Victor Manuel Marquez Pailós

De moros y cristianos

"Por tener un cerebro más viejo que el de la razón y los valores, llevamos dentro la xenofobia"

De moros y cristianos
Víctor Márquez, columnista

Ya podemos enrocarnos en lamentos que, faltando la respuesta a esta cuestión social donde las haya, la ciudad arderá de violencia a cualquier hora

(Victor Manuel Marquez Pailós).-Que el tiempo de la convivencia fecunda lo tengamos tan olvidado moros y cristianos y perdure, entre nosotros, la asimetría en términos que impiden a los cristianos celebrar su fe en tierra de moros y no así a éstos en tierras de antigua cristiandad, pocos habrá sin lamentarlo. Y menos cosas habrá que estorben tanto la convivencia como el vivir unos gracias a ella mientras otros, en cambio, sobreviven. Pero, ¿de qué raíz oculta ha brotado esta hierba ponzoñosa cuya savia, solo administrada en justa dosis, conserva la salud a los que conocen la fórmula magistral de los venenos?

Y es que la convivencia es eso, cuestión de justicia o justa dosis que, cuando falta o prolifera, todo lo salpica y envenena. Ya podemos enrocarnos en lamentos que, faltando la respuesta a esta cuestión social donde las haya, la ciudad arderá de violencia a cualquier hora. La xenofobia, ese miedo al que no puede o no quiere ser como otro más, esa fobia que llevamos todos dentro por tener un cerebro más viejo que el de la razón y los valores, es un veneno que conviene administrar en justa dosis.

Tal vez quiera ayudarnos a conjurar nuestros temores el recordar lo que las palabras han dejado de expresar. Las palabras dejan de expresar y empiezan a servir para inflamar el miedo que nos muerde las entrañas cuando nos remueven el pesebre y el sustento. No somos entonces sino una manada de fieras hambrientas. Una de estas palabras que ha dejado de expresar hace siglos es la palabra «conversión». Conversión era, en su primitiva helenidad, «meta-noia», a saber, cambio de mentalidad, de manera de ver el mundo. Pero la historia de nuestro miedo al diferente la ha puesto a su servicio y, por eso, convertirse sigue siendo hoy abandonar la frialdad y abrazar la verdadera religión.

No es ya la manera de ver el mundo lo que cambia sino el mundo mismo porque el de la frialdad no es para el converso el verdadero, no está caldeado aun por la llama de la verdad incombustible. Cuando cambian los dioses cambia el mundo pues lo de arriba manda siempre en lo de abajo. Pero, cuando cambia la manera de ver el mundo, es la manera de ver a los dioses lo que cambia. ¿No columbró San Pablo, en el dios desconocido por los atenienses, la viva traza de aquel otro que venía a anunciarles? Luego llegó la piqueta de la religión triunfante sobre los dioses conocidos y agrietados pero, en la memoria de los menos, ¿no quedaría para siempre el vacío dejado por ese dios que encontró su sitio en medio de tantos otros ya ocupados por el panteón politeísta?

Porque el dios desconocido era diferente y con él habrían de identificarse, como es lógico, todos los diferentes, los que necesitan y buscan sitio. Antes de que cayera la piqueta sobre conocidos y olvidados, San Pablo vio al suyo, al nuestro, en el desconocido. Lo vio porque lo que había cambiado en su interior no era el mundo. Era su manera de verlo. Cuando cambia el mundo y se hace nuevo sobra el viejo. Cuando cambia, empero, la manera de verlo nada, nadie, sobra.

La conversión entendida en su sentido griego, como cambio en la manera de ver el mundo, ha permanecido al margen del malentendido común, que ha servido para cambiar el mundo, ora rezando por la conversión de otros a la verdadera fe ora obligándoles sin piedad a profesarla, como han hecho moros y cristianos durante siglos. Y ha tenido éxito, ante todo -fuerza es decirlo-, en el seno de la catolicidad. Porque, si bien las dos grandes religiones han encontrado impulso para la comunicación y la convivencia entre sus pensadores y místicos -y entre tantos otros hombres de buena voluntad-, ha sido en pleno siglo XX cuando el diálogo entre las culturas y las religiones ha recibido aplauso universal por obra y virtud de un concilio ecuménico. La Iglesia católica ha llegado a ser pionera, no sin verse sometida por ello a profundas tensiones internas, en esa iniciativa recientemente bautizada como «alianza de civilizaciones».

Las masacres de cristianos en países controlados por milicias islamistas radicales así como los atentados terroristas contra personas e intereses occidentales no deberían sino confirmar la dirección abierta por San Pablo en el areópago de Atenas. Solo la verdad de una conversión entendida en su sentido originario será capaz de conjurar nuestros temores asociados al dios desconocido y diferente. Y solo ella podrá reajustar la inevitable dosis fóbica que moros y cristianos llevamos siglos consumiendo. Que la iniciativa de un diálogo entre las religiones haya crecido, ante todo, en la vieja cristiandad occidental, ¿no debería ser recibido como una mano tendida por la contraparte y el signo de que algo está cambiando en las relaciones entre los pueblos, algo esencial también para la salud del viejo mundo islámico si no quiere morir bajo los efectos del mismo veneno que algunos de sus predicadores están inoculando entre sus fieles?

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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