Con el papa Francisco parece que se va a dar una oportunidad (¡por fin!) al modelo conciliar de una Iglesia realmente "católica"
(Jesús Martínez Gordo).- A diferencia de la oriental, la Iglesia católica va tomando conciencia de que la autoridad del papa no solo es de honor, sino también de jurisdicción sobre toda la Iglesia. Y lo es porque deriva directamente de Jesucristo, de quien es vicario. Este título (y su fundamento) dota al papado de una autoridad sobre el mismo concilio. Por eso, todos los cristianos le deben obediencia.
Es una tesis que se ve reforzada en la crisis conciliarista: buscando solucionar el problema de la comunión eclesial provocado por la existencia de dos papas, los padres conciliares de aquellos años acaban agudizándola. No faltan católicos que, desde entonces, entienden que el recurso al concilio, por sí mismo, no garantiza la unidad de la Iglesia y, además, cuestiona seriamente la autoridad (magisterial y gubernativa) que los ortodoxos confieren al concilio.
La crisis galicana muestra, por su parte, la imposibilidad de una relación (supuestamente cordial y desinteresada) con las autoridades civiles y políticas sin que corra un grave riesgo la libertad de la Iglesia. De ahí la necesidad de una instancia (el primado) que evite el sometimiento de la comunidad cristiana a los dictados de los intereses de los poderosos de turno.
El concilio Vaticano I (1870) sale al paso, entre otros, de tales problemas. Y lo hace reforzando el primado de jurisdicción universal del papa sobre toda la Iglesia y proclamando su infalibilidad «ex sese» o «ex cathedra», es decir, al margen del colegio episcopal y sin contar con el consenso de la Iglesia («non ex consensu Ecclesiae»).
Vendría a ser algo así como el reconocimiento de que, a partir de ahora, la Iglesia cuenta con una especie de «bomba atómica» magisterial y gubernativa para situaciones excepcionales en las que peligren seriamente su unidad y su libertad.
El problema de este concilio es que, al clausurarse precipitadamente (por la guerra franco-prusiana) no aborda la otra cuestión conectada con dicho reconocimiento de la autoridad del papa para situaciones extraordinarias: la colegialidad episcopal en el magisterio y en el gobierno eclesial para situaciones de normalidad.
La consecuencia de todo ello es el desarrollo de lo que se ha dado en llamar una teología, una espiritualidad, un magisterio y un gobierno marcadamente «infalibilista» o, lo que es lo mismo, la adopción de una forma de gobierno (solo comprensibles en situaciones de excepcionalidad) como algo normal y rutinario.
El precio desgraciadamente pagado es bien conocido: la colegialidad episcopal y la apertura de un nuevo foso con la Iglesia ortodoxa, aunque no sólo con ella.
Frente al «unionismo»: autoridad «apostólica» y «episcopal»
A diferencia de esta recepción infalibilista del Vaticano I, los ortodoxos entienden que no es de recibo semejante atribución de poder al papado porque, además de sacralizar el primado, sus partidarios tiene enormes dificultades para diferenciar, con el rigor requerido, lo que es autoridad «apostólica» y lo que es autoridad «episcopal».
La autoridad «apostólica», recuerdan, es intransmisible de manera unipersonal ya que descansa sobre todo el Cuerpo de la Iglesia. Es toda la Iglesia la que es apostólica. Por eso, perciben como «heréticas» las tesis de la Iglesia católica sobre un papado con poder de jurisdicción universal y con capacidad magisterial por encima y al margen de la asamblea conciliar. La comunión y la unidad, recuerdan, se expresan en el respeto a la Verdad (discernida conciliarmente) y a la presidencia episcopal de cada iglesia local.
De esta tesis fundamental, los ortodoxos concluyen un importante criterio para el diálogo ecuménico: es imposible (y, por ello, inútil) empeñarse en pretender alcanzar la unidad por vías «unionistas», es decir, enfatizando que la finalidad primera y última de dicho diálogo ha de ser el regreso a la casa paterna, la vuelta a la comunión con la Iglesia de Roma y la aceptación del papado tal y como ha cuajado en el Vaticano I (primado de jurisdicción universal e infalibilidad papal «ex sese» o «ex cathedra»). Es una pretensión imposible porque Roma margina la Verdad que reside en toda la Iglesia, resuena en el concilio, se entrega en la eucaristía y se gestiona y visualiza gracias a la colegialidad episcopal.
