber cambiado de diana. No deja de ser una buena noticia que, a diferencia de lo padecido por Gustavo Gutiérrez, estas personas puedan expresar sus opiniones sin tener que comparecer ante la Congregación para la doctrina de la fe ni vivir bajo la espada de Damocles de una posible condena doctrinal.
Algo está cambiando en este pontificado. Y, afortunadamente, parece que para bien. También de los críticos del teólogo peruano que hasta no hace mucho no admitían ni el cambio o revisión de una coma o que vetaban cualquier publicación que no citara el Catecismo de la Iglesia católica.
1.- La debilidad o inconsistencia
En determinados medios teológicos, particularmente sensibles a una presentación especulativa y racional de la revelación, circula desde hace tiempo la convicción de que Gustavo Gutiérrez vendría a ser una especie de enano (cuando no, un cretino), incomprensiblemente infiltrado en ese selecto club formado, entre otros, por K. Rahner, H. U. von Balthasar, K. Barth, R. Bultmann, W. Pannenberg, E. Schillebeeckx, J.- M. Y. Congar y tantos otros. Su aportación no tendría la debida talla intelectual. Se lo estarían impidiendo el sociologismo, el pastoralismo, el pedagogismo y la asistematicidad que caracterizarían, desde el principio hasta el final, toda su teología y, por extensión, una buena parte de la teología de la liberación.
En primer lugar, la aportación de Gustavo Gutiérrez no sería tanto una teología capaz de mantener un pulso con el pensamiento moderno e ilustrado, cuanto una especie de sociología teológica necesitada de constantes rectificaciones y actualizaciones. De tantas, al menos, como numerosas son las vicisitudes históricas. En dos palabras: puro sociologismo.
Lo mismo habría que decir de su irrenunciable inquietud pastoral. Cuando ésta se erige en la preocupación primera del trabajo teológico se acaba abordando un tipo de problemática excesivamente pedestre, impropia de los auténticos teólogos de raza; un exceso que, al parecer, también estaría afectando al papa Francisco. Por eso, los misterios fundamentales de la fe cristiana ya no se estarían repensando con el rigor requerido y la teología estaría corriendo el riesgo de convertirse en una precipitada y desasosegada reflexión sobre la actualidad; en un piadoso (y, a veces, hasta poético o dramático, depende) comentario sobre el momento. En definitiva, nada veritativamente consistente y duradero.
Pero hay más. Una teología presidida por una inquietud pastoral concedería suma importancia a los aspectos pedagógicos ya que tan relevante como el contenido sería el modo como se dicen y se transmiten las verdades alcanzadas. Cuando la preocupación por la forma y el modo de comunicar acaban por relegar el contenido de lo que se ha de exponer se incurre en el pedagogismo. La debilidad, por tanto, de la teología de Gustavo Gutiérrez descansaría también en la desmesurada atención que presta a los aspectos pedagógicos, algo que le imposibilitaría atender como sería debido los contenidos de la revelación y de la fe. Su mérito consistiría en ser, en el mejor de los casos, un original divulgador de la reflexión realizada por otros teólogos de más talla, obviamente, siempre veritativos.
La asistematicidad sería, finalmente, otra manifestación de la debilidad que presentaría la aportación del teólogo peruano. En su obra todo estaría embarrullado, formando una especie de «totum revolutum» que poco o nada tiene que ver con un pensamiento organizado y sistematizado. También algo de esto se podría constatar en el magisterio de Francisco y en lo que es su santo y seña magisterial, al menos hasta el presente: la «Evangelii Gaudium».
2.- El dogmatismo y autoritarismo
Pero la teología de Gustavo Gutiérrez (y, por extensión, casi toda la llamada teología de la liberación) vendría a ser, además, una reflexión que, bajo la apariencia de modesta aportación, estaría impregnada de dogmatismo y autoritarismo. El aforismo de «guante de seda y puño de acero» serviría para calificar perfectamente el modo de entender y ejercer la teología de él y de quienes, como él, forman parte de esta corriente de pensamiento.
El empleo excesivamente acrítico de un método tan proclive a dogmatizar sus propios presupuestos como es el marxista (aunque sea como método sociológico para conocer la realidad) explicaría, en primer lugar, la consistencia de esta crítica. El uso de una metodología analítica marxista sería incuestionable en sus primeras publicaciones. Como consecuencia de ello, se vería obligado a realizar un montón de alambicamientos teológicos para articular el precepto del amor cristiano con la lucha de clases.
