He tenido el inmerecido privilegio de crecer en la vida cristiana y en la vocación sacerdotal a la sombra de Don José
(Christopher Hartley, misionero en Etiopía).- El día primero de octubre de 2015, Fiesta de Santa Teresa del Niño Jesus, nuestro Santo Padre el Papa Francisco, ha declarado VENERABLE al sacerdote español José Rivera Ramirez, de la Archidiócesis de Toledo.
¿Qué supone que D. José Rivera sea «venerable»?
La palabra «venerable» significa literalmente «digno de veneración». La Iglesia otorga este título oficialmente sólo a aquellos hijos suyos que han vivido todas las virtudes evangélicas en grado heroico. Así, tras un proceso de investigación verdaderamente exhaustivo, en el que no se supone nada, sino en el que ha de quedar demostrado todo con pruebas claras e inequívocas, referidas a cada una de las virtudes teologales y cardinales, la Iglesia dicta que reconoce que este hijo suyo ha respondido a la gracia de Dios de manera heroica en el ejercicio de las virtudes.
No es, por tanto, un simple título honorífico o de dignidad. Es el título con el que la Iglesia propone este hijo suyo como admirable y modélico por sus virtudes, digno de respeto y de imitación, «venerable». Esta propuesta oficial y pública de la Iglesia nos estimula a todos a fijarnos en el venerable José Rivera no sólo como en alguien a quien subjetivamente nos gusta admirar, sino como alguien a quien la Madre Iglesia le gusta que admiremos, respetemos e imitemos, como a un hijo suyo modélico por sus virtudes.
En este primer escalón del Proceso de Canonización, la Iglesia ha reconocido lo ejemplar que ha sido la vida de D. José Rivera. El siguiente escalón llegará cuando la Iglesia reconozca que, además de admirar sus virtudes y de imitarlas, debemos acogernos a su intercesión porque haya quedado comprobada su eficacia por la demostración de algún milagro realizado. Entonces será proclamado «beato» por la autoridad de la Iglesia, y será propuesto para que le tributemos culto público y oficial en la Diócesis de Toledo, y en donde disponga la Santa Sede. El siguiente escalón llegará cuando se pueda comprobar y demostrar otro milagro, realizado después de la beatificación. Entonces será proclamado «santo» por el Papa, y será propuesto para que se le dé culto público en toda la Iglesia Universal.
Tras la proclamación de venerable, nuestro deber es admirar, respetar e imitar a D. José Rivera en sus virtudes. Y, además, acogernos a su intercesión privada pidiéndole las gracias ordinarias y extraordinarias que necesitamos, incluyendo, por supuesto, la realización de algún milagro que manifieste la gloria de Dios a través de su intercesión.
En la Capilla del seminario de Santa Leocadia de Toledo, a los pies del altar de San José, yacen los restos mortales de Don José Rivera Ramírez. Sacerdote diocesano de la Archidiócesis de Toledo e hijo de esa misma ciudad.
Sobre de la lápida que hoy cubre su cuerpo hay escrito un epitafio encima de su nombre: «Padre de los pobres. Maestro de vida espiritual. Formador de sacerdotes». Debajo de su nombre hay escrita una sola palabra: «Sacerdote».
Recordemos como Dios Padre le ha hecho una promesa a los hombres: «Os daré pastores según mi corazón» (Jer 3,15). Esa promesa que fue cumpliendo a lo largo de la historia del pueblo de Israel, la ha llevado irrevocablemente a su realización definitiva en su Hijo único Jesucristo. Por ello, Cristo Jesús es el único que puede decir: «Yo soy el Buen Pastor» (Jn 10,10).
