Pedro Castelao

Los nuevos alcaldes de Galicia y la presencia pública de la religión

"La religión forma parte de las culturas de los pueblos, como la literatura, el arte, la música..."

Los nuevos alcaldes de Galicia y la presencia pública de la religión
Pedro F. Castelao

Sólo falta la audacia evangélica que traduzca los principios cristianos en actos simbólicos con diáfana carga profética

(Pedro Castelao).- El nuevo alcalde de Santiago, Martiño Noriega, y el nuevo alcalde de A Coruña, Xulio Ferreiro, han declinado la invitación a asistir, en su función de regidores municipales, primeramente, a la tradicional ofrenda de las siete ciudades del Antiguo Reino de Galicia al Santísimo Sacramento de la Catedral de Lugo. Ya se ha hecho público que, seguidamente, tampoco el alcalde de Santiago actuará como delegado regio en la tradicional ofrenda al Apóstol Santiago el 25 de julio, día grande de Galicia.

¿Qué decir ante tal negativa?

En primer lugar, lo obvio: una invitación es una invitación, no es una obligación y, por tanto, las invitaciones, como los regalos, pueden ser aceptadas o rechazadas. Con absoluta libertad, como debe ser.

En segundo lugar: la negativa de estos alcaldes es coherente con su programa electoral. Dijeron en campaña que las instituciones públicas deben ser laicas, es decir -siempre según ellos- que deben ser neutrales en cuestiones religiosas y -conforme a su visión de tal neutralidad y laicidad- no quieren confusiones públicas entre instituciones del Estado y la Iglesia Católica. La coherencia en política entre las promesas y los cumplimientos, sobre todo en campaña electoral, no es frecuente. Por eso, hay que felicitar a estos nuevos ediles que comienzan tomando en serio la palabra dada.

Añadamos, en tercer lugar, que a nadie se le escapa que, con tal negativa, rompen con una tradición secular seguida, como por inercia, por aquellos alcaldes -tanto del PSOE como del PP- de los que, como es lógico, tanto interés tienen en marcar distancias públicas, de una manera clara y diáfana, que todo el mundo perciba con singular rotundidad.

¿Quién puede negar, pues, que, según parece, ha llegado a la política gallega -como también a otros ayuntamientos de otras comunidades autónomas- una marea, en principio, de agua fresca y renovada, con nuevas formas y nuevas ideas, nuevos perfiles y nuevas fuerzas, nuevas iniciativas y nuevos proyectos que destacan, sobre todo, por ser fruto de meses de trabajo horizontal, en diálogo y discusión, de gente de barrio preocupada, activa y trabajadora? Ha sido así, desde luego, en Coruña y probablemente también haya sucedido lo mismo en otros lugares.

¿Cómo no percibir ahí y cómo no apreciar tanto esfuerzo genuino y verdadero por hacer política de una nueva forma rompiendo inercias de clientelismo, deterioro, oscuridad y corrupción?

Con todo, y sobre todo en política, es necesario no ser ingenuo y, por eso, conviene no olvidar que en el reverso de toda saludable iniciativa de la condición humana siempre se esconde la tentación del egoísmo, el peligro del protagonismo vertical, de los intereses partidistas, de la envidia, de la codicia y de todos los males asociados al irresistible atractivo del poder. ¿Están los nuevos movimientos políticos vacunados, de una vez para siempre, contra la tentación y la realidad de tales vicios? Es bien sabido que ese es su deseo e, incluso, su público compromiso. Veremos si, en el ejercicio ordinario del poder, con el tiempo, tal cosa es posible o no.

Pero ahora, por el momento, es obligado atenerse sólo a los hechos y a las ideas que los explican y fundamentan para evitar elucubrar sobre futuribles.

Referida, pues, la negativa a la mentada invitación y explicada en sus motivos más evidentes, preguntémonos ya en el ámbito de los principios: ¿deben los cargos políticos asistir y participar, en el ejercicio de su función pública, en las ceremonias religiosas a las que sean invitados?

Ya he dicho que no tienen ninguna obligación de hacerlo. Respeto, en consecuencia, su decisión. Ahora bien, ¿han hecho bien en no asistir? ¿Es acertada su libre opción? ¿La han justificado de forma correcta?

