Considero que la ‘enfermedad' o "motivo psiquiátrico" de vivir en Santa Marta es porque Francisco es un religioso
(Juan José Arnaiz Ecker, scj).- Buscando por dónde empezar me he tropezado con dos apuntes que me han ayudado. Uno es el título de un libro del vaticanista John Allen titulado The Francis Miracle: Inside the Transformation of the Pope and the Church que vendría ser en traducción lo más castiza posible «El milagro (de) Francisco: el por dentro de la transformación del Papa y la Iglesia«.
Milagro, Papa e Iglesia, pero sobre todo «inside», el «por dentro». El otro apunte es la respuesta el domingo pasado (8 de marzo) a la pregunta de una niña, durante la visita de Francisco a una de las parroquias de su diócesis romana. La chiquita quiso saber qué sintió cuando fue elegido Papa. La pregunta no era nueva, la respuesta tampoco. Y es importante porque son dos años de distancia casi exactos: «No sé…: Me cambiaron de diócesis... [ríe, ríen] Yo era feliz en una diócesis y ahora soy feliz en otra. Me han cambiado. Eso es».
Cambio y felicidad. Interiores, profundas, religiosas en ese sentido relacional que a veces adormentamos con nuestras prisas y visiones personales de la fe y de la Iglesia. El Papa Francisco, en base a esta felicidad y conciencia, está transformando la Iglesia, tal y como él ha sido transformado/cambiado al ser trasladado (en obediencia) de sede episcopal y ocupar, con todas sus responsabilidades anejas, la sede episcopal de Roma. Y sí.
Creo que este orden de conciencia es clave: como pontífice bonaerense conocía y desempeñó sus obligaciones en su Iglesia local. A ellas sumó en 2001 las responsabilidades y servicios a la Iglesia universal como cardenal. Como pontífice romano conoce y desempeña sus obligaciones. A ellas corresponden desde el primer segundo las responsabilidades y servicios de Pastor Universal de la Iglesia. El conjunto indisoluble: Papa Francisco; pero creo que existe este orden (u ordenamiento) en su conciencia: el obispo (en primer lugar) de Roma es sucesor personal de Pedro (en segundo lugar), con lo que es quien, como pastor (con potestad ordinaria, plena, universal, suprema, inmediata) custodia y sirve en la caridad (fáctica) la unidad de todas las Iglesias.
Esta conciencia no creo que sea fruto de una opción de escuela teológica. Es algo más (sencillamente) profundo. Felicidad es lo que pide y destaca, lo que da como criterio de verificación, a un estado y modo de vida en la Iglesia del que este año se hace especial recuerdo y oración (en medio de un silencio mediático-pastoral eclesial que no sé si es de asustar o es lo que tiene que ser): la Vida consagrada. Y es que Francisco es un consagrado, es un religioso jesuita. No he escrito «fue», sino «es». Y esta realidad, este modo de desplegar la gracia bautismal a través de la consagración religiosa jesuítica, que es luego desarrollada en su ordenación presbiteral como religioso jesuita, forma parte del orden de las cosas y, por lo tanto, creo, modestamente, que del modo en el que se deben leer estos dos años de pontificado.
Lo de los zapatos (negros y usados, y no rojos y cuidados), lo de su vestimenta (vestir pantalón negro en lugar de uno blanco -que evitaría que se transparentase bajo la sotana-, o que su fajín no tenga su escudo papal), lo del uso de los coches de gama baja… creo que debe entenderse en el contexto de un hombre que vive con libertad, alegría y profunda cotidianidad la austeridad propia de un voto de pobreza. Sí, su ordenación episcopal del 27 de junio de 1992 lo dispensó canónicamente del cumplimiento de sus votos religiosos. Pero él sabe que un religioso hace sus votos más adentro del nivel público (canónico) de su ser y vivir en la Iglesia. El voto establece un vínculo entre la persona y Dios, y a ese vínculo (y estilo consiguiente) se mantiene fiel como obispo, como cardenal (lo atestiguan sus sotanas rehechas de las de su predecesor, o su viajar en clase turista las 13 horas y 5 minutos estimados de un vuelo entre Buenos Aires y Roma, o haber conocido solo ‘por trabajo’ -cónclave- la Capilla Sixtina -desconozco si como papa ha visitado los Museos Vaticanos, porque creo que, al menos hasta su elección, nunca había estado) y como papa.