Los que hemos tenido el inmerecido privilegio de crecer en la vida cristiana y en la vocación sacerdotal a la sombra de Don José, sabemos en lo más profundo de nuestro corazón que una vez más Dios Padre ha sido fiel a su promesa, no únicamente porque ya la ha cumplido de una vez y para siempre en su Hijo Jesucristo, sino porque en nuestra particular y pequeña historia de salvación, la bondad y la misericordia del Padre nos ha sido revelada por la vida y la obra de este extraordinario sacerdote. Todos aquellos a quienes se nos concedió reconocer la mano y el poder de Dios obrando a través del sacerdocio de Don José supimos y experimentamos que ciertamente Cristo Buen Pastor, Sacerdote y Esposo seguía pastoreando nuestras vidas con ternura infinita.
Todos los que nos acercamos a la caridad de Dios manifestada en la vida de este maravilloso hombre, estamos firmemente persuadidos, al volver la vista atrás, que Cristo Buen Pastor pasó por nuestras vidas y nos concedió conocer su misericordia infinita no por medio de un pastor cualquiera, uno como tantos otros, «nosotros sabemos y damos testimonio» de que por nuestra vida ha pasado Dios en la persona de un hombre que se dejó transformar y abrasar por su amor. Nosotros sabemos y damos testimonio de que por nuestra vida ha pasado un hombre «según mi corazón».
Huella viva de Dios en nuestras vidas
Conocí a don José Rivera en septiembre de 1976, comenzaba en el Estudio Teológico de san Ildefonso el curso escolar 76-77 y como a última hora falló el profesor de Historia de la Filosofía, le pidieron a él que se hiciese cargo de esas clases. Ya el curso anterior don Demetrio Fernández, recién ordenado sacerdote y unos buenísimos amigos míos seminaristas de los ORC, Prisciliano Hernández y Gildardo Álvarez que vivían con nosotros en el seminario por aquel entonces y ya se dirigían con él, me dijeron: «ahora que pasas de COU a primero de filosofía, pídele a don José que sea tu director espiritual; es un santo».
Tenía yo por aquel entonces diecisiete años y poquísima idea de lo que era eso de la santidad, sin embargo, fascinado por lo que me habían contado de él, le esperé a la salida de la primera clase y «le pedí hora». Me citó para esa misma tarde, fui temblando de la emoción, ¡yo quería ver un santo, aunque no sabía lo que era! Después de encontrar el timbre con no poco esfuerzo y nervios, y ver una puerta monumental que misteriosamente se abría sola (tenía un sistema de cuerdas de lo más curioso para abrir desde el segundo piso…), me senté delante de él y lo primero que me preguntó fue: ¿y qué es para ti la liturgia? Le debí de mirar con cara de total pasmo y perplejidad, porque acto seguido se pasó una hora de reloj explicándome a mí, a mis diecisiete años y apenas una semana en primero de filosofía, lo que era la liturgia, con todos sus pormenores y la relación de esta con la llamada a la santidad.
La verdad es que salí de allí convencido de que había conocido un hombre fuera de lo común, no sabía decir por qué, no le había entendido ni una palabra (literalmente ni una, porque la primera vez que se le escucha no se le entiende fácilmente). Lo que no olvidé, ni se me ha borrado jamás de la mente era la tabla que tenía para dormir, detrás del escritorio al que estaba sentado él hablándome. Yo no le quité el ojo a esa tabla ni un instante, yo quería saber como vivían los santos y me quería fijar bien. Volví al seminario «contagiado», no sabía decir lo que tenía aquel hombre en esos ojos azules como el fondo del mar, pero sabía en cada fibra de mi ser que yo junto ese hombre llegaba hasta el final. Por supuesto que nada más volver al seminario me puse a contárselo a todo el mundo. Yo en ese instante no lo sabía, ciertamente, pero es evidente al recordar aquel primer encuentro – y se confirmaría de un modo indeleble al paso de los años – que la fuerza que emitía este sacerdote, la eficacia de su caridad pastoral ardiente, no era otra que la fuerza del testimonio. Palabra ésta que tantas y tantas veces le habríamos de oír repetir al hablar de Jesucristo y de los santos.
No sólo es interesantísimo conocer de viva voz el impacto que hacía él en la vida de la gente que se le acercaba, sino que es importante a su vez saber quiénes eran los que se le iban «juntando» a este sacerdote. Qué buscaba el que le buscaba, y qué rechazaba el que le rechazaba.