Ambos alcaldes se han amparado en propuestas de su programa electoral que propugnan una «laicidad institucional» que asegure la neutralidad ideológica y religiosa, evitando que las instituciones civiles y las religiosas se mezclen dando lugar a extemporáneas ceremonias confesionales. Evaluemos las razones de fondo de tal propuesta. Adelanto ya que, a mi juicio, tales razones esconden en su base un diagnóstico erróneo acerca de las relaciones que deben regir la vinculación del Estado respecto de la Iglesia Católica. Y esto es algo que cabe extender a las diferentes Iglesias Protestantes, así como al resto de confesiones religiosas de nuestra comunidad. ¿Por qué?

Antes de nada, porque el Estado español no es un estado laico, sino un estado aconfesional. Así lo dice el art. 16.3 de la Constitución. ¿Qué esto no gusta o parece insuficiente? Luche -quien así piense- por cambiar la Carta Magna, pero mientras no se consiga tal cosa, por favor, no tergiversemos la realidad.

Aunque hay múltiples formas de comprender la «laicidad» de los estados que así se definen, se puede decir, en líneas generales, que, en sus formas más claras, un estado laico se caracteriza por hacer de la «laicidad» confesión estatal. Es decir, confiesa no confesar ninguna tradición religiosa y obliga a que la eventual vida religiosa de sus ciudadanos se practique únicamente en la más estricta intimidad. A esto se le llama «laicismo»: la marginación de la vida pública de toda forma de religión. Así pues, un estado laico, en el sentido señalado, ignora, niega e incluso reprime la dimensión religiosa de su cuerpo social. Individual y colectivamente. Esta desestimación estatal del fenómeno religioso va desde una tolerancia más o menos consentida -como quien mira para otro lado- hasta la prohibición total y completa de unas prácticas religiosas que, en los casos de los regímenes más violentos, pueden llegar a ser castigadas con torturas y durísimas penas de cárcel. Incluso, como todos sabemos, con la pena de muerte.

No obstante -como debiera ser público y notorio, a pesar de la confusión imperante- España no es un estado laico, sino aconfesional. Un estado aconfesional no privilegia ninguna confesión religiosa (tampoco la atea) y, justo por eso, puede y debe respetarlas todas promoviendo positivamente la libertad religiosa de sus miembros para que puedan expresar en público sus creencias personales y colectivas.
Tienen razón, entonces, los obispos de Galicia cuando recuerdan, en la carta abierta del 14 de junio de 2015, que el art. 16 de la Constitución española «defiende la libertad de todos afirmando la no confesionalidad del Estado e, igualmente, comprende el valor de la relación con una parte tan significativa de nuestra sociedad como es la Iglesia católica». ¿O es que la Iglesia gallega (y todos los que formamos parte de ella) no pertenece al cuerpo social de Galicia? ¿O es que la historia civil de Galicia puede entenderse prescindiendo de la historia, principalmente, de la Iglesia católica y, en menor medida, de las Iglesias protestantes de nuestro país? Ser alcalde de Santiago y no participar, como alcalde, en ceremonias religiosas es casi un oxímoron. Quítesele a Santiago la catedral, a ver qué queda.

Obviamente, la propia Constitución garantiza que nadie tiene el derecho de forzar a los regidores de Coruña o Santiago a declarar sobre sus creencias personales, ni mucho menos a querer imponerle ningún tipo de pertenencia eclesial (justo porque no estamos en un estado confesional). Lo que no parece razonable es que, como representantes públicos de todos y cada uno de los ciudadanos que habitan sus ciudades -cristianos incluidos- sean ellos los que impongan su personal (o partidista) ideología laicista -a saber: los cargos públicos no deben participar, como tales, en ceremonias religiosas porque la religión es sólo un asunto privado- para justificar así la opción de marginar públicamente las expresiones públicas de religiosidad explícita del pueblo al servicio del cual debe estar su acción de gobierno y su función de representación.

Nótese que, como no puede ser de otra manera y como ya he dicho, respeto su libertad para aceptar o no la invitación. Lo que critico es el dudoso acierto de su decisión y, sobre todo, la errónea interpretación de esa supuesta «laicidad institucional» -que es «laicismo» y no «sana y verdadera laicidad»- que ambos alcaldes han invocado para justificar su opción. Ni que decir tiene que tal crítica no puede ser entendida, de ninguna manera, como una apología de las políticas de los anteriores regidores. Lejos de mí reivindicar a aquellos que, con políticas ineficientes y clientelares en su haber, invocaban a Dios y a los santos para que solucionaran mágicamente los problemas sociales y económicos que precisamente sus políticas creaban… Ahora bien, lo cortés no quita lo valiente.