Un religioso tiene, por naturaleza carismática, vida común. Es cierto que en la vida religiosa existen muchas modalidades e intensidades de esa vida común. Pero hay algo que es compartido por toda forma de vida religiosa y que pido se me permita expresar así: el religioso no tiene casa propia. Como mucho tiene (prestada) habitación propia. Y la habitación propia es ese espacio de «mínima clausura» donde poder vivir la intimidad con el Señor que da sentido y verdad al celibato consagrado por el voto de castidad. El resto de espacios cotidianos son espacios de encuentro y de construcción de la comunidad. Por eso la capilla de este papa es la común de todos, y la misa cotidiana de este papa es abierta (dentro de lo sensato) a todos. Y el comedor, el refectorio, es prolongación de esa mesa eucarística abierta por el Señor para todos en una mesa común, donde todos comen del mismo puchero. Y eso siempre repercute en la austeridad de la calidad del producto final… (créaseme que sé de lo que hablo). En definitiva, considero que la ‘enfermedad’ o «motivo psiquiátrico» de vivir en Santa Marta es porque Francisco es un religioso. No buscaría más nombre ni motivo (sobre todo si es para atacar tontamente a los anteriores papas, provenientes del llamado clero secular, que imprime otro estilo; ni mejor ni peor, diferente). Él aquí, ahora, puede elegir. Tantos otros religiosos obispos no han podido ni pueden elegir más que vivir solos. Pudiendo optar, la elección ha sido la que ha sido.
Y todo esto, todas estas bases que tan superficialmente intento ofrecer a consideración, cuando me fijo en su estilo pastoral lo someto al mismo criterio de interpretación que vengo usando: porque es un religioso, feliz desde siempre de serlo. Que alguien me explique, por favor, cómo un simple «buona sera», ¡por Dios bendito!, un simple «buona sera», pero dicho en la loggia de San Pedro, en una primera aparición papal, de un hombre sereno, pero cuanto menos «acongojado», cómo es posible, digo, que pueda suscitar la alegría que suscita, provocar la emoción que provoca y arrancar tantos millones de sonrisas como arranca. Esto para mí es un misterio viéndolo en directo muchos días, y viéndome a mí, que me saca siempre la misma sonrisa… ( y créaseme que, para mi desgracia, no es tan fácil).
Con suma alegría acepto el hecho (otros lo interpretan como una peligrosa desmitificación o desacralización del papado), pero sigo intentando entenderlo. En otro lugar escribía hace unas semanas: «Para mí, el papa Francisco significa el movimiento ascendente de los muchos miles de curas, frailes y monjas que, sin irse a derecha o izquierda, sino centrados en Cristo (buscándolo, respetándolo, sirviéndolo) han pastoreado a pie de calle y de coche (o burro, o bici, o lo que sea) la Iglesia en estos últimos 50 años. Sin aspavientos, sin prisas, sin miedos (excesivos), sin nostalgias (¡y qué difícil!), buscando siempre renovar su mente, como pide la Palabra de Dios». ¿Es esto? ¿Es esa cercanía desmitificada, diaconal, de vecindad de esos miles de curas y monjas (por resumir) de estos 50 años la gramática que ha preparado esta aceptación incondicional del estilo como pastor de este papa? ¿Es algo de esto lo que se esconde tras la naturalidad del «buona sera» o un «buon pranzo» que le sale al papa y la naturalidad con que se recibe ese deseo, como si fuese casi el anuncio de que… no sé de qué…?
La expresión «Vida consagrada», decía mi profesor el P. Santiago González Silva, tiene un orden como expresión: lo primero y más importante (sustantivo) es vida. Antes de consagrarla (un acto segundo) tenemos previamente que ser conscientes y tener en mano esa vida. ¿Conecta el «buona sera» con la vida? ¿Esa conexión permite a este papa pastorear y consagrar, hacer sagrada, la cotidiana existencia de tantos millones de cristianos que, ¡atención!, le ‘entienden porque le atienden’?
Permítaseme una bomba: con toda sinceridad, yo, personalmente, estaba muy bien con el papa Benedicto. Motivo 1: porque era el papa (¡ahhh!, estoy leyendo -gracias por cierto- a un papista fundamentalista… ¡que no, por Dios! A un simple y normalito fiel cristiano católico que se goza de la figura del papa… nada más). Motivo 2: porque he creído haber entendido qué quería hacer Benedicto. Motivo 3: porque, por eso, me permitía señalar las estrategias que consideraba que no eran buenas. Hecho este ridículo pliego de descargo, lo que más me dolía era que Benedicto no fuese entendido. Se me hacía imposible, porque creo que no era/es tan difícil entender al Benedicto de las homilías y de otros textos pastorales. El problema era que no se le ‘atendía’. ¿Por qué? Por el inmenso error de optar, al querer proclamar que solo en la neta conexión con la Tradición está el camino adecuado de la Iglesia, por el uso de estéticas conservadoras (en esto cada palabra es importante, porque la Tradición no es ni conservadora ni progresista, la Tradición es la conexión con Jesucristo, que es lo único que debe gozar de -salvífica- continuidad, la conexión que establece la unidad en el tiempo con la Iglesia de Juan XXIII, y de Pío XI, y de León X, y de Cleto, y de Lino, y de Pedro, y… con Jesús). Modestamente creo que aquí reside la no comprensión del papa sabio. Perdidos en puntillas, camauros, saturnos, armiños rojos y blancos, gafas de sol, zapatos Armani… (que no elegimos nosotros, sino él y ese es su error) no se le ‘atendió’ (y ese es mi dolor) y, por tanto, no se le ‘entendió’.
