Los cazadores de espaldas mojadas como último matamoscas no son otra metáfora: 'ahí estás tú y esto está sucediendo'
(Lucía López Alonso).- Lo llaman La Bestia porque es una metáfora. Porque Hispanoamérica siempre ha tenido claro lo necesario que es el realismo mágico en cualquier lenguaje, incluso el académico. Lo llaman La Bestia pero no es una metáfora: es un animal que repta y que, rampante la frente dirigida a Estados Unidos, en sus escondrijos lanza coces. Se sacude la cola para librarse de sus moscas.
El tren de las moscas
«Hay que convertir la compasión en indignación y la indignación en rebeldía solidaria». Estas fueron las palabras con las que ayer por la tarde José Luis Pinilla, director del secretariado de la Comisió Episcopal de Migraciones, inauguró en la sala de prensa del Arzobispado de Madrid la conferencia de Norma Romero, una de las llamadas Patronas de Veracruz. Son las palabras con las que la Conferencia Episcopal Española apuesta por imitar la labor de estas catorce mujeres, propuestas actualmente para el premio Princesa de Asturias de la Concordia.
«Cuando yo reclamé que pasaran de patronas a princesas -dice Pinilla- alguien me respondió que las princesas no trabajan». Será, entonces, lo de nombrarlas princesas otro asunto metafórico, porque las patronas llevan desde 1995 sin parar de trabajar. Veinte años preparando más de doscientas raciones diarias de comida arrojadiza; alimentos que acercan a las vías del tren La Bestia, ese monstruo a través del que, de cada cuatro mil personas que suben, sólo el 15% concluye con vida el trayecto y atraviesa la frontera que separa México de los Estados Unidos, para que las manos de los migrantes cojan las bolsas y tengan algo que llevarse a la boca.
Encontrar a Norma en el centro de Madrid estos días de crisis humanitaria en Europa, creada en los Balcanes esa otra cremallera de personas que pelean por su supervivencia, hace que nos demos cuenta de todo lo que hay que hacer en tantas partes del mundo por la promoción de los derechos del migrante y del refugiado y de que, por lo menos, habría que montar una mesa de ponentes y contarlo cada día, lo mismo que ellas nunca faltan a su cita diaria con la ollita de frijoles, el arroz, las botellas de agua, las tortillas y los paquetes en los que las envuelven. Igual que a los niños se les cuenta el mismo cuento de princesas cada noche, porque si no es ése el que escuchan no se duermen, Norma está en Madrid para que su esfuerzo y su estilo de lucha y de dar sea contado. Para que nuestros periódicos dejen de descartar y no dejen de repetir esos titulares hasta que no lleguen a erradicarse. Trenes caldera. Camiones-frigorífico. Concertinas en Melilla o en Hungría. El paso de Calais. El niño de la maleta. Catástrofe en el Mediterráneo. Las islas de Grecia. La cruz de Lampedusa. La balsa de la Medusa. Los cazadores de espaldas mojadas como último matamoscas. Porque no es un asunto de metáforas: «ahí estás tú y esto está sucediendo», dice esta princesa de la entereza ante el drama de la patera o del tren.
Norma
En el centro de la mesa de comunicadores, Norma se seca el sudor y a mí me hace pensar en que sólo estamos en un auditorio madrileño, no en La Patrona; en cuánto habrán sudado esas mujeres en su día de comida al frente de los fuegos desde antes de que salga el sol, o en las orillas de la vía del tren teniendo que alzar los brazos para que los migrantes alcancen a agarrar las provisiones.
Desde luego, es un gesto de princesa. De esas que levantaban un pañuelo blanco para despedir a sus príncipes a lomos de su caballo, o de las que decidían también con su brazo cuándo comenzaba el espectáculo. Pero Rosa Romero, Lidia Laura Reyes o Leonila Vázquez son nombres normales. Mujeres de la calle o, mejor dicho, de su hogar, que un día vieron que su pueblo era una de las paradas del tren de la desesperación que une Chiapas con Estados Unidos -sin nunca llegar a unirlos- y tomaron la decisión de no sólo enfocarse a su casa y a su campo, sino ofrecer, como dice Norma, «un servicio al hermano, un servicio a Dios».
