Los católicos somos poco conscientes de este deber de colaborar, de contagiar vida, de dar movilidad a nuestra Iglesia
(Jairo del Agua).- Un buey es un animal pacífico, humilde, lento pero fuerte, constante, esforzado. No sé por qué me ha venido la imagen de este animal.
Tal vez porque está en todos los «nacimientos» expuestos estos días. Tal vez porque su sedente figura de barro o madera oculta su laboriosidad, contrapunto de los que permanecen sentados, inactivos, instalados.
Uno de los mayores peligros del Cristianismo es la «instalación». El pensar que ya está todo descubierto, que todo pensamiento nuevo o, incluso, pensar por uno mismo es pecado, que basta seguir las rutinas establecidas para conseguir la salvación.
Y entiendo por «salvación» no el pasaporte a un cielo eterno, sino la consecución de una «madurez humana» que nos aproxime a la plenitud de Dios. Ese es el auténtico camino al cielo. De lo contrario, tendrás que madurar después lo que no maduraste en esta vida. No son las supersticiones -y tenemos muchísimas- las que salvan, sino la sinceridad en la búsqueda y en el seguimiento del Camino, confiando en el Evangelio y en el Espíritu prometido. Esto es lo que caracteriza a los cristianos.
Lo que ocurre es que las Instituciones y sus dirigentes tienden al inmovilismo, al «todo atado y bien atado». Son como grandes edificios de gruesos muros que no necesitan cambios. Se conforman con permanecer. Lo que es un grave error porque, como mínimo, necesitarán un buen mantenimiento renovador.
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