También sería una indudable señal de dogmatismo y autoritarismo la prepotencia ética que rezumarían la gran mayoría de sus escritos e intervenciones. Esto es algo que se podría constatar en las condenas sin paliativos (incluso en nombre del Evangelio) de alternativas socio-políticas y económicas que no fueran revolucionarias, es decir, que no defendieran claramente la supresión de la propiedad privada de los medios de producción. Obviamente esta prepotencia ética pasaría por la descalificación, sin paliativos, de todo el sistema occidental (el llamado capitalismo democrático y la misma democracia formal burguesa) como causa, tanto inmediata como mediata, de una buena parte de los males del tercer mundo y, por extensión, de todo el mundo. Los ciudadanos de los países ricos quedarían desautorizados para proponer normas de conducta moral, al menos, mientras no reconocieran (y activaran operativamente) una fuerte hipoteca social sobre su nivel de vida y sobre su consumo. Y mientras siguieran defendiendo unas fronteras nacionales que, a pesar de todos los discursos formalmente bienintencionados, siguen imposibilitando la universalización de la democracia y la constitución de un gobierno realmente mundial.
Tampoco el magisterio de Francisco estaría lejano a esta acusación. Y si no, que se lo pregunten a los ideólogos del neoliberalismo norteamericano. Aunque no sólo a ellos. También en Europa se podrían encontrar críticos papales.
Otro indicador de este prejuicio se podría apreciar en una supuesta patrimonialización de la causa de los pobres. Cuando una persona o un colectivo de personas habla en nombre o se «apropia» (entre ellos, Francisco y Gustavo Gutiérrez) de esta causa y constata, además, sus dimensiones planetarias, frecuentemente suele traspasar -apuntan estos críticos- el umbral de la denuncia ética para adentrarse en la condena dogmática de todo aquello que no coincida con su concepción de cómo ha de ser y cómo se ha de concebir la solución alternativa. La demagogia sería, según el núcleo de este prejuicio, la fiel compañera de una teología de verbo inflamado y autoritaria condena.
Dogmática y autoritaria sería también la distinción establecida por Gustavo Gutiérrez entre los diferentes destinatarios e interlocutores de la teología europea y de la latinoamericana. El ilustrado increyente europeo tendría poco o nada que ver con el famélico y medio muerto no-persona latinoamericano; si se exceptúa que quien cuestiona la existencia de Dios es el mismo que explota, oprime y reprime al no-persona que puebla el subcontinente latinoamericano. O, en todo caso, quien mantiene y defiende a capa y espada su nivel de vida a costa de los parias y hambrientos de este mundo. Puro fundamentalismo económico (vienen a recordar los partidarios de Gustavo Gutiérrez) que debería eclipsar (pero no, por ello, justificar, obviamente) el religioso.
No es de extrañar que una suma nada despreciable de comportamientos que rozan o incurren en semejante dogmatismo desemboque en una generalizada actitud de inmunización e impermeabilidad a toda crítica. Esta actitud de fondo se podría constatar no sólo en su prepotencia ética, sino, también, en su sistemática cerrazón para aceptar cualquier crítica hecha desde fuera del subcontinente y en su sistemático rechazo de cualquier observación efectuada por personas presentes en América Latina, pero que no se han convertido debidamente al mundo de los pobres tal y como ellos (críticos discernidores y repartidores de patentes) entienden por «conversión».
3.- La pre-modernidad
Existe, separada o juntamente con los prejuicios de debilidad y dogmatismo, otro no menos importante: el referido a la supuesta pre-modernidad de los teólogos de la liberación y, en cierta medida, también del papa Francisco. El trabajo de Gustavo Gutiérrez merecería tal calificativo por partir de la afirmación (tan espontánea como acrítica) de la existencia de Dios y por establecer una clarificadora separación entre pobreza e ilustración. Su teología no pasaría de ser sino un reflejo del retraso (tanto intelectual como socio-económico) en que se ve inmerso el subcontinente latinoamericano.
Gustavo Gutiérrez no se ha cansado de repetir hasta la saciedad que el problema número uno (y, por tanto, el más urgente) del subcontinente no es el de la secularización, sino el de la pobreza, el hambre, la miseria, la represión y la muerte. Según sus críticos, sólo una persona, un país o un subcontinente que hubiera logrado cubrir las necesidades más elementales podrían plantearse los problemas derivados de la ilustración. Europa ya habría pasado por esta situación histórica y ya habría conocido, por ello, los rigores y las preocupaciones de subsistencia que asaltan en estos momentos a los latinoamericanos. Se entraría en la modernidad cuando se hubiera alcanzado un nivel de vida que permitiera levantar, cuando menos, la vista por encima de los perentorios problemas derivados de la subsistencia personal o familiar. No sería ésta, ciertamente, la situación de Sudamérica. Normal y lógico que la teología del peruano se haga eco y sea reflejo de ella y que, por tanto, no sea, para nada, moderna.
