Antonio Aradillas

Un obispo «emérito» se confiesa

"Desde la 'emeritocracia' se vive con relieves dramáticos"

Un obispo "emérito" se confiesa
Antonio Aradillas, columnista

A mis familiares de sangre les aterraba reconocer que su referencia postal fuera el palacio del señor arzobispo

(Antonio Aradillas).- Ahorrándome rodeos y circunloquios hipócritas y convalecientes, con veracidad y humildad, reconozco que, ya desde seminarista, yo quise ser obispo. Lo de «carrera eclesiástica» por una parte, y por otra, alguna piadosa y «mística» interpretación literal a las palabras bíblicas de que «aspirar al ministerio episcopal es algo bueno a los ojos de Dios», ser obispo fue meta y aspiración contante en mis estudios, en sus correspondientes etapas de formación primaria, de filosofía y teología, corroborada con la consecución de los grados universitarios relacionados, sobre todo, con los Códigos de Derecho Canónico y Civil, en sus más asequibles versiones pontificias.

Confieso que en mis tiempos pre-episcopales, y ahora, para llegar a ser nombrado y entronizado en cualquier sede diocesana o archidiocesana, ni requería, ni requiere méritos excepcionales. Se trata de un arte y de una política. El cultivo de relaciones públicas eclesiásticas, y también civiles, pasar desapercibido en las esferas del ministerio sacerdotal, sin «contaminaciones sociales», siempre devoto del «Amén», de la docilidad y rehuir toda clase de problemas intra o extra eclesiales, insistiendo una y otra vez en las concomitantes con actividades de carácter laboral, ejercer de buen administrador y organizador de manifestaciones y actos masivos de reafirmación religiosa, contribuyeron a que mi nombre se integrara bien pronto en las ternas o candidaturas que se promocionan en las Nunciaturas y «adláteres», sin excesivo respeto y consideración para el Espíritu Santo, a cuya intervención se le achacarán en su día los éxitos o los fracasos en la selección.

Ocupé un par de sedes episcopales y arzobispales , presidí importantes Comisiones en la Conferencia Episcopal, y en cierta ocasión hasta llegué a rozar el aleteo de la sagrada púrpura cardenalicia, que razones en este caso estrictamente políticas, autonómicas por más señas, me privaron de su posesión y disfrute, si bien me colmaron de explicaciones, pretextos y excusas, con el añadido falaz de compensar de alguna manera mis «legítimas» aspiraciones a ser y ejercer de «Príncipe de la Iglesia».

Por fin, y sin poder disfrutar «Ad maiorem Dei gloriam» del excepcional título de «Eminencia Reverendísima», me llegó la hora de la jubilación y me convertí en «emérito», recluído en un asilo– Casa Religiosa, regido por acogedoras «monjitas»…Desde tan sagrado recinto, y con el sincero propósito de servirles a mis «hermanos» los obispos, y aspirantes a serlo, a portar la cruz de su ministerio lo más evangélicamente posible, desgrano estas reflexiones.

Sí, mucho obispo, arzobispo y hasta Cardenal a punto de muceta purpúrea, pero en los diversos tramos o trechos de mi, para tantos, brillante «carrera eclesiástica», jamás conté con un solo amigo. Para los clérigos fui solo su obispo.- arzobispo, con cuantas connotaciones, distancias y envidiejas me cortejaron, sin que ni ellos, ni yo, nos decidiéramos a establecer las relaciones propias entre los vecinos o colegas, o entre los cristianos, por el hecho de ser, y de intentar practicar, creencias y estilos de comportamientos definidos por la Comunión, al margen de jerarquismos canónicos, o no tan canónicos.

Ningún clérigo se atrevió a hablarme de «tú». Viví, y vivo, sin amigos. Y así lo hice, y lo hicieron los otros, convencidos de ser esta la «voluntad del Señor».. . Viví sin familiares, a no ser el sacristán- acólito-capellán, que ejerce tal oficio de «familiar», con resignada, generosa y hasta «humildosa» consideración, convencido de que mi litúrgica cercanía a Dios como su representante supremo en la diócesis –Iglesia local-, le enaltecía y privilegiaba «así en la tierra como en el cielo».

A mis familiares de sangre les aterraba reconocer que su referencia postal fuera el palacio del señor arzobispo, por lo que en raras ocasiones compartieron sus dependencias domésticas en calidad de hermana, o sobrinos.

De amigos seglares, nada de nada. Absolutamente nada. A ninguno de ellos podría ocurrírseles tal atrevimiento social y religioso. La carga de clericalidad y religiosismo oficial, y más el jerárquico, con quienes podría haberme relacionado, superaba con creces a la de los profesionales en esta materia, sellados a perpetuidad con el signo del «Amén» y sin la más remota posibilidad de esbozar algún «no» o «sí, pero» en cualquier esquema de conversación sobre temas humanos o divinos.

De amigas, nada de nada «¡Líbera nos, Dómine¡» , y ya está. La mujer, tanto en la Biblia como en la teología, ni transcendía, ni transciende, para mí su condición de «pecado» y de «pecadora» y, convertida en «monjita, dúdase dúdase si su alma era o no humana…».

El tratamiento teológico, bíblico, litúrgico, canónico y hasta social que se les prestó, y se les presta, a los obispos, les hace ser personas, y cristianos, no normales, algo que desde el retiro de mi «emeritocracia» se vive con relieves, a veces hasta resignadamente dramáticos, lo que explica extrañas e inhóspitas reacciones de algunos. El mando, y más el jerárquico, del que se dice que procede directamente de Dios, imprime carácter y sus consecuencias se perciben, aunque a destiempo, al retirársenos de la circulación eclesiástica.

Saberse «nombrado», que no «elegido», obispo a perpetuidad, en unos tiempos abiertamente democráticos como los actuales, me hace infeliz y creo que a muchos «hermanos en el episcopado» los hace también infelices.

Interrumpe mi reflexión la «monjita» encargada de suministrarme las dosis de fármacos establecida en mi penúltima revisión médica, por lo que, de momento, le coloco el punto y aparte a estos «recuerdos y olvidos» de un obispo emérito.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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