La raparon al cero (su cabellera era su fetiche), la golpearon por todo el cuerpo, incluido el rostro y le quemaron los pezones
(Manuel Mandianes, antropólogo).- «Manuel, ven conmigo», me dijo alguien un día que bajaba por las Ramblas de Barcelona. Llevaba peluca, gafas oscuras como pantallas.
-¿Quién eres?
-Soy Silvie (nombre fingido).
Hacía más de un mes que no la veía, aunque la había buscado para entrevistarla. Yo no llevaba dinero, ni grabadora ni blog para tomar notas.
-Es igual. Necesito contártelo, dijo.
-¿Qué te ha pasado?
Se había ido a Marsella en busca de libertad. Los chulos y mafiosos de aquella plaza detectaron rápidamente a una desconocida, llamaron a Barcelona a sus correligionarios:
-Aquí hay una chica que habla español y no es nuestra.
-Es nuestra.
Fueron a buscarla, la trajeron, la raparon al cero (su cabellera era su fetiche), la golpearon por todo el cuerpo, incluido el rostro (llevaba gafas para ocultar los moratones). Con pudor y temblor me enseñó los pezones quemados con la llama de un mechero. Y me confesó:
-Tienen razón: soy de ellos y me había escapado. Todos mis bellos recuerdos ardieron como brasas en los rescoldos del corazón. Hay días que estoy tan inundada de dolor y de terror que no siento nada.
La interrumpí, la abracé y le dije: «Querida Silvie, sabes más de lo que crees saber»
Y me dijo al oído: «Y menos de lo que quisiera saber».
Y continuo como si estuviera vomitando: «De pequeña sabía lo que era el pecado; aquellos pecados ahora me parecen placeres extraordinarios para seres normales como mis padres. Detrás de cada prostituta hay una tragedia que sólo ella conoce y que a nadie más interesa. Durante mucho tiempo viví despidiéndome; ahora ya no tengo de quien hacerlo. Desde que mis padres y mi hija se enteraron de lo que soy no quisieron verme más. Trato de no pensar pero los pensamientos se cuelan por todas partes y me acechan como los ojos de mis dueños. Puede que este sea mi destino y lo único que me queda es estar aquí. A veces oigo: ¿Por qué no lo cuentan a la policía? En este mundo impera la ley del silencio. Quien habla muere «.
Así continuó la conversación con Marisa aquel día que volví a encontrarla en Las Ramblas de Barcelona. Sali de allí con el propósito de hacer como Ella: «Guardaba todas estas cosas en su corazón» y contarlas cuando lo creyera oportuno. En Galicia sigue el juicio contra el dueño de un prostíbulo y un mafioso que obligaban a prostituirse una menor traída con engaño, como casi todas, desde un país del Este