Ciertamente que todos los que a él poco a poco nos fuimos acercando, éramos gente inmensamente diversa en cuanto a lugares de procedencia, edad, experiencias de vida anterior… sin embargo, algo teníamos todos en común, y es que éramos gente «inquieta», jóvenes apasionados y, además ansiosos y dispuestos a vivir la vida apasionadamente.
Si bien es verdad que con diecisiete años no se sabe casi nada de nada; sin embargo, al menos uno se daba cuenta que este hombre recién llegado a Toledo iba despertando entusiasmos incondicionales lo mismo que un rechazo irracional y visceral en muchos otros, lo que no hacía este hombre, este sacerdote, era dejar a nadie indiferente.
Desde el primer encuentro me quedó la sensación vivísima de que este sacerdote encendía fuego en el alma y que si te acercabas a él te ibas a abrasar. Esto era «o lo tomas o lo dejas», no había nada en medio, los planteamientos de vida espiritual eran tajantes, radicales, cortantes, a la vez que, curiosamente, salías de allí con una paz inmensa, indefinible, con la certeza de que nadie te había exigido nada. A don José, por más que le insistieras una y otra vez «qué es lo que tengo que hacer» jamás te daba «recetas», las contestaciones eran algo así como: ábrete al Espíritu Santo, trata de ser dócil a la gracia, ve haciendo lo que puedas con paz, revísate en los apegos…
Elegir a don José como director espiritual era lanzarse a la aventura, un viaje sin retorno, una aventura llena de confianza y de una certeza absoluta en los brazos providentes de Dios, pero ¡aventura al fin! Sabías que era un viaje sin billete de vuelta, radical. Oírle hablar era ver desmoronarse tu vida, tus supuestas certezas, tus pseudo-convicciones, tus condicionamientos sociales, las muletillas y «paños calientes» del mundillo clerical del momento; te ofrecía a cambio un nuevo modo de vivir apoyado no en certezas humanas sino en las Personas Divinas, creérselo, fiarse era ir dándose cuenta de que te iba a cambiar la vida para siempre. Qué duda cabe, que don José nos enseñó a vivir la vida cristiana apasionadamente y sobre todo nos enseñó con la palabra y el testimonio a enamorarnos de Jesucristo, convencidos de que íbamos a ser santos.
Un hombre con los labios siempre pegados al madero de una cruz
Hablar de don José, sacerdote, es ante todo hacer memoria de la vida de un hombre que se empeñó en vivir crucificado. El amor a Cristo, la contemplación sabrosa de la pasión del Señor le movía a buscar cada vez más «plantar» la cruz como signo de redención y de vida eterna. La importancia de la cruz afloraba tan frecuentemente en sus labios, se repetía tanto en sus charlas, que después de haberle tratado una temporada, casi por ósmosis, la importancia capital de la cruz pasaba a formar parte del vivir y la manera de entender la vida de todos los que le escuchaban.
Desde hacía años, pasaba don José muchas noches en la capilla, en adoración al Santísimo Sacramento, sin acostarse, sin dormir; lo hacía la noche del jueves al viernes, también lo hacía ante acontecimientos importantes para la Iglesia universal o diocesana, lo ofrecía por el seminario, por el papa, por el obispo; también lo hacía antes de algún aniversario especialmente significativo para su sacerdocio (aniversario de su ordenación…).
La tarde que se celebraba en el seminario mayor de san Ildefonso el claustro ordinario de profesores presidido por el señor Cardenal, durante la primavera de 1978, don José salió corriendo hacia el seminario con el tiempo contado (¡como siempre!), al ir a bajar las escaleras de su casa apresuradamente, tropezó con la sotana y rodó escaleras abajo, hasta el primer descansillo donde había un enorme paragüero de cerámica que literalmente partió con la cabeza en mil pedazos. Se hizo una enorme brecha en la cara, junto a la oreja. Ana María su hermana, le ayudó a llegar hasta su habitación para acostarse en la tabla (en aquel tiempo dormía en una tabla que después desapareció). Su hermana llamó al seminario para pedir ayuda, nos localizaron a dos: a Emilio Ramos, seminarista puertorriqueño de segundo de teología, el enfermero de aquel año y a un servidor que fue a buscar un coche.