Pero el papa religioso (o el religioso que ha sido elegido papa), a través de un estilo austero y cotidiano, conecta a la Tradición y el pueblo le ‘atiende’ para que se la pueda transmitir, ¡y le comprende! ¡Ah! Llegamos al desafío real. Hace dos años la gran pregunta era cuánto iba a durar la «franciscomanía». Dos años han pasado y el efecto Francisco continúa. Cierto, nos hemos acostumbrado porque el estilo se ha asentado y no genera novedad. Pero se va más profundo, la noticia tiene menos que ver con la persona del papa y más que ver con el destinatario del gesto del papa: enfermos, niños, orientaciones sexuales, inmigrantes, ancianos, nuevos cardenales, etc.
Y este es el mejor escenario: cotidianidad. Los miércoles romanos son una pesadilla… porque son riadas de fieles que vienen a ver, tocar y ‘atender’ al papa. Creo que se pueden contar con los dedos de una mano los gestos absolutamente nuevos que Francisco ha hecho respecto a Benedicto o Juan Pablo II, por quedarme en mi memoria televisiva. Pero los de Francisco tienen esta fuerza de la encarnación. Como la tuvo Juan Pablo, menos Benedicto. Este último, queriendo consagrar la vida del hombre se desconectó (estéticamente, al menos) de la vida (cotidiana)… y se equivocó. Su grandeza: ¡pues me desconecto yo! Y vino Francisco. Conectó. Y se armó el lío.
Voy terminando esta recolección de pensamientos traídos de aquí y allá. Lo hago con las palabras de uno que sabe mucho más que yo y que en un párrafo cuenta todo lo que yo he necesitado hacer en tres páginas descalabazadas y, encima, mucho mejor explicado y entendido… En fin: ¡humildad! Lo escribe en la revista de mis hermanos dehonianos de Italia Il Regno – attualità (22/2014, p. 801). Dice, pues, el profesor Kurt Appel:
«La elección del nombre fue un acto revolucionario de Jorge Mario Bergoglio tras la elección, también unido a los grandes desafíos y dificultades que la Iglesia en América Latina y en el tercer mundo debe afrontar: la difusión de los pentecostales en las nuevas megápolis, el desenraizamiento y la individualización de las poblaciones indígenas y la consiguiente búsqueda de modelos de referencia. Con este nombre, Bergoglio se ha colocado en la tradición jesuítica de todos los santos. Francisco de Asís renunció no solo a las propiedades y al título, sino que también llevó sobre sí los estigmas de Jesús, es decir, encarnó la vulnerabilidad y la accesibilidad del mismo Hijo de Dios. El nombre del papa evoca otras asociaciones: Francisco actuó en un período de masiva urbanización, cuando la Iglesia había perdido el contacto con las nuevas clases sociales ciudadanas. En aquel contexto él no buscó intervenir en las guerras culturales de aquel tiempo, sino convencer con su ejemplo y mostrar nuevas formas de humanidad y de interacción social».
Negrita mía. Y mío es también lo que escribía hace dos años en scj.es – Revista de la familia dehoniana (7 [2013], 16-19): «Francisco de Asís fue posible, necesario y cambió el rostro y el alma de la Iglesia al comienzo del segundo milenio después del predominio en el primero de Benito de Nursia [en castellano cotidiano, Benedicto es Benito]. El tercer milenio ha comenzado y concentra en esa síntesis simbólica que son los nombres pontificios la llamada a aprender que solo en la unión, en la suma, de las actitudes y necesidades que encarnan estos pontífices el Señor nos ofrece (una vez más) la belleza de la vida cristiana, de la vida resucitada. Este es el estilo nuevo. Estilo cuyo contenido expresaba así nuestro fundador León Dehon: ‘el amor que vuelve a Dios sensible entre las sombras frías de la vida’ (NQT 12/159)».
El estilo religioso tiene este deber. Hacer sensible a Dios entre las sombras frías de la vida. Francisco lo está logrando siendo lo que es desde el principio al fin. Con la alegría de cambiar y mejorar. Mientras, comete errores y pecados; acierta y tiene genialidades… como todos nosotros cotidianamente. Por esta conciencia, supongo que siempre pide con seriedad y cotidianidad, y desde aquí me une: rezad por mí.