El problema radica en quienes están acostumbrados a disfrutar en la Iglesia de una posición de poder, que ahora se tambalea
(Gregorio Delgado, abogado).- Si algo se hizo evidente a todos -desde el inicio mismo de su elección-, fue que el papa Francisco iba a ser muy diferente a sus predecesores más inmediatos. La Iglesia -por mucho que ahora se empeñen y remuevan quienes todos sabemos- estaba y está al borde del precipicio. Baste recordar el panorama que se dibujó tras la renuncia de Benedicto XVI.
Era urgente un cambio de rumbo, que volviese a situarla -más allá de las meras palabras y de la apariencia institucional- en armonía con el mensaje de su Fundador. Quienes lo eligieron, conocían perfectamente su talante, su visión de la Iglesia, su trayectoria pastoral, su programa de reformas, su amor y su entrega a los más desvalidos. Lo escucharon en las sesiones previas al Cónclave, confiaron en él y lo pusieron al frente de su Iglesia.
Nadie puede, en consecuencia, reprocharle ahora que esté tomándose en serio su programa reformador. Es obvio que están cambiando muchas cosas a nivel institucional y organizativo. Es obvio que, si logra llevarlo a término, la imagen de la Iglesia será muy diferente. Pero, sobre todo, busca y pide un cambio radical en el corazón de los creyentes. Por primera vez, es operativa -¡ya era hora!- la idea según la cual Iglesia somos todos (pueblo de Dios) y su gobierno pastoral no puede ser una mega estructura de poder absoluto. El poder en la Iglesia es servicio. Busca y pide, desde la sencillez de sus homilías en Santa Marta, que vivamos (testimonio) como lo que decimos ser, que demostremos con hechos diarios que creemos en la Palabra de Dios, que acomodamos nuestras vidas en la familia y en la sociedad a las exigencias derivadas del mensaje de Jesús.
El problema, a mi entender, radica en nosotros, en quienes nos decimos cristianos. El problema radica en quienes están acostumbrados a disfrutar en la Iglesia de una posición de poder, que ahora se tambalea y acabará por derrumbarse. El problema radica en que cuando Francisco, en base a la palabra de Dios que comunica como nadie al mundo entero sin necesidad de grandes documentos magisteriales, nos exige servicio y testimonio de vida, se explicitan en muchos -también en el entramado jerárquico- las dudas, las resistencias, los reparos, las vacilaciones, la tentación de la oposición y de la crítica. Vamos, que aparece -como no puede ser de otro modo- la débil condición humana.
A todos aquellos que están en la oposición silenciosa y/o manifiesta, a todos los grupos más fundamentalistas y tradicionales de la Iglesia, a los Cardenales que han manifestado su explicita oposición -algunos en un tono no precisamente evangélico-, a ciertos personajes de la Curia romana, a ciertos miembros de la Jerarquía católica, les recordaría una escena de las ‘Sandalias del Pescador’.
Cuando el nuevo Papa (Card Kiril Lakota) iba a ser entronizado, ante los reproches que recibía de los Cardenales que le rodeaban, se quito el anillo, lo depositó encima de la mesa y les ofreció su renuncia si todos estaban de acuerdo. En ese momento de silencio e incertidumbre, se alza la voz del Card Leone, que había competido con él en el Cónclave por la elección papal, y, ante la sorpresa de todos los presentes, manifiesta: No estoy conforme. Éste es Pedro.
He aquí la verdadera cuestión: Francisco es Pedro. ¿Acaso no lo creen así sus opositores? Me atrevería a decir que aquí radica el verdadero problema: es una cuestión de fe. Francisco lo ha recordado en la homilía del pasado martes en la misa en Santa Marta: «La Palabra de Dios es capaz de cambiar todo, pero nosotros no siempre tenemos la valentía de creer en ella». He aquí el eterno problema de la Iglesia.