«Agradecerles que nos audiencien -comienza diciendo Norma-, porque lo vemos diario». No es un cuento inventado lo de los cinco mil muertos al año. Lo de las extorsiones -cien dólares por estación o los echan a la vía- que tienen lugar dentro de La Bestia mientras dura el recorrido de ocho mil kilómetros. Secuestros. Violaciones. Como si las personas fueran una mercancía con la que tratar.
«Queremos que Estados Unidos respete al mexicano, pero siquiera los abusadores de La Bestia respetan al centroamericano», lamenta Norma, que también es enfermera. Y es que a muchos no les queda más remedio que bajarse en La Patrona y recuperarse de los golpes recibidos a veces en el hospital y a veces en el albergue de las Patronas. Ellas les curan las ampollas, las insolaciones y el hambre atrasada, pero pocas veces consiguen quitarles la sed de futuro. Pese a las cifras de desaparecidos o mutilados, pese a las deportaciones, pese a que el destino del tren es el abismo, desean seguir su camino.
Por eso duele tener que seguir explicando que, tanto en Europa como en América del Norte, hay emigrantes porque la fuerza de la necesidad es más grande que el miedo a la humillación. Que el nacimiento no es una opción y la guerra, la corrupción o la pobreza les obliga a lo extremo. Pero a Norma no le importa insistir jornada tras jornada en que esto se sepa: «Lo tratemos. Lo oigamos. Somos madres y no queremos que nuestros hijos perezcan saliéndose de su lugar, pero tampoco que se queden acá sin casa ni trabajo. En México no hay becas para estudiar y hay droga y no hay deporte y hay crimen organizado».
Las moscas
Norma y las otras Patronas acompañan a los pocos migrantes que se atreven a denunciar cuando paran en sus comedores y albergues. Durante esos días ellas pueden conocerles un poco más, aunque no lo necesitarían: han consagrado su vida a unas personas que, la mayoría, nunca interactuarán con ellas nada más que el instante en que reciben las bolsas de comida que ellas les dan. Unos mínimos segundos.
«Decirles que son personas muy valiosas -cuenta Norma de los que sí han podido hablar con ellas- que nunca nos han faltado al respeto. Llevan una meta». Y nada más importa. «Todas las religiones son buenas, lo mismo que las razas. Nuestra mesa siempre está completa y les queremos a todos vengan de donde vengan, porque han confiado en nosotras». Desconocidos que estiran el brazo para aferrarse a la fe de lo que les ofreces. Desconocidos que es probable que regresen a la patria en ataúdes.
«No son cuarenta ni cincuenta: son millones los asesinados. Cuando sucedió la tragedia de los normalistas, nos dijimos ‘ya está bueno de tanta maldad, no podemos esperar a los gobiernos'», cuenta Norma. Por eso las Patronas tocan la puerta de las universidades y, cuando lo hacen, son rescatadoras de jóvenes. Por eso, con la ayuda de las personas que les donan harina, les regalan tortillas, colaboran con ellas en el transporte de toda esa materia prima desde los mercados de Córdoba, son cocineras. Por eso, cuando crean sistemas para que los paquetes de comida lleguen más alto y no se estropeen, se convierten en ingenieras. Por eso se transforman en madres, amigas, consejeras, enfermeras. «Una desea cobijarlos pero quieren seguir a la gran ciudad».
El Dios del frijol
Miro a Norma y me pregunto qué le dice su marido o qué piensa su hijo, que la acompaña en la sala. Cómo vivieron el paso de dar de comer a siete a dar a seiscientos, trabajando en red con otros comedores, casi cuarenta albergues, asociaciones laicas y curas que en este punto necesitan medidas cautelares porque están amenazados. La miro y es un asombro compartido: todo el auditorio se pregunta de dónde salió tanto frijol.
Norma dice que todo se lo deben a él, que todo lo ha hecho Dios. «Yo le he dicho que interceda por nosotras y, cuando vuelvo a casa triste, me sacude, me regaña. ‘Cómo vas a estar equivocándote. No te veas sola. Date ese espacio; el de la satisfacción de ayudar. No tengas miedo'».
Hay que trabajar en coordinación, y todo se va a poder. Patronas, cocineras, ingenieras, lanzadoras, enfermeras, madres, acompañantes, narradoras y princesas, ellas saben que «el cambio está en Dios, en los universitarios y en nosotros como sociedad».