La cátedra de Pedro se trasladó al Congreso Nacional de los Estados Unidos de América
(Marco A. Velásquez).- Por primera vez en la historia un papa dirigió un discurso a los congresales de los Estados Unidos de América, nada menos que en el mismo Congreso. De esta manera, el Estado norteamericano concedió al papa el enorme privilegio de dirigirse, no sólo a los congresales, sino a todo el pueblo norteamericano. Un signo que debe ser comprendido como un reconocimiento a la estatura moral que representa el papa, en un país donde la mayoría de la población (51%) profesa el protestantismo y sólo un 23% es católico.
Para el mundo católico es un signo de los tiempos que el Vicario de Cristo pueda predicar desde la sede legislativa del mayor imperio económico mundial. Se trata de un hecho revelador de la potencialidad que puede alcanzar la fe cristiana practicada con obras, gestos y actitudes. Es significativo que tal consideración se manifieste a tan sólo dos años desde que la Iglesia universal viviera una de sus crisis de credibilidad y confianza más profundas, precisamente en uno de los países más golpeados por los delitos pederastia cometidos por miembros de la jerarquía. Por eso, la escena de escuchar al papa predicando en el Congreso norteamericano es profundamente sobrecogedora y no puede pasar inadvertida.
Apenas iniciado su discurso, el papa fue interrumpido por la desbordante ovación que de todos los congresales, que de pie agradecían eufóricos esa alusión de estar en «la tierra de los libres y en la patria de los valientes», que recordaba la letra de su himno nacional. De esa manera, en los primeros segundos de su intervención, el papa se ganaba los corazones de todo el pueblo norteamericano.
La tarea del papa en ese ambiente no era fácil: llevar el Evangelio al núcleo de una sociedad secularizada, liberal y multicultural. Se trataba de abordar el permanente desafío de hacer dialogar la fe con la cultura, con la política, con la economía y con las decisiones estratégicas de una gran nación. Nada imposible para un «contemplativo en la acción».
Para explicitar el contenido de fe en su mensaje se dejó guiar por la figura de Moisés, con la que solemnizó la tarea legislativa de los congresales, recordándoles que Moisés fue «el legislador del Pueblo de Israel». Una frase magistral e incisiva en una sociedad donde la cultura judía tiene gran influencia económica, social y política.
Ya instalado en el terreno de la fe, se abrió al extenso horizonte de la cultura de un pueblo, sirviéndose del testimonio de cuatro figuras emblemáticas y queridas de la sociedad norteamericana: Abraham Lincoln, Martin Luther King, Dorothy Day y Thomas Merton; un presidente, un pastor luchador por los derechos civiles, una religiosa católica defensora de los pobres y un monje cisterciense ícono del diálogo entre los pueblos y las religiones.
De esa forma, definía los ejes de su llamado al pueblo norteamericano desde el Congreso.
De la mano de Abraham Lincoln se introdujo en el terreno de la libertad, sensibilizando a los congresistas con la propia historia de su pueblo, cuando sus forjadores anhelaban para que «esta Nación, por la gracia de Dios, tenga una nueva aurora de libertad». Así, desafió a los norteamericanos a buscar los equilibrios entre combatir la violencia que se cierne sobre el mundo «bajo el nombre de una religión, una ideología, o un sistema económico», y «proteger la libertad de las religiones, de las ideas, de las personas». En este contexto, los llamó a poner especial atención a los reduccionismos simplistas que dividen «la realidad en buenos y malos», porque «en el afán de querer liberarnos del enemigo exterior podemos caer en la tentación de ir alimentando el enemigo interior».
Luego, de la mano de Martin Luther King, y recordando que él mismo, como muchos de los presentes «son descendientes de inmigrantes», planteó el complejo tema de las migraciones que hace que «miles de personas se ven obligadas a viajar hacia el norte en búsqueda de una vida mejor para sí y para sus seres queridos». Y recordó como regla de oro aquel: «Hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes» (Mt 7,12)», interpelándolos a «custodiar y defender la vida humana en todas las etapas de su desarrollo.» Es en ese contexto que el papa solicitó «la abolición mundial de la pena de muerte», transformando la exhortación local de los obispos norteamericanos, en un llamado mundial.
Acompañado del testimonio de Dorothy Day, llevó a los congrasales a poner la mirada en la pobreza, exhortándolos a no perder el «espíritu de solidaridad internacional» para luchar contra la pobreza y el hambre, especialmente desde sus causas. Reconociendo que mucho se ha avanzado, abordó el tema en la perspectiva de una economía moderna, solidaria y sustentable. De ahí extendió su llamado al cuidado de la «casa común», recordando su encíclica Laudato si, e invitando a «reorientar el rumbo», tarea en la que interpeló a los Estados Unidos y al Congreso a jugar un «papel importante» en este desafío universal.
Con el ejemplo de Thomas Merton animó al diálogo y a la paz. Cuestionó el comercio de armas letales que «son vendidas a aquellos que pretender infligir un sufrimiento indecible sobre los individuos y la sociedad». Todo ello, dijo, «simplemente por dinero; un dinero impregnado de sangre, y muchas veces de sangre inocente».
En resumen, abordó cuatro grandes temas desde un areópago jamás brindado a un papa, exhortando a un pueblo, a sus legisladores y a su gobierno para animarlos a una conversión social, política y económica y colaborando al bien común mundial. De esta manera, la cátedra de Pedro se trasladó al Congreso Nacional de los Estados Unidos de América, desde donde Francisco habló no sólo a los norteamericanos, sino al mundo entero.