Llevamos a Don José hasta el coche entre los dos y salimos hacia el hospital Provincial, por el camino -a pesar de que sangraba abundantemente debido al corte que se había hecho a la altura de la oreja- él bromeaba con su inconfundible buen humor. Fue ingresado inmediatamente en «urgencias» y los médicos que le atendieron nos hicieron salir de la sala. No habíamos hecho más que salir cuando oímos gritos de exclamación procedentes de la habitación, se abrió la puerta y nos hicieron pasar. Ya le habían quitado la sotana y la camisa, totalmente perplejos entre exclamaciones nos preguntaron: «¿¡qué es esto!?» señalando el torso de Don José, contestamos los dos a la vez: «un cilicio», acto seguido los médicos con cara de total pasmo y sin dar crédito a sus ojos procedieron a cortar la cuerda.
Así vivía Don José los claustros del seminario, así se preparaba para ellos; la noche entera de la víspera en adoración al Santísimo y envuelto en cilicios. Nadie podrá decir que su gran aportación a la buena marcha del seminario estaba en sus brillantes intervenciones orales durante los claustros; no cifraba en ello su progreso. Don José estaba persuadido en cada fibra de su ser, que sólo haciendo presente la cruz de Jesucristo se podía transformar el seminario, se podría transformar el mundo. Si la medida del amor de una persona se puede calibrar por su capacidad de sufrimiento en favor de la persona amada, el amor de Don José por los hombres lo daba, también su capacidad de sufrir todas estas penitencias externas.
La cruz, en todas sus manifestaciones, fue sin lugar a dudas uno de los pilares sobre los que se apoyaba la conciencia de su ser sacerdotal, de su identidad y de su misión en favor de los hombres. La cruz le vino siempre al encuentro desde su más tierna infancia, por los avatares de la vida, las enfermedades, los dolores de espalda, los contratiempos…
Pero Don José no sólo había abrazado la cruz que le venía; fue él quien le salió al encuentro, la buscó apasionadamente, la buscó con verdadera imaginación, en las penitencias de todo tipo que a lo largo de su vida ideó. Fueron tantas, que únicamente una biografía detenida podría dar cuenta aproximada de la cantidad, la diversidad y la tenacidad con la que las sufrió. En la medida en que se fue agrandando su caridad, iba creciendo en esa misma medida su capacidad de sufrir, de llevar más cruz, de unirse más indisolublemente a ella. Don José buscaba la cruz con muchísimo más ahínco que los hombres de este mundo hayan buscado el alivio y la comodidad.
La cruz era para don José la fuente de la única vida, de la vida verdadera; era en todo su ser y su actuar, auténtica declaración de amor. La buscaba sobre todo por ser ella árbol de vida eterna para la Iglesia y para todos los hombres, de ahí que repitiera hasta el aburrimiento las palabras del papa Pío XII en la Encíclica Mistici corporis: «Misterio verdaderamente incomprensible es que la salvación y la santificación de muchos dependa de los sacrificios y voluntarias mortificaciones del resto del Cuerpo Místico». Sin embargo, la cruz era también auténtica necesidad psicológica, don José necesitaba expresarle su amor a Dios en todas sus posibles manifestaciones. El amor busca manifestarse como una madre siente necesidad de expresarle su amor a un hijo. Don José necesitaba expresarle a Cristo y a la Iglesia su amor cada vez más hondo de la misma manera y con el mismo «lenguaje» en que este amor le había sido manifestado a él: por el misterio del Gólgota.
