Que la justicia sea el árbitro de las naciones, que ningún pobre sea vendido por un par de sandalias, que no haya daño ni estrago en la tierra
(Jose Arregi).- Tras la muerte de Jesús, el atrevido profeta judío de la compasión subversiva, las primeras comunidades cristianas de Palestina lo invocaban con esa palabra aramea formada de dos: «Marana, tha. Ven, Señor». Y mientras repetían con ardor esta sencilla invocación, se les llenaba el pecho de consuelo y fortaleza para seguir esperando, practicando la esperanza, anticipando su cumplimiento.
Pensaban que Jesús, mártir de su bondad rebelde y sanadora, había sido arrebatado por Dios hasta el cielo junto a sí -esas cosas pensaban entonces- y que pronto, muy pronto, volvería del cielo a la tierra para cumplir de una vez para siempre aquella esperanza que había anunciado y que había sido la razón de su condena: el «reino de Dios» o la liberación de todos los seres, el fin de toda opresión, el levantamiento de todas las condenas, y una gran mesa compartida llena de pan y de vino.
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