El papa no cesa en denunciar la corrupción del clero, mientras el G9 lo asiste en el desafío de seguir ordenando las finanzas vaticanas y en simplificar la curia
(Marco A. Velászquez, en RyL).- Después de la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de Familia, realizada en octubre de 2014, parecen haberse aquietado las hostilidades hacia el papa, por su espíritu reformista.
De hecho, el mismo Francisco ha dado señales de tranquilidad, reafirmando el magisterio tradicional de la Iglesia, concediendo mayor confianza a alguno de los cardenales disidentes, como Carlo María Caffarra, y tomando pública distancia de líderes reformistas, como el cardenal Walter Kasper.
Sin embargo, tal quietud es más aparente que real, porque los opositores han optado por trabajar más silenciosa que bulliciosamente, dejando atrás un estilo que sirvió para alertar a la Iglesia universal y conseguir adhesión. Paralelamente, el papa no cesa en denunciar la corrupción del clero, mientras el G9 lo asiste en el desafío de seguir ordenando las finanzas vaticanas y en simplificar la curia.
En una institución donde predomina el statu quo, son esperables las tensiones que originan los cambios. Dicho ambiente contrasta con la sólida adhesión y apoyo que concita la persona del papa Francisco, quien expone su liderazgo para sensibilizar a las naciones tras el objetivo de globalizar la solidaridad, la justicia y la paz, así como para promover en la Iglesia la autonomía laical, el respeto a la conciencia personal y la acogida de los carismas.
Detrás de cada acto pontificio hay mensajes significativos que no pasan inadvertidos. Como los nombramientos del último consistorio que lapidaron el carrerismo eclesial; o la aprobación de la esperada beatificación de monseñor Romero, que reconoce oficialmente a esa Iglesia pueblo de Dios, concediendo estatus eclesial a las luchas liberadoras de los pobres y de los pueblos oprimidos.
En este contexto, el análisis de la Asamblea Extraordinaria del Sínodo de la Familia de octubre pasado aporta reveladoras pistas para evaluar el ambiente eclesial que rodea al papa Francisco. En tal sentido, la Relatio Synodi dejó una huella inconfundible del pulso eclesial y una medida de la evolución de la Iglesia desde el Concilio Vaticano II.
Reconociendo las diferencias existentes entre un concilio y una asamblea sinodal, hay algo en común que ayuda a evaluar la calidad de la comunión eclesial. En este sentido, el consenso de las votaciones de los padres conciliares y sinodales es un buen indicador del clima de comunión.
Los documentos del concilio se aprobaron de manera casi unánime, registrando en promedio, el conjunto de ellos, una aprobación del 98,5% de los votos conciliares. En ese contexto, la aprobación promedio del 92,5% que tuvieron los 62 numerales de la Relatio Synodi muestra un menor consenso, respecto del alcanzado en el concilio. Incluso hay cuatro numerales de la Relatio Synodi que revelan una acentuación de posiciones divergentes, como son las cuestiones atingentes al acceso a los sacramentos de la comunión y de la reconciliación, a la comunión espiritual y al reconocimiento de elementos positivos entre quienes no viven el matrimonio cristiano, así como la acogida con respeto y delicadeza de las personas homosexuales. En estos temas el nivel de rechazo superó el 30% y llegó al 40% en el caso del acceso a los sacramentos para personas en situación conyugal irregular.
Si el 1,5% de disenso registrado en el Concilio Vaticano II generó un doloroso cisma eclesial que perdura en la actualidad, es evidente que disensos cercanos al 40% como los manifestados en la Relatio Synodi, revelan un significativo cambio del espíritu eclesial entre el Concilio Vaticano II y el Sínodo de la Familia. Surge así una medida de la involución del Concilio en 50 años y una magnitud de la oposición al papa Francisco en cuestiones pastorales.
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