La cruz fue la gran aliada de don José. Era el criterio definitivo de discernimiento del paso de Dios por su vida y por la vida los demás. Las cosas le importaban por lo que tuvieran de cruz, escogía las tareas pastorales por lo que más inmediata y explícitamente derivaran de la cruz y a ella movieran. Cuando era clara la voluntad de Dios en algo, procuraba siempre realizar esa tarea con la máxima dosis de cruz.
En este aspecto tan fundamental de su vida como en todos los demás, don José no tenía recetas prefabricadas ni para él, para nadie. Él vivía y enseñaba a vivir la gratuidad del don recibido. Para vivir la cruz no tenía tasas ni tarifas y ante la insistencia, a veces machacona, de sus dirigidos (¡casi siempre seminaristas y principiantes en los caminos de la vida espiritual!), que una y otra vez le preguntaban qué es lo que tenían que hacer para la semana próxima y cuanto («cuánto tengo que ayunar», «cuánto me pongo el cilicio», «cuánta oración tengo que hacer»…) la respuesta era invariablemente la misma: «haz lo que puedas hacer con paz, ¿qué te pones nervioso? lo dejas y pide la luz y la gracia para ello; será que Dios ahora no te lo concede…».
La cruz era para él, como todo en la vida espiritual, pura gracia. Gracia inmerecida. Gratuidad de Dios Padre, amor paternal que había que acoger con inmensa gratitud. Por lo que se refiere a la cruz como a cualquier otro aspecto de la vida interior la iniciativa era siempre de Dios.
Un seminarista comentó en una ocasión respecto a la dirección espiritual con don José y específicamente en lo referente al tema de la cruz y la mortificación: «es la persona más radical que he conocido jamás y la menos exigente con la que haya tratado nunca». Él proponía la cruz, plantaba la cruz en tu vida, hablaba de ella continuamente, además en un tono tremendamente optimista, positivo, fecundo y sobre todo la vivía en proporciones verdaderamente pavorosas, muchas de cuyas expresiones exteriores no llegarán a saberse jamás.
Fue obediente hasta la muerte
La obediencia fue sin lugar a dudas uno de los aspectos más importantes sobre los que don José edificó su sacerdocio y que con más insistencia quiso inculcar a todos aquellos que se acercaron a él en busca de una palabra de luz fuera cual fuera su misión y su lugar en la Iglesia. Sin embargo, insistía sobre todo en la importancia de la obediencia para los sacerdotes y seminaristas de cuyas vidas se sentía responsable. La obediencia era en don José un elemento fontal de la espiritualidad sacerdotal.
Don José era capaz de obedecer a cualquiera, veía las posibilidades de su realización por doquier. Precisamente porque se sentía siervo de todos, porque le repugnaban los honores y «los derechos» de los que se había despojado hacía mucho tiempo, era capaz de obedecer a todos.
Obedecía a cualquiera porque no se sentía dueño de nada, de su tiempo, de sus cosas (las pocas que tenía), de su vida, de su cuerpo, de su salud… La obediencia era una realidad teológica, metafísica, consistía para él sobre todo en sentirse administrador de una vida, de un don, el don de su sacerdocio y todo lo que éste conllevaba.
No obstante lo dicho, evidentemente la obediencia como relación con el Obispo fue el culmen de una vida gastada no en hacer su voluntad, sino la voluntad de Aquel que le había enviado y que para él pasaba concretamente por la «especie sacramental» del Obispo.
Probablemente no haya llegado aún el tiempo de estudiar este aspecto de la vida de don José y sea necesaria la serenidad y objetividad que da la historia para analizar en profundidad la relación de don José con los sucesivos obispos con quienes a lo largo de su ministerio se vio llamado a colaborar. En Toledo lo hizo con los Cardenales Enrique Pla y Deniel, Vicente Enrique y Tarancón y Marcelo González Martín. Durante su estancia en la diócesis de Palencia colaboró con Don Anastasio Granados, que había sido durante sus años de Toledo, su director espiritual.
