Antonio Aradillas

Obispos irreligiosos

"El 'regalazo constantiniano' santificó atuendos de oro"

Obispos irreligiosos
Antonio Aradillas, columnista

Al principio la cruz pectoral era una cápsula que contenía reliquias o sentencias del Evangelio

(Antonio Aradillas).- Los símbolos -«objeto que se toma como tipo para representar un concepto moral o intelectual por alguna semejanza o correspondencia»- , que con veracidad y realismo pastoral y teológico definieron y definen la figura y funciones del obispo en el organigrama de la Iglesia, demandan revisión urgente y precisa.

También la reclama la semántica del propio nombre identificada con «vigilante, centinela e inspector». Símbolos y nombres, sobre todo en tiempos poco o nada ilustrados, ejercen una colosal importancia en la educación de la fe religiosa, comprometiendo la atención de fieles e infieles de manera ciertamente sagrada. Ellos son catecismo, epítome de teología y, queriendo llevar una vida congruente con la fe, «palabra de Dios». De entre tales símbolos pongo hoy sucintamente el acento en los más representativos.

. El origen pagano de la mitra episcopal está incuestionablemente documentado en toda clase de cartularios, protocolos, leyendas, historias, descripciones e imágenes. Mitreo, dios persa, en los tiempos imperiales de Darío, en sus respectivas nóminas y nomenclaturas, justificó y santificó el atuendo de sus generales y sumos sacerdotes, colocando en sus testas sublimes las mitras que, cristianizadas, y con ínfulas aún más ostentosas, habrían de formar parte del «regalazo constantiniano» que al colegio episcopal habría de hacerle el hijo de santa Elena.

La distinción litúrgica, rica y pomposa, del «Ordo Romano», de «simplex» y «auriphrisiata» -recamada esta en oro y con piedras preciosas-, desborda toda condición de paganerías y palatinado, ajena al santo evangelio. El solideo -«gorro rojo a modo de casquete de tela, que emplean los obispos»- en pensante y directa referencia y homenaje al «solo Dios verdadero», se queda entre los aledaños de la sensatez y de la puericia, por lo que no resulta ni objeto ni sujeto del «dolor de corazón penitente y del arrepentimiento» propios de la confesión.

El sonrojo y la discreta y reverente hilaridad y sonrisa que suscita en sectores de la sociedad y de la feligresía, evita cualquier disquisición sobre su existencia, uso y abuso.

. En paleontología, el término «baculites» se aplica al «género de cefalópodos caracterizados por su concha cónica alargada y recta». En la historia eclesiástica aparece mencionado el báculo como insignia litúrgica de obispos y abades en una rúbrica del «Liber Órdinum» español, que se remonta al siglo VII, aunque se sospecha que su uso debió ser admitido en tiempos del Papa Celestino, en el siglo V.

En el siglo IX fue común a todos los obispos de la Galia. La forma más antigua fue la de un asta de madera. Sobre el inicial simbolismo pastoral de «alivio, arrimo y consuelo», destacó -¡y de qué forma¡- el del «¡ordeno y mando!» en el nombre de Dios, en el ámbito de plena jurisdicción de sedes episcopales y de abadías terratenientes, transformado en «baculazo» con todas -casi todas-, sus consecuencias.

Las distintas partes del báculo -el espiral, asta y punta suprior-, recibieron ya desde el principio, curiosas e inverosímiles interpretaciones alegóricas por los místicos medievales, que todavía perduran, difíciles de ser homologadas con seriedad en clave cristiana. Muy problemática fue su historia a consecuencia de si el báculo debiera ser entregado al obispo, abad o abadesa por la autoridad espiritual, o por la pingüe y laica feudal.

Como curiosa alegación, es obligatorio dejar constancia que en las culturas antiguas los símbolos similares al báculo, al igual que a la mitra de nuestros días, fueron traducidos en el lenguaje popular como «signos fálicos«. Los adeptos a la secta anabaptista de los «bacularios», fundada el año 1528, sostenían «ser un crimen «portear otra arma que no fuera un bastón o báculo». Los museos eclesiásticos albergan y exhiben ricos y artísticos ejemplares, que empuñaron y empuñan los «obispos siempre que ofician en funciones pontificales y bendiciones solemnes, deponiéndolos durante los oficios de difuntos».

. En culto, pero a la vez macarrónico e inteligible a propios y extraños, idioma del Latio, el Papa Inocencio III (a. 1216), estableció lo siguiente: «annulus, ex auro puro sólido conflatus, palam habeat cum gemma, in qua nihil sculpi esse debet». Mucho antes, el mismo san Isidoro de Sevilla y el concilio de Toledo (a. 633) mencionan expresamente el anillo «qui datur episcopo propter signum pontificalis honoris vel signaculum secretorum».

Oro, piedras preciosas, fidelidad y lealtad esponsoriales con la Iglesia local, y la posibilidad de autenticar sus propios actos, se dieron sempiterna cita litúrgica y canónica «ex jure» en el «anular derecho, aún durante la misa». Muchos se preguntaron, y se preguntan, entre otras cosas, cómo se explica eso de la lealtad y de la fidelidad a la grey diocesana, cuando el carrerismo propone, brinda, sugiere o manda el ascenso a otra sede de categoría superior, con sus respectivas dignidades y rentas. Lo del oro y las `piedras preciosas es desdichadamente explicable en el contexto paganamente litúrgico de épocas aún no superadas.

. El oro vuelve a hacerse episcopalmente presente nada menos que en la palabra «encolpia», que en griego significa «seno», con expresa alusión nada menos que a la «cruz pectoral«. En principio se trataba de una especie de amuletos, láminas muy delgadas de metal o pequeñas cápsulas en forma de cruz que, «collo suspensae», defendían a sus portadores de «tentaciones y de toda clase de males», que contenían reliquias o sentencias del evangelio o invocaciones a Dios, enmarcadas entre joyas y piedras preciosas y que actualmente, como «crux pectoralis», » los obispos pueden llevar cuando y donde quieran».

El uso que de las mismas ellos hacen transciende los espacios litúrgicos, hasta irrumpir en los político- sociales, reluciendo en el propio retablo diafragmático, normalmente bien atendido y cuidado. Toda cruz, y más la «pectoral» por excelencia, convertida en objeto de distinción y de lujo, se torna irreversiblemente en ofensiva y blasfema, por mucha y falsa piedad con que se intenten interpretar tales gestos.

Comenzando y terminando por los miembros del Colegio Episcopal, la liturgia y sus símbolos fundamentales y evangelizadores urgen revisión profunda, sumándonos nosotros al grito que, todavía con cierta timidez, se levanta en algunos círculos cristianos, aunque no jerárquicos, como desdichadamente era de esperar.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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