Se trata de una de las páginas más brillantes de la literatura religiosa de todos los tiempos
(Evaristo Villar).- 1. Mirando detenidamente a nuestro entorno es difícil resistirse a la evidencia de que nuestra sociedad está atravesando un cambio profundo tanto en el ámbito sociopolítico como en el cultural y religioso. Este fenómeno no es exclusivo de nuestro tiempo, pero sí lo es la rapidez con que frecuentemente nos sorprende el cambio de las cosas.
En este sentido, muchas personas se desconciertan ante la transformación morfológica que está afectando a la experiencia cristiana en nuestros días. No es mi intención entrar directamente en este tema, simplemente me pregunto, al aire de este fenómeno, si Jesús mismo se sintió —y en qué medida— afectado por los cambios de su época. Su respuesta puede ser un buen referente para seguirlo en nuestros días.
Doy por supuesto que para acercarnos correctamente a lo que pudo ser el comportamiento de Jesús no podemos dejar de lado —conscientes del peso teológico que impregna todos los relatos de los evangelios— la humilde pero intencionada advertencia del evangelista Lucas: “Jesús iba creciendo en saber, en estatura y en favor de Dios y de los hombres” (Lc 2,52). Lo que significa que iba evolucionando física y moralmente al ritmo de la vida y los acontecimientos.
Sin embargo, para no banalizarlas, me parece a mí que las palabras cambio, transición, evolución, etc., aplicadas a Jesús, necesitan alguna aclaración. Porque sabemos por experiencia que el tiempo y la costumbre, como hace la corriente con las piedras del río, suelen acabar degradando nuestras mejores palabras hasta convertirlas en algo anodino y sin especial relieve. Yo tengo para mí que el cambio en Jesús fue tan profundo y radical, tan gradual, que afectó muy sustancialmente al sentido y orientación de su vida hasta llevarlo a la cruz. No estamos hablando, pues, de algo menor. El cambio en Jesús tiene que ver, más allá de las formas, con contenidos de conciencia y de sentido.
Como vecino de un pueblo, natural de un país, hijo de una cultura ancestral, Jesús se va abriendo, al ritmo de las circunstancias, a otros escenarios y espacios. Sin pretender hacer una biografía, los relatos evangélicos lo presentan en un proceso enormemente creativo entre la cuna y la cruz. Y abundan en imágenes bien expresivas de este proceso: como el fermento que hace evolucionar la masa, como la pequeña semilla de mostaza que crece hasta convertirse en árbol frondoso, o como el humilde grano de trigo que, desde el surco, llega a la floración y la espiga. La dinámica del cambio atraviesa toda la vida de Jesús.
2. Son verdaderamente emblemáticos los lugares del NT donde se deja ver una radical transición de Jesús, desde el lugar o contexto meramente judío en el que vive, al tiempo nuevo que crea la incipiente presencia del Reino de Dios. No me voy a detener en esas transiciones de Jesús, ya suficientemente conocidas: desde la Torá al evangelio, desde el templo y el sábado al ser humano. Para nuestro propósito solo quiero traer a colación, por la fuerte expresividad que refleja, el episodio de la sirofenicia (Mc 7, 24-31).
Recordemos brevemente la escena. Ante el rechazo creciente de los judíos, Jesús opta por refugiarse, de incógnito, en Tiro, fuera de las fronteras de Israel. Pero no puede evitar que una mujer griega, no judía, conocedora de su singular modo de actuar, se le acerque para pedirle la curación de su hija. Durante el tira y afloja que revela ese diálogo tenso entre ambos —quizás irónico por parte de Jesús— se va evidenciando que la liberación que Jesús deja traslucir es superior a la comprensión que él mismo tiene de la misma.
La salvación-liberación que el mundo —bajo Roma — está necesitando no se reduce solo al ámbito judío, es también para los griegos, como defiende la mujer sirofenicia. Al final, Jesús acaba aceptando el planteamiento, profundamente humano y universalista, de esta mujer griega: Por eso que has dicho, le dice, puedes marcharte: el demonio ha salido de tu hija. No hay necesidad de forzar el texto para advertir la transición que hace Jesús desde el cerrado nacionalismo judío con el que entra en el diálogo hasta la apertura al universalismo con el que sale.
3. Pero las transiciones de Jesús donde adquieren un valor realmente emblemático es en el relato de las llamadas “tentaciones del desierto”. Como es voz común entre los exégetas, este episodio, al que se enfrenta Jesús inmediatamente después de ser bautizado por Juan en el Jordán, se entiende mejor considerado como simbólico y programático que como histórico.
Las cosas no tienen por qué haber sucedido así como se cuentan; lo más probable es que se trata de una síntesis de los retos fundamentales a los que tuvo que enfrentarse Jesús en diferentes ocasiones de su vida. No obstante, de lo que nadie duda, es de que se trata de una de las páginas más brillantes de la literatura religiosa de todos los tiempos. En ella se presenta a Jesús enfrentado, y victorioso, a los tres grandes desafíos que ha encontrado siempre el ser humano en la conquista de su propia identidad.