La religión, como la literatura, el teatro, el cine, la ciencia, la música, el baile, las luchas por las libertades y los derechos civiles, forma parte de las culturas de los pueblos. A un alcalde puede aburrirle (o no) la literatura; puede ignorar (o adorar) el teatro; puede alimentarse sólo de cine comercial (o del clásico), puede saber poco (o mucho) de ciencia; puede tener mucha (o poca) cultura musical; puede tener algún (o ningún) aprecio por el baile; puede sentirse muy implicado en los movimientos sociales (o temerlos) e, incluso, puede no gustarle el fútbol, pero como representante público de un ayuntamiento es lógico y normal que, en este último caso, reciba y felicite institucionalmente al equipo de su localidad en cada éxito deportivo que consiga.

Porque un alcalde es alcalde de todos y, precisamente, por estar en un estado aconfesional, debería poder ir con su eventual conciencia secular bien tranquila a cualquier tipo de ceremonia religiosa a la que sea invitado (como va y debe ir a ceremonias literarias, musicales o deportivas, o a encuentros con empresarios, banqueros y multinacionales) sin temor a ningún tipo de confusión.

¿Que lo invitan los católicos? Perfecto. ¿Las Iglesias protestantes? Óptimo. ¿Que la invitación procede de comunidades musulmanas? ¿Por qué no? Los alcaldes, desde el año 1978 en que rige la actual Constitución, no deberían temer mezclarse con nada, porque precisamente para eso, para evitar cualquier tipo de confusión entre sus creencias, su persona, su cargo y el tenor concreto de la ceremonia en la que esté, tenemos el principio de la no confesionalidad del Estado: para asegurar que, aunque ninguna creencia o religión tiene carácter estatal, el Estado -y sus representantes institucionales- ni ignora, ni desprecia ni le da la espalda a las manifestaciones religiosas de su pueblo, con independencia de la creencias personales o de partido de sus representantes civiles.

La cuestión debiera estar ahora más clara: ¿deben los cargos políticos asistir y participar, en el ejercicio de su función pública, en los eventos deportivos, literarios, teatrales, culturales, sociales, empresariales, etc… a los que sean invitados? La respuesta es obvia. ¿Por qué no puede, pues, un acalde asistir a actos religiosos?
Se dirá que no es lo mismo, que la participación cabal, por ejemplo, en una eucaristía exige necesariamente la fe de quien participe. No es cierto. Hay diferentes y muy comprensibles formas de asistir y participar, por ejemplo, en un funeral. Todos conocemos el caso de amigos no creyentes que pueden participar, aunque no comulguen, en una misa o en un funeral por afecto y respecto de la familia o de los que sí lo hacen como creyentes. Y no pasa nada, porque todo el mundo lo entiende e incluso valora y estima tal proceder.

Negarse a asistir, como alcalde, a una ceremonia religiosa de notorio arraigo en nuestra tierra (¿qué otros actos públicos hay en Galicia en los que explícitamente esté presente la noción política de «Antiguo Reino de Galicia» y su inolvidable Marcha procesional?) es precisamente muestra de estar aún muy lejos de haber asumido las hondas consecuencias prácticas de ese sano principio de aconfesionalidad -que es rechazado sin ser previamente comprendido- queriéndolo mudar por un parcial, marginador y, a mi modo de ver, errado principio de «laicidad institucional». El verdaderamente progresista es aquel, no este.

Imaginemos, por un instante, que Martiño Noriega enciende las iras de sus votantes por asistir, como alcalde de Santiago, a la ofrenda al Apóstol del próximo 25 de julio. ¿No sería extraordinariamente progresista, democrático y valiente que pudiese explicar que, no siendo él religioso, no teniendo una pertenencia eclesial activa, no compartiendo ni él ni su agrupación política en cuanto tal, los principios morales o dogmáticos de la Iglesia católica, sin embargo, como alcalde de todos los santiagueses que es, acepta representar al Jefe del Estado español en una ceremonia religiosa a la que, como «Martiño Noriega», no iría jamás, pero como «alcalde de Santiago» no hay razón alguna para negarse a ir, justamente, por vivir en un estado aconfesional que, al no imponer obligatoriamente ninguna creencia ni religión a sus ciudadanos, tampoco margina ni ignora esta importante dimensión humana que muchos de ellos cultivan secularmente vinculados a la Iglesia católica?

