Para gran escándalo de los rigoristas que, como los fariseos, protestan y hasta amenazan con un cisma
(José M. Vidal).- El mundo estaba acostumbrado a mirar al Vaticano y ver en el frontispicio de la impresionante Basílica de Maderno un letrero también enorme: ‘La Iglesia del no’. Era la Iglesia de la exclusión. La que ponía la doctrina por delante del Evangelio y, en base a eso, expulsaba del templo a todo tipo de pecadores. O incluso, a todos los que no entraban en todo por la aduana de su severa doctrina. Una Iglesia de cátaros y de puros que, al estilo de los fariseos, veía la paja en el ojo ajeno, pero se olvidaba de la viga en el suyo.
Y en esto llegó Francisco y colocó otro enorme letrero en el Vaticano: ‘Ésta es la Iglesia del sí’. Y, en dos años, ha conseguido hacer pasar a la Iglesia de la exclusión a la inclusión. De la aduana al ‘hospital de campaña’. Iglesia de puertas y ventanas abiertas. Una Iglesia que predica y da trigo. Una Iglesia más madre que maestra. Una Iglesia samaritana y con entrañas de misericordia.
«Cómo desearía una Iglesia pobre y para los pobres», comenzó diciendo el Papa gaucho. Y, con sus hechos y sus gestos, fue abriendo la institución no sólo a los pobres, sino también a los pecadores y a los «descartados», que el sistema deja en las cunetas de la vida. Para gran escándalo de los rigoristas que, como los fariseos, protestan y se indignan ante los gestos inclusivos del Papa. Y ponen el grito en el cielo y hasta amenazan con un cisma.
Francisco, consciente de estar guiado por el impulso del Espíritu, sabe que tiene pocos años (ley de vida) para recristianizar a la Iglesia y empistarla por caminos mucho más evangélicos en el fondo y en la forma. Y aprieta a fondo el acelerador, para que la Iglesia sea realmente una casa abierta.
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