Repetir una vez más este augurio angelical, ¿no suena a humor sarcástico, si es que no a estulticia soberana?
Hablar de la paz en Navidad parece lugar común. Talvez porque paz ha llegado a ser poco más que una palabra o, a lo sumo, una utopía inalcanzable. La llamada civilización occidental cristiana carga con la vergüenza de jamás en veinte siglos haber proscrito la guerra como supuesta solución de los conflictos.
Se podría meter las manos al fuego sosteniendo que no ha habido siglo, año y ni siquiera un día en la era cristiana sin desgarradores enfrentamientos bélicos. El mundo «cristiano» jamás ha conocido la paz.
Si esto se da por sentado, ¿aquella «noche de paz, noche de amor» en que «todo duerme en derredor», ¿es algo más que un arranque poético dulzón de los austríacos Joseph Mohr y Franz Gruber que dio vida al más famoso villancico navideño?
De seguro ambos se inspiraron en la certeza con que Lucas -el evangelista-periodista que partiera prometiendo «relatar los sucesos acontecidos» (1,1-3)- cuenta que un ángel anunció a los pastores de Belén una «Gran Noticia», y luego «una multitud» de ellos se le unió para alabar a Dios y presagiar «paz en la tierra a los hombres que El tanto ama».
Pero repetir una vez más este augurio angelical, ¿no suena a humor sarcástico, si es que no a estulticia soberana? Pudiera ser si por paz se entiende únicamente la «ausencia de guerra», traducción paupérrima de lo que tanto Viejo como Nuevo Testamento han entendido por paz. Pero la frustración podría ser aun mayor si se atiende a tal significado.
Porque la cultura hebrea, de la que se nutre la fe cristiana, entiende por paz muchísimo más que la mera ausencia de guerra. El «shalom», concepto y saludo primordial de paz israelita -y en parte el «eirene» asumido de forma similar por la cultura griega-, entiende la paz como la suma plenitud a que puede aspirar el ser humano, en tranquilidad, bienestar, salud, alegría, realización, buena vida… ¡y, por cierto, amor!; el conjunto de cuanto un «amado de Dios» puede ansiar para ser cabalmente feliz; ¡aquí, en este mundo!, como anticipo de una felicidad superlativa en el otro.
Vivir en plenitud se acerca así al sentido auténtico de la paz mucho más que esa mera ausencia de guerra, jamás, al parecer, conocida por el ser humano, a quien los más escépticos -¿o realistas?- definen como violento por naturaleza, porque Natura misma lo habría dotado así para defenderse de los peligros y poder sobrevivir.
La paz, según san Agustín, es «tranquilidad en el orden». No en el orden de los cementerios que las tiranías imponen a punta de metralla, sino en la convivencia armónica de un conjunto social donde todos sus miembros puedan ejercer sus derechos y deberes y aportar así al progreso y desarrollo comunitario. Procurar tal orden social es función primordial de la justicia, sin la cual es imposible la paz. «Fruto de la justicia será la paz», profetizó Isaías (32,17).
La ausencia de paz radica así en la ausencia de orden, cuyo extremo es el caos. Según la rica simbología bíblica que se abre con el libro del Génesis. cuando «al principio» sólo había caos, metió Dios amorosamente su mano y fue poniendo orden. Así «se hizo la luz», se separaron las tinieblas, hubo mares y tierra seca, floreció la vida y, finalmente, un hombre y una mujer se amaron y solazaron en un paraíso.
Sólo allí, por lo visto, reinó la paz. Pero el paraíso se acabó cuando la pareja rompió el orden concordado. Desde entonces los crímenes, abusos, injusticias y violaciones extremas del mandamiento del amor nos han llevado a como estamos.
Si a lo largo no de 20 siglos sino de millones de años, el homo sapiens ha negado ∫su propia esencia comportándose como bestia, ¿cómo no habría de necesitar un Salvador que, metiéndose en su misma envoltura carnal, iluminara su mente y le reorientara el camino hacia el orden, la justicia y la paz?
Si así se entiende el mensaje angelical de Navidad, no parecerá un sarcasmo augurar de nuevo que un día habrá paz en la tierra como logro supremo del corazón humano. ¡A pesar de todo!