Caminemos acogiendo el amor de Dios en nuestra vida, llenándonos y llenando a los que nos rodean de ese amor. Un amor que puso un límite al mal: la misericordia
(Carlos Osoro, arzobispo de Madrid).- Comenzamos la Cuaresma. Un tiempo de gracia que elimina de nuestra vida la indiferencia. Y un tiempo privilegiado para realizar una peregrinación interior hacia quien es la verdadera fuente de la misericordia.
Nuestro Señor Jesucristo nos acompaña a través del desierto de las pobrezas de nuestra vida que nos hacen caminar por valles oscuros, tal y como nos dice el Señor: «el Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (cf. Sal 23). ¡Con qué ganas escucha hoy también el ser humano estas palabras del Señor! El hombre tiene hambre de amor. Un amor que colme su vida, que cuando se acerque a su existencia le llene de felicidad, de gozo y de capacidad para ser lo que es, salir de sí mismo e ir al nosotros.
¡El Señor oye el grito del hombre! Es un grito de hambre de amor. En su mensaje de Cuaresma, el Papa Francisco nos recuerda que «cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente». Aprovechemos este tiempo de Cuaresma para volver al amor de Dios y encontrar respuestas para todos los pueblos y todos los hombres. Ofrezcamos este mensaje en esta Cuaresma: tenemos la oportunidad y la gracia que nos da al Señor de convertirnos a su favor, es decir, de dejarnos mirar por Él, de mirarlo a Él, y de mirar al hermano como Dios mismo nos mira a nosotros.
Mirar con el mismo amor con el que Dios nos mira y que tan maravillosamente se nos ha manifestado en Cristo. Como nos dice el Apóstol: «nosotros amemos a Dios, porque él nos amó primero. Si alguno dice: Amo a Dios y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 19-20). Dios nos ama; amémosle nosotros y devolvamos ese amor a quienes nos rodean. Uno de los desafíos más urgentes de hoy es el de la globalización de la indiferencia; por eso, globalizar el amor de Dios es una respuesta que urge dar y que se ha de convertir en la gran propuesta que los discípulos de Cristo hacemos a todos los hombres.
Caminemos acogiendo el amor de Dios en nuestra vida, llenándonos y llenando a los que nos rodean de ese amor. Un amor que puso un límite al mal: la misericordia. Así se ha manifestado el amor divino: es «la misericordia», un amor capaz de extraer de cualquier situación un bien.
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