Más allá de los consabidos y tópicos mantras, el mundo eclesiástico se suele caracterizar por el desconocimiento de lo que realmente pasa en la convivencia conyugal
(Gregorio Delgado, catedrático).- Aunque todo es opinable, creo que, por primera vez, la Iglesia católica está intentado, con los Sínodos 2014 y 2015, abordar el problema de la familia desde una perspectiva más realista y, en todo caso, muy diferente a lo que se acostumbraba por los pagos vaticanos. Estamos, sin duda, ante una institución básica e imprescindible para la propia supervivencia de la sociedad y de la Iglesia. Esto nadie lo niega. De su salud dependen cuestiones vitales para una y otra. Esto tampoco lo niega nadie. Pero, estamos, ante una institución en progresiva descomposición, maltratada por todos, a la que nadie presta la atención que merece y exige.
Un mínimo de realismo y sentido común, debiera llevar a reconocer que somos protagonistas de sociedades profundamente secularizadas y en las que cada día es más evidente la tendencia a comulgar -casi en exclusiva- con valores laicos, muy relativizados, configurados, en gran parte, a la carta. El hombre moderno, aunque bautizado, suele pasar del matrimonio entendido como sacramento y, si lo contrae por la Iglesia, la motivación y el grado de compromiso con el que se acerca al mismo deja mucho que desear, visto desde la óptica católica. El hombre actual no es propicio a prestar adhesiones incondicioles a nadie (máxime si está en juego lo que él entiende su destino y felicidad) ni tampoco exhibe en abundancia la madurez personal que reclama una convivencia conyugal estable.
Ante esta tozuda realidad, no veo qué se pueda esperar del Estado para mejorar la situación actual de la familia. Tampoco creo que la Iglesia pueda ofrecer algo esencialmente diferente a lo que ya viene aportando. La clave -si no estoy equivocado- radica en el hombre actual (bautizado o no), que es como es, y en la cultura en la que vive. Prescindir de esta evidencia -por muy en desacuerdo que se esté con ella- significará condenar a la esterilidad a cualquier esfuerzo futuro. Sí se puede, no obstante, acercarse al hombre moderno y a la familia que constituya con una perspectiva muy distinta, que, quizás, dé ciertos frutos en el futuro.
A mí entender, persistir en lo de siempre ya se sabe lo que da de sí: fracaso absoluto, mayor alejamiento, rechazo creciente. No se trata de volver a prolijas exposiciones doctrinales sobre la identidad del matrimonio y la familia, sobre los males que la carcomen y sobre la culpabilización del poder político. Esto ya se ha hecho y se hace todos los días, a veces, incluso, en términos ofensivos. Tampoco se trata de perfilar y formular, en base a la doctrina, una ética meramente aplicativa: elaborar un recetario inflexible y aplicarlo con cierto automatismo y rigorismo. Esto también se viene realizando todos los días y, sin embargo, el destinatario -como es sabido- hace caso omiso del mismo cuando entiende que así le conviene o que restringe su libertad. ¿Qué hacer, entonces?
Creo, sinceramente, que urge admitir -al menos no excluir apodícticamente- que la doctrina evoluciona y puede expresarse de diferentes modos en tiempos distintos. Aquí -aunque ahora pueda escandalizar- puede hallarse un campo a explorar insospechado. No creo demasiado -como tantos otros – en la moral que se ha venido y se viene aplicando hasta ahora. Soy más partidario de valorar las diferentes situaciones en función de criterios y valores, previos y superiores a las propias normas, que, necesariamente, contribuirá a flexibilizar la concreta aplicación de la norma moral y a liberar de peso la conciencia del fiel. Lo cual, efectivamente, ya es algo.
Pero, más allá de esto, no veo qué aportación vaya a suponer -como pretenderá el Sínodo 2015- el ver algunas situaciones de la familia con perspectiva más pastoral. ¿De verdad se piensa que los problemas actuales del matrimonio y la familia se abordarán con esa especie de maquillaje que se pretende y que tantas resistencias está ofreciendo? ¿De verdad se piensa que los problemas actuales del matrimonio y la familia se abordarán satisfactoriamente con una simple perspectiva más pastoral? ¿De verdad se piensa que los problemas actuales del matrimonio y la familia radican en la comunión sacramental del divorciado vuelto a casar? Si así fuera, el error en el diagnóstico sería garrafal.
En todo caso y abstracción hecha de una revisión profunda de la propia doctrina (que me parece ineludible en algunos aspectos), lo que, en mi opinión, se demanda a la Iglesia, en este momento, está más en otra línea y en otro horizonte. ¿A dónde puede dirigir su mirada quien tenga problemas conyugales? ¿De verdad siguen creyendo que la Iglesia no ha de ofrecer otra referencia que el confesionario? ¿De verdad piensan que los problemas relacionales en el matrimonio -que pueden terminar o han terminado en ruptura- son relativos a la moral sexual? ¡Estamos apañados!
Más allá de los consabidos y tópicos mantras, el mundo eclesiástico se suele caracterizar por el desconocimiento de lo que realmente pasa en la convivencia conyugal. Todavía no se han enterado que, aunque sea para ellos un sacramento, el matrimonio es, ante todo y sobre todo, una realidad profundamente humana, que se rige por principios ajenos a lo religioso, que reclama para su funcionamiento estable de ciertos niveles de maduración personal y, sobre todo, que ha de llenar de sentido la vida de sus protagonistas. Por tanto, si esta dimensión no funciona, es inútil hablar de gracia sacramental y de dimensiones religiosas. El matrimonio se irá al carajo y la familia constituida sobre el mismo padecerá graves trastornos.
La consecuencia es clara: deberá prestarse una atención muy específica a esa dimensión humana, a esos niveles de maduración exigibles, a esos modos -a veces, muy distintos- de entender la comunicación interpersonal en todas sus facetas, etc., etc. ¿Qué ofrece la Iglesia en este terreno? ¿Por qué se sigue descuidando tan a la ligera este servicio eclesial? ¿Acaso esto no entra en la pastoral y en la evangelización? ¿Por qué no tienen organizado tan importante acompañamiento, por ejemplo, a través de laicos con experiencia de convivencia conyugal? ¿Acaso no se fían de ellos? ¿Por qué no están abiertos a prestar esta acogida a todos sin distinción de credo?
Por último, dado que cada vez es mayor el número de los alejados ¿por qué no apoyar ciertos valores, que derivan de una ética civil laica? Ya sé que no serán el ideal católico, pero algo de positivo tendrán. ¿O, no? ¿Acaso muchos de esos valores no hunden sus raíces en el cristianismo? ¿Acaso piensan que el matrimonio y la familia pueden encauzarse al margen del protagonismo decisorio de los propios cónyuges? ¿Qué han venido haciendo, hasta ahora, para garantizar con un mínimo de seriedad una preparación al matrimonio acorde con la realidad de la vida y la propia concepción cristiana del mismo? ¿Por qué siguen aferrados a un modo discutible de entender el control de la natalidad? ¿Por qué tanta complicación y tanta parsimonia para declarar la nulidad de un matrimonio?, etc. etcétera.
Todo un mundo de cuestiones y preguntas. No deberían, en modo alguno, rehuirse, por complejas que parezcan. Hay que intentarlo. Cualquier cosa menos seguir parados en la situación actual.