¿No mostraría con tal actitud un talante verdaderamente nuevo, tolerante, inclusivo, democrático y progresista? ¿No deberían ser estos los modos y maneras de los nuevos movimientos políticos? ¿No se dejaría atrás, de una vez por todas, con tal proceder, ese aire anticlerical tan rancio y demodé con el que parece que siempre deben ir acompañadas las políticas llamadas «progresistas»? ¿Por qué la praxis eclesial siempre ha de estar vinculada a políticas conservadoras de derecha? ¿Por qué los políticos de izquierda parecen carecer de mirada clarividente y serena cuando miran el fenómeno religioso? ¿Puede ser creíble la bandera del cambio y la regeneración cuando, en el fondo, se vuelve a caer en simplezas maniqueas -reiteradas hasta la náusea en la historia de nuestro país- cuando se afronta la cuestión de la religión y su presencia pública?

Y ahora, por la otra parte, es igualmente necesario preguntar lo siguiente: ¿tiene sentido seguir manteniendo sin cambio ni modificaciones litúrgicas de ningún tipo tradiciones multiseculares que, en su origen -me refiero ahora a la ofrenda de la catedral de Lugo- principia con una donación de dinero y de cuatro velas que iluminen permanentemente la hostia consagrada expuesta día y noche en la sede de la capital lucense? ¿No tenemos ahí los creyentes, precisamente ahí, una magnífica y excepcional oportunidad pastoral de celebración y evangelización? ¿Y si se invirtiese el movimiento originario de dicha ofrenda -del pueblo al templo- para poner a la Iglesia gallega en la dinámica de salida hacia las periferias de la sociedad -del templo al pueblo- que propone, día sí y día también, el papa Francisco?

¿Tiene sentido mantener toda esa atmósfera rancia y trasnochada en toda la ceremonia de la ofrenda al Apóstol, como si tal cosa sólo fuese una reiteración mecánica de una plúmbea y acartonada liturgia antigua que más parece deudora de pompas y ornatos principescos que de auténtico olor evangélico? ¿Por qué no actualizar de modo profético -evitando, si se quiere, cualquier tipo de veleidad modernista- ese olvidado «protocolo evangélico» según el cual los últimos serán los primeros, haciendo visible -como hace Francisco en Roma- que las periferias de la sociedad tienen que ser su centro, y que no hay centro de poder digno de ser tal si no está al servicio de las periferias olvidadas?

¿Por qué no enviar un mensaje inequívocamente cristiano, de un modo claro, diáfano y sencillo, desde la sede compostelana a todo el mundo, de manera que, en comunión con el reciente magisterio del Papa, se vea que los pobres, los parados, los desahuciados, los marginados, los campesinos y labradores endeudados, los marineros y mariscadores empobrecidos, los jóvenes y estudiantes desesperados, los toxicómanos despreciados, los presos invisibilizados, los inmigrantes rechazados, etc… son el verdadero tesoro de la catedral de Santiago? Sí. Porque ese es el verdadero tesoro, frente a aquel otro, el falso, el más difundido en los medios, ese que se cuenta en millones de euros, ese que barrió el crédito de deanes, canónigos y de la Iglesia en general al ir engordando el bolsillo vengativo de un electricista desalmado…

¿Por qué no imaginar -en coherencia con el último documento de la Conferencia episcopal española, Iglesia, servidora de los pobres e incluso con la Evangelii gaudium- que los obispos de Galicia -con el arzobispo de Santiago a la cabeza- dijeran públicamente, por ejemplo, en la ofrenda en la catedral de Lugo, que, estando hondamente agradecidos a la generosidad de las siete ciudades del Antiguo Reino de Galicia por sostener el culto al Santísimo Sacramento a lo largo de tanto tiempo, llegó el momento de darle la vuelta al gesto de la ofrenda? ¿Por qué no imaginar que, en ese caso, dijeran, por ejemplo, que, a partir de ahora, y por cuanto tiempo sea necesario, será la Iglesia la que -delante de la presencia real del resucitado bajo las especies eucarísticas consagradas en la actualización permanente del banquete del Reino- se pone al servicio de esas simbólicas siete ciudades del Antiguo Reino de Galicia para contribuir, o mejor, para seguir contribuyendo a paliar los efectos de una crisis económica que tan fuertemente castigó y sigue castigando a los menos afortunados?

