"Aunque no tengáis sepultura, contad con un hueco en nuestro corazón", exclamó el Padre Ángel
(Lucía López Alonso).-«Dios no quiere aceptar lo que nosotros estamos aceptando», dijo el Padre Ángel, fundador de Mensajeros de la Paz, ayer en su iglesia en Chueca, la iglesia de San Antón, donde tuvo lugar una oración ecuménica por los inmigrantes fallecidos en el Mediterráneo.
Tras el «estamos aquí reunidos» que parecía anunciar lo convencional, el Padre continuó con intensidad: «para realizar una llamada a los poderes públicos». En medio del pesimismo de la capital ante lo que viene sucediendo digamos desde siempre (las persecuciones raciales, políticas, de género, religiosas, y las migraciones en pos de la dignidad humana que provocan), lo que ayer dio comienzo a las ocho de la tarde no fue una oración de derrota, sino una reunión de fuerzas, una toma de conciencia y una asunción de responsabilidad -por parte de todo el que puede hacer algo, cristiano o no- «ante la retirada del Estado».
San Antón es la capilla de los carteles. No sólo los que anuncian café y cestillo para el que lo necesite, wifi o WC, sino los que explican cada una de las imágenes de devoción que se pueden contemplar, terminando sutilmente con el comercio a partir del arte sacro dentro del templo: no se necesita pagar una visita para que un guía te diga cuáles son los atributos de tal santo, sino que tú mismo puedes leerlo, como lees en otro cartel que el Papa Francisco te invita a rechazar «el aburguesamiento del corazón».
Estos pequeños detalles ponen de manifiesto que no hace falta destruir la envoltura para generar una nueva criatura: que se puede entrar en una iglesia de las de toda la vida, pero sentirse a gusto, escuchar música, ver un vídeo y, al terminar los oficios, no tener ninguna prisa por abandonar ese reducto de silencio, pues las mesitas están ahí para conversar, para sentarnos -sentirnos- en casa. Entrar en San Antón y tener la sensación de haber caído en mundo insólito.
Por eso todos los que oficiaron se sintieron integrados: desde el que se puso la sotana sobre su hábito franciscano hasta el pastor de la Iglesia evangélica española, Alfredo Abad, cuyas palabras demandaron protección internacional para los migrantes: «Hoy Europa tiene un problema jurídico de ausencia ética: no está cumpliendo su responsabilidad de proximidad».
Ante las desgracias que vemos que pasan con tanta frecuencia, que Europa incorpora a la naturalidad de la vida hasta dejar de verlas, «¿qué estamos haciendo?», se preguntó el Padre Ángel; «nuestro Mar Mediterráneo…». Y lamentó que el agua, símbolo de vida, causara tantas muertes, pero sobre todo que a nuestras falsas conciencias no les importen, olvidando aquella frase evangélica del Fui forastero y me acogiste.
Entonces Carlos López, obispo anglicano, deseó que fuera el Primer Mundo el que se hundiera «en su propia vergüenza» por haberse mostrado indiferente a la catástrofe en el Mediterráneo, al atentado en Kenia, pero no al de París, donde los que murieron fueron menos y europeos. Ya se sabe: la muerte de un periodista francés es una tragedia, mientras que un millón de muertes de africanos en patera es una estadística. «Ni Fátima ni Hasán: no tenéis nombre ni cara, sólo sois un número», protestó el Padre Ángel.
Contra este embotamiento psíquico ante las grandes magnitudes que nos conduce a no actuar, a no pedir justicia, a mirar para otro lado, el Padre Ángel invitó a la oración ecuménica a un joven inmigrante, que leyó un poema. Y la causa tomó rostro, y al rostro se le entregó de forma simbólica la paloma de la paz de Mensajeros.
Carlos López pidió que Europa deje de ser «como Pilar, que quería aprender a nadar pero, al ver todo el esfuerzo que iba a suponerle, decidió que no le interesaba». Ojalá sus gobiernos paguen el precio de la fragilidad de sus esfuerzos. Ojalá dejemos de callarnos ante la muerte, tardemos algo más en volver después los ojos a la vida como si nada hubiera sucedido.
«¿Hasta cuándo se puede aguantar una catástrofe humanitaria?», preguntó el Padre Ángel. Hasta cuándo podremos aguantar que la Humanidad sea una catástrofe. «Vuestra tragedia es vuestra grandeza: aunque no tengáis sepultura, contad con un hueco en nuestro corazón».
Y entonces, tras un Padre Nuestro y un Salmo, se colocó en el altar una cruz que imita la forma y los colores de la que Francisco rescató tras la catástrofe de Lampedusa. Terminada la oración, una mujer se acercó a dejar a sus pies una rosa. Yo miré a la Virgen del Carmen, patrona de los marineros, precisamente, que figura a un lado del altar, y me di cuenta de que, pese a la soledad tan grande, pese a la indiferencia en medio de la ciudad, siempre hay una forma de magia dentro de la oscuridad.