A la luz de estas consideraciones y criterios se comprende que los intentos de buscar la unidad entre ortodoxos y católicos hayan acabado, uno tras otro, en sendos fracasos. Las diferencias que se perciben son insuperables.
Sin embargo, la aproximación entre ambas iglesias propiciada tanto por el Vaticano II como por el levantamiento de las mutuas excomuniones (Atenágoras y Pablo VI, 1965) y de los diferentes encuentros habidos desde entonces, ha ido favoreciendo la aparición de un clima autocrítico en el seno de la ortodoxia y de la catolicidad. Ambas confesiones se han ido percatando de la necesidad de revisar determinadas verdades y criterios tenidos como intocables y que condicionan desmedidamente el diálogo ecuménico hasta el punto de bloquearlo. Este es el marco autocrítico en el que hay que entender la reiterada petición del papa Francisco al patriarca Bartolomeo I.
El patriarcado de Moscú
Bartolomeo I era muy consciente de que si hubiera accedido a ella, habría emitido una señal que, con toda probabilidad, se habría interpretado (y juzgado) como una inequívoca apertura en el dialogo con la Iglesia de Roma. Más aún: como indicación de que existe una plena comunión entre la Iglesia de Constantinopla y la de Roma; algo que, obviamente, es excesivo y, por ello, inaceptable de todo punto. Sobre todo, para la Iglesia de Moscú y también (aunque en menor medida) para la Iglesia griega. Por eso, Bartolomeo I ha preferido abstenerse voluntariamente de bendecir al papa a la espera de mejores tiempos.
La unidad como «diversidad reconciliada»
Los problemas de la Iglesia católica en el campo del ecumenismo son muchos, pero, de manera particular, dos: en primer lugar, la posición de quienes comprenden que la unidad sólo es posible regresando a Roma (lo que los ortodoxos califican despectivamente como «unitarismo» o «uniatismo») y la de quienes proponen entender la unidad (en sintonía con la «lógica católica» que se visualiza y transparenta en el misterio de la Trinidad) no como como «una vuelta a casa de las ovejas descarriadas», sino como «diversidad reconciliada».
Y, en segundo lugar, la concepción organizativa de la Iglesia: o como una institución «universal» (con un centro potente que constantemente emite consignas a sus delegados-obispos dispersos por todo el mundo) o como una Iglesia que, porque es «católica», es universal, es decir, comunión de iglesias locales («communio Ecclesiarum») normalmente gobernada de manera colegial y sinodal (y solo excepcionalmente unipersonal) por el sucesor de Pedro y los obispos, igualmente vicarios de Cristo.
Es evidente que el modelo «universalista» de la unidad ha sido el imperante y el dominante durante siglos en la Iglesia católica. Y es evidente que dicho modelo ha vuelto a reaparecer en el postconcilio, a pesar de lo explícitamente proclamado por el Vaticano II, determinando la impartición de magisterio, el gobierno eclesial y, también, la comprensión del dialogo ecuménico. Sobre todo, en el pontificado de Juan Pablo II.
Con el papa Francisco parece que se va a dar una oportunidad (¡por fin!) al modelo conciliar de una Iglesia realmente «católica»: a la de un primado normalmente colegial y solo excepcionalmente unipersonal y a un diálogo ecuménico entendido y practicado como «diversidad reconciliada». Por eso, la hoja de ruta del papa Francisco se muestra cada día con más fuerza -y a diferencia de sus predecesores- como realmente «católica» (y por ello universal).
Este es el contexto en el que hay que entender que solicitara reiteradamente su bendición a Bartolomeo I y sus declaraciones en el avión de regreso de Turquía (1 diciembre 2014): «las Iglesias orientales católicas tienen derecho a existir, pero el «unitarismo» es una palabra y un proyecto de otra época. Hoy no se puede hablar así. Es preciso encontrar otro camino».
Francisco no deja de sorprender. También en todo lo referente al diálogo ecuménico. Y, a diferencia de sus predecesores, lo hace no sólo con coraje, sino también con lucidez. Y eso, a pesar de que algunos de sus críticos le achaquen falta de consistencia y rigor doctrinal. De eso nada, de nada. Todo lo contrario.