¿Por qué no hacer algo similar en la ofrenda al apóstol Santiago? ¿Por qué, pongo por caso, no bajar del presbiterio y, en una acción simbólica -al inicio de la ceremonia, o en el momento de la paz, o cuando litúrgicamente se considere oportuno- devolver el abrazo al Apóstol -en la persona del celebrante- a todos aquellos que hoy en día más lo necesitan? ¿Por qué no inclinarse o incluso arrodillarse ante ellos y ofrecerles los puestos de privilegio normalmente reservados a las autoridades oficiales?

¿Populismo? ¿Demagogia? No. Liturgia diáfanamente evangélica. Como en el lavatorio de Jueves Santo. ¿Acaso no es la acción caritativa de la Iglesia reconocida y alabada unánimemente? ¿No es una acción extraordinariamente real y concreta encarnada en trabajos voluntarios y donaciones desinteresadas a favor de personas necesitadas con nombres y apellidos? ¿No vive ahí la Iglesia una kénosis permanente? ¿No es la eucaristía fuente y culmen de la vida cristiana? ¿No es la participación en este «sacramento mayor» una constante invitación a crecer en la atención y servicio de la verdadera riqueza de la Iglesia que son los pobres y los olvidados de la sociedad?

¿Por qué no aprovechar, entonces, para mostrar a través de un signo litúrgico diáfano, explícito y entendible -cualquiera que sea- que la caridad de la Iglesia tiene a Jesucristo -y a sus primeros apóstoles- en el origen de su dinamismo y que, justo por eso, la Iglesia se pone al servicio de toda la sociedad de Galicia? ¿Qué mejor ocasión, pues, de reafirmar públicamente, en Lugo o en Santiago, incluso en ausencia de los alcaldes de Santiago y Coruña, que la adoración de la presencia de Jesús de Nazaret en la eucaristía -o la invocación a un compañero y seguidor de Jesús como Santiago- no es un atavismo religioso propio del nacional catolicismo, sino que puede ser comprendido como un acto activador y dinamizador de la mejor de la solidaridades que una sociedad tan necesitada de justicia social puede desear?

No hay nada mejor contra ese desenfocado «laicismo institucional» que la vivencia real de una religión cristiana que adelanta, supera y aventaja con mucho -siendo hondamente fiel al Evangelio de Jesús- a las iniciativas civiles en sus justas y legítimas reivindicaciones de equidad. Porque incluso los alcaldes aparentemente más progresistas (y también los otros) quedarán sorprendidos y desconcertados (como quedan los jefes de Estado de todo el mundo ante la palabras y las acciones de Francisco) si los obispos de Galicia tienen la moderada osadía de una creatividad pastoral que, a mi modo de ver, es perfectamente posible y deseable. El pueblo gallego (y sus propias comunidades eclesiales y toda España en general) comenzará a ver en ellos los líderes religiosos -espirituales, sencillos, valientes y honestos- de los que en esta dura situación económica y política tanto precisa. Sólo falta la audacia evangélica que traduzca los principios cristianos en actos simbólicos con diáfana carga profética. ¿Por qué no?

Señores obispos: la sociedad está cambiando muy rápidamente a pasos agigantados. Lideren, por favor, en la máxima fidelidad al Evangelio, la reforma eclesial esbozada en el reciente magisterio del sucesor de Pedro.

Señores alcaldes: eviten los diagnósticos simplistas cuando miren a la Iglesia y a la religión. Las religiones son complejas y la sociedad demanda de ustedes algo más que la mera reiteración de obsoletos clichés que ya no sirven para estos nuevos tiempos que quieren, civilmente, liderar.

Veremos qué sucede el próximo 25 de julio, día grande de Galicia. Pola banda de Laiño e pola banda de Lestrove.

Pedro Castelao
Universidad Pontificia Comillas
[email protected]

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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