De todas formas, no sería previsible (a no ser que se siguieran propugnado proyectos revolucionarios más propios de alucinados fundamentalistas) una perpetuación en esta casi secular postración. Tarde o temprano irían desapareciendo las causas más determinantes de tanto retraso, iría emergiendo una clase media tan emprendedora y trabajadora como consumista y celosa de sus libertades. El ídolo del dinero y del consumo acabaría apropiándose no sólo de los ricos, ni únicamente de las clases medias, sino también de los pobres que inevitablemente habrían de existir. La fe en Dios se vería cuestionada, según este prejuicio, no sólo porque gracias al progreso se abriría paso la pregunta por su existencia, sino también porque se asistiría a un inexorable proceso de erradicación de ese arcádico o idílico binomio (al menos para reflexión teológica) entre pobreza y fe en Dios en el que tan bien se desenvuelve el peruano. Y, con él los teólogos de la liberación. Entonces se vería (con mayor claridad, si cabe) la premodernidad de la teología de Gustavo Gutiérrez al minimizar la importancia de la secularización.
Pero la raíz socio-económica del prejuicio sobre la premodernidad de la teología de la liberación viene acompañada del cuestionamiento de la calidad intelectual y significatividad de dicha teología. Desde tal cuestionamiento se acabaría por sostener que el calificativo de premoderna le vendría por limitarse a ser una expresión orgánica y acrítica de una fe tan incuestionada como incapacitada para mantener un diálogo medianamente creíble con la ilustración y con la sospecha traída por la modernidad. En efecto, sólo podría recibir el calificativo de moderna aquella reflexión que no se limitara a ser (como así lo aparenta su concepción de la teología como acto segundo) una ampliación del comportamiento existente, sino que sometiera tal comportamiento a las exigencias críticas traídas por la ilustración o, en todo caso, a una revelación recibida en la modernidad. La teología de Gustavo Gutiérrez sería, según este prejuicio, premoderna porque acogería acríticamente el binomio formado por la fe cristiana y los pobres, ahorrándose pasar dicho binomio por la criba y por el fielato ilustrado.
Al sujeto moderno e ilustrado no le valen las acríticas vueltas a la praxis que ensaya el teólogo peruano cuando se plantea cómo es posible hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente ya que no parece ser muy consistente sostener (como así lo defiende) que es posible porque el inocente lo hace. Respuestas de este estilo son y serán (en su autoritaria apelación a la praxis) premodernas y, precisamente, por ello, inaceptables.
4.- El pelagianismo
Finalmente, otro de los prejuicios que funciona con relativa frecuencia es el que considera, tanto la teología de liberación como la aportación de Gustavo Gutiérrez, expresiones claras de pelagianismo, es decir, de una desmedida confianza en las posibilidades salvíficas y sanadoras que resultan del esfuerzo y del compromiso. En su versión más radical es una neta y rotunda afirmación de las posibilidades autosalvíficas del ser humano.
La aportación teológica de Gustavo Gutiérrez sería, según este prejuicio, el resultado más claro, y a la vez inmaduro, de un pensador que no habría sido capaz de mantener el debido equilibrio entre la indudable presencia de la gracia de Dios en la historia y en la vida cristiana y la ineludible importancia del compromiso o de las obras. Su teología correría el grave peligro de olvidar algo tan elemental como que si la fe sin obras está muerta, la fe cimentada -o pronta a sostenerse- en la prepotencia de las obras corre el riesgo de olvidar que la salvación es un regalo, fruto del amor de Dios, no el resultado maduro de una andadura comprometida, aunque sea de entrega total y de por vida con los más pobres y oprimidos de este mundo.
El final predecible de una teología marcadamente pelagiana, algo perceptible ya entre algunos de los seguidores más insignes de la teología de la liberación, sería la afirmación práctica de que la salvación o acontece en la historia o es irrelevante. Este final estaría acompañado de una progresiva pérdida de sangre religiosa, de una constante dificultad para celebrar en la limitación y fragilidad de la historia diaria la entrega de Dios en la Cruz. El ansia de alcanzar la justicia acabaría por ahogar el fundamento cristiano de la misma que es el amor y la gratuidad. Todo ello finalizaría en la exaltación prometeica del compromiso humano y en el ocultamiento práctico de la gratuidad de la salvación.
De esta manera, la liberación no sería salvación de Dios en la historia y (si Él quisiera) también más allá de la historia, sino lisa y llana autosalvación. De ahí que el pelagianismo de la teología de Gustavo Gutiérrez se presente bajo las formas, unas veces, de urgencia ética; otras, de obsesiva escucha de los análisis sociológicos y, casi siempre, mediante permanentes e injustificados aterrizajes (por efectuarse en nombre de la fe) en puntos operativos más que opinables.