No hay lugar a dudas en la mente y el corazón de aquellos que no sólo vivieron cerca de don José sino que de verdad le conocieron a fondo, que la obediencia y específicamente la obediencia al obispo fue en él del todo heroica. Al final de su vida, en la etapa última la obediencia se convirtió para Don José en un martirio. La obediencia por amor a Cristo y a la Iglesia fue la causa de su muerte.
Obediencia a sólo Dios y sus deseos, deseos que él ansiosamente devoraba en la escucha de la palabra de Dios, en la liturgia, en las mil y una manos que hacia él se extendían de parte de tantos y tantos menesterosos del cuerpo y del alma: jóvenes, pobres, sacerdotes, gitanos, familias, seminaristas,…
Sin embargo, en la vida de don José sin lugar a dudas fue la obediencia al Obispo la que le llevó a brillar con mayor fulgor en esta virtud sobrenatural. La obediencia al Obispo era para él fuente de alegría y la certeza de que los caminos por los que avanzaba hacia el corazón de Dios eran los acertados; pero fue también la obediencia la causa de su agonía más dolorosa.
Todo el que se acercó a él con corazón limpio y deseo de aprender, descubrió en él y escuchó un sin fin de veces hablar de la obediencia. Lo oían las madres de familia que se quejaban de no poder hacer más oración o no poderse dedicar más a las obras del apostolado, o que cometieran el «error» de insinuar que: «¡claro! para las monjas es muy fácil santificarse porque siempre saben lo que tienen que hacer en el horario del día», a lo que él siempre respondía que obediencia y mucha era la de levantarse una madre a cualquier hora del día o de la noche en cuanto se lo requiriese un hijo.
Jamás «clericalizó» la vida de los seglares ni «secularizó» la vida de los sacerdotes o religiosas; ¡pero de la obediencia no se libraba nadie!
La obediencia adquirió en su relación con el Obispo una extraordinaria madurez y fecundidad sobrenatural. No sólo obedecía (en el simple hecho de hacer mecánica y monótonamente lo que quería el Obispo); Don José «se tomaba la molestia de obedecer», es decir, se tomaba en serio, radicalmente en serio lo que dijeran sus superiores, desde el Papa hasta el Rector del seminario, no le costaba el más mínimo esfuerzo actualizar la fe en la presencia real de Jesucristo en cualquiera que él supiera que había sido escogido por Cristo para revelarle sus caminos, su voluntad. Sin embargo, se molestaba en conocer «la mente» del superior, lo que decía y lo que quería decir, preguntaba, rezaba, ofrecía sugerencias, se mortificaba para alcanzarle luces, denunciaba errores, alentaba decisiones heroicas, jamás criticaba pero no se engañaba ante los errores y torpezas e incluso pecados de los que eran sus superiores.
En él la obediencia tenía en las Personas Divinas y en el misterio de la humillación del Verbo su fundamento teológico, cristológico y eclesial más inamovible y fecundo. Insistía con todos sus dirigidos, de cualquier clase y condición, en la importancia de la obediencia porque esta pertenecía al patrimonio de la espiritualidad universal más netamente evangélica.
Obedecer no era para él ni adular ni ganarse las simpatías del superior. No le importaba lo más mínimo la que el superior pensara de él; no le importaba nada las consecuencias que para su vida personal pudiese tener este modo de obedecer. Igual que tenía clarísimo que el Obispo era verdadera «especie sacramental», de la misma manera podía denunciar sus mediocridades sus responsabilidades y culpabilidades ante la situación tan deplorable que presentaba la Iglesia. Don José repitió por activa y por pasiva: «la Iglesia se está hundiendo a ojos vista, por lo menos en España y los Obispos son los primeros responsables y culpables». Pequeño testimonio de esto es lo que le escribía a un sacerdote joven que le consultaba una decisión a tomar que conllevaba un posible «ascenso» eclesiástico. La carta vale por todo un tratado sobre el consejo evangélico de la obediencia y es fiel reflejo de sus actitudes frente a los obispos:
«Un ascenso de categoría, en cuanto signifique mayor amplitud de campo pastoral, es perfectamente aceptable. pero si como parece inevitable incluye un descenso de vida evangélica, poco menos que inevitable, o por lo menos una lucha continua para mantener una actitudes evangélicas, tanto individuales como pastorales tal como procuras llevar y puedes hacerlo sin graves dificultades, me parece que la negativa se impone como claramente preferible.
