Los curas dejaron la coronilla; veíamos a aquellos compañeros celebrar la Eucaristía sin ornamentos
(Josemari Lorenzo Amelibia).- Mi vida va siendo ya larga. Me han tocado tiempos duros: de hambre, temor y terror. Mi generación fue «sometida» durante la infancia y juventud por padres y superiores. Los maestros y educadores así se denominaban, «superiores». Los niños nos confesábamos todas las semanas. Eso sí, comulgábamos a diario. Habían pasado los inicios del siglo XX en los que era necesario el permiso del confesor para poder recibir a Jesús en cada jornada.
Todavía respirábamos aires jansenistas: en cualquier circunstancia brotaban los escrúpulos de conciencia en las mentes infantiles, juveniles y de adultos. No era la culpa siempre de la teología moral, sino de padres y educadores que metían el miedo en el cuerpo amenazando a los inocentes niños con las penas eternas del infierno. – «Si eres desobediente, te vas a condenar», oíamos con frecuencia a formadores. O aquella otra frase muy frecuente en los Ejercicios Espirituales: «Quien pierde la vocación lo más fácil es que se condene». Y daban por supuesto que a los catorce años los estudiantes de Seminarios y Colegios Apostólicos, podían perder ese gran tesoro de la vocación.
Así fuimos educados. Nuestros estudios eclesiásticos no eran tan duros, pero la Moral casuística era terrible. Recuerdo que contábamos hasta diez pecados mortales que se podían cometer celebrando la Santa Misa. Uno de ellos, por dejar de echar la gota de agua en el cáliz, si la omitías conscientemente. Creo que a ningún cura ni entonces ni ahora se le ocurrirá dejar este signo que el mismo Jesús hizo, pero ¿quién lo mira hoy con la lupa del pecado? Y no digamos nada de los pecados mortales por desobediencias al Derecho Canónico… Dejar una de las ocho «horas» – por ejemplo tercia, de cuatro minutos de duración – era pecado mortal: al infierno, si no te confesabas. Y si ibas omitiendo una a una cada una de las ocho «horas canónicas», OCHO PECADOS MORTALES. Así, así lo estudiábamos.
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