Desde su exilio en el campo de prisioneros de Siberia, Fiodor Dostoievski se refiere a esta impresionante escena en El Gran Inquisidor, del siguiente modo: “Si hubo alguna vez en la tierra un milagro verdaderamente grande, fue aquel día, el día de esas tres tentaciones. Precisamente en el planteamiento de esas tres cuestiones se cifra el milagro. Si fuese posible idear, solo por ensayo y ejemplo, que esas tres preguntas del espíritu terrible se suprimiesen sin dejar rastro en los libros y fuese menester plantearlas de nuevo… ¿piensas tú que toda la sabiduría de la Tierra resumida podría discurrir algo semejante en fuerza y hondura a esas tres preguntas que, efectivamente, formuló entonces el poderoso e inteligente espíritu en el desierto?…
Porque en esas tres preguntas parece compendiada en un todo y pronosticada toda la ulterior historia humana y manifestadas las tres imágenes en que se funden todas las insolubles antítesis históricas de la humana naturaleza en toda la historia”.
En la comprensión de Dostoievski parece determinante la figura de Satán, brillante y hasta simpática. De ser solo un símbolo rebelde y de contraste, Satán adquiere tal categoría que hasta llega a mostrarse dispuesto a echarle una mano a Jesús para expresar en tres rasgos esenciales el mensaje del Reino de Dios, al que Jesús se refiere siempre de forma simbólica y en parábolas. Desde el reverso y el contraste — parece pensar Satán, que representa el anti-reino— es más fácil que los frágiles seres humanos caigan en la cuenta de esa realidad explosiva que es el Reino. Hasta llega a aconsejarle a Jesús que entre en razón y, recurriendo al tráfico de influencias, utilice su privilegiada cercanía a Dios para conseguir, de golpe y con la adhesión de todos los humanos, un mundo como “Dios manda”.
Este es el brillante relato que hacen los evangelios de esta escena: “Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre. El tentador se le acercó y le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes. Pero él le contestó: Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Entonces el diablo lo lleva a la ciudad santa, lo puso en el alero del templo y le dijo: Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: Encargará a los ángeles que cuiden de ti, y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras. Jesús le dijo: También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios.
Después el diablo lo lleva a una montaña altísima y, mostrándole los reinos del mundo y su gloria, le dijo: Todo esto te daré, si te postras y me adoras. Entonces le dijo Jesús: Vete, Satanás, porque está escrito: Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto. Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y se pusieron a servirle”. (Mt 4, 1-11; cf. Lc 4, 1-13).
“Existen tres fuerzas, solo tres fuerzas —le repetirá enfáticamente el Gran Inquisidor a Jesús, aherrojado en el calabozo de la Inquisición en Sevilla— capaces siempre de dominar y cautivar la conciencia del ser humano… y esas tres fuerzas son: milagro, misterio y autoridad. Y tú rechazaste la una y la otra y la tercera, y… pusiste los cimientos para la destrucción de tu propio imperio (p. 23):
El milagro porque “no hay nada más indiscutible que el pan” y tú lo rechazaste en nombre de la libertad, porque qué libertad es esa —pensaste— que se compra con pan” (pp. 21 y 18).
El misterio porque, al no tirarte desde el alero del templo, “rehusaste subyugar al hombre por el milagro y estabas ansioso de su fe libre” y “te hiciste la ilusión de que, al seguirte a ti, también el hombre se volvería dios y no habría menester del milagro” (p. 23).
Y La autoridad porque “si hubieras aceptado el mundo y la púrpura del César habrías fundado el imperio universal y dado la paz al mundo. Porque quién ha de dominar a las gentes sino aquellos que dominan sus conciencias y tienen en sus manos el pan” (p. 27).
En estas tres recriminaciones que Satán (el anti-reino) le hace a Jesús por medio del Gran Inquisidor, aparecen con nitidez las tres grandes transiciones que Jesús tuvo que realizar para ser la expresión diáfana del Reino de Dios en el mundo. Representan en conjunto los tres desafíos máximos a los que han tenido que enfrentarse, con mayor o menor éxito, sus seguidores a largo de la historia, es decir, el dinero (economía), el milagro(religión) y el poder (la política).
Estos mismos representan en grado máximo nuestras propias transiciones hacia el Reino de Dios:
Cuando liberamos el pan de la equivocada especulación comercial (dinero, producción sin sentido, corrupción, etc.), estamos en disposición de entrar en la economía del reparto solidario al que apunta la alternativa de Jesús.
Cuando liberamos la experiencia religiosa de la espectacularidad y la magia (del mercantilismo y el sometimiento irracional), estamos entrando en la libertad de conciencia y la fe responsable que emerge en el proceso religioso de Jesús.
Cuando liberamos la autoridad de su idolatría y de los afanes imperialistas de la púrpura del César (que aliena y exige sumisión y servidumbre), estamos alcanzando la libertad suficiente como para convivir igualitaria y responsablemente, en servicio de amor mutuo, en un planeta y un cosmos que transita hacia su plenitud.