Si te permiten continuar ahí con el mismo ritmo de vida que vas desenvolviendo, lo mejor es que sigas, se te llame lo que se te llame: Monseñor, obispo auxiliar, cardenal primado del mundo… Pero si el cambio de cargo acarrea mudanza de estilo de vida, me parece evidente que no es bueno aceptar»1.
Si alguno quizá juzgara un tanto exagerado lo dicho anteriormente de Don José en cuanto a su exacta obediencia a la vez que su juicio respecto de la grave misión de los obispos y su idea de lo que es la verdadera obediencia sobrenatural, léase lo que a continuación dice en la misma carta:
«Meterse en una organización no evangélica – para que vamos a disimular – no es bueno sin más. Tendría que haber indicios evidentes – un mandato singular del Papa en persona para q. se hiciera aceptable. Yo creo que la Iglesia se va hundiendo precisamente por entender la obediencia demasiado ‘eclesiásticamente’ a despecho de lo realmente y evangélicamente, digamos eclesial… Muchos santos, como nuestro Padre S. Ignacio, llegaron a incluir en sus órdenes la prohibición de aceptar el episcopado. Muchos más se resistieron una y otra vez a ser nombrados Obispos. Algunos acabaron siéndolo más tarde; otros murieron sin serlo… pero alcanzando la plena santidad…
Yo diría: no aceptes, procura seguir como estás, y si llega un momento en que no te admiten en esa diócesis, quiere decir q. el Señor te tiene preparada otra… más ‘humilde’, más pobre…».
En esta bendita organización en q. nos movemos vale más el testimonio de elegir valores evangélicos, que la aceptación sin más de una posibilidad – muy discutible en este caso – de disponer de campo más amplio. Desde tu santificación individual y desde el planteamiento apostólico, pienso q. es clara – lo q. no es claro es q. yo no me equivoque: no dejo de ser falible – la respuesta por dar: q. no Sr. Cardenal, que me revientan esas maneras de vivir… y que no veo razón cristiana para dejarse enredar.
Es triste y aun tristísimo tener q. hacer estas distinciones; pero es evidente q. hay que hacerlas, y elegir entre el evangelio y los Cardenales, q. necesitan, todavía al cabo de los siglos, una eminentísima y reverendísima reforma […]»2.
En don José, la obediencia era constitutiva de su identidad cristiana, de su personalidad, de su manera de entender su lugar en la Iglesia. Obedecer era amar, era ser libre, libre para darse, libre de la esclavitud de actuar autónomamente movidos por la «carne», el propio egoísmo. La obediencia le garantizaba que «no estaba corriendo en vano», que sus tareas apostólicas no brotaban de la carne sino que tenían al Espíritu Santo en su misma raíz.
Don José consiguió que los que se le acercaban no vieran la obediencia como una especie de «mal necesario» para la santidad sino todo lo contrario, con una pedagogía verdaderamente evangélica, ayudaba a entender que en definitiva la obediencia era cuestión de amor. Obedecer era poder decir «sé de quién me he fiado» y abandonarse en los brazos amorosos del Padre Dios.
Es cierto que la obediencia tenía un lugar central en su manera de guiar a las almas por las sendas de la vida interior, a cada una a su manera y según su lugar en la Iglesia. No obstante es cierto que había gran multitud de rasgos comunes para todas las vocaciones: escuchar la palabra de Dios, la Liturgia de la Iglesia, le gustaba enseñar personalmente y animar continuamente a los seglares a que rezaran la Liturgia de las Horas. Nunca les exigía nada ni les fijaba metas estrechas pues decía: «y ¿qué sé yo si el Señor te está concediendo esa gracia?» invitaba a cada uno a hacer lo que pudiera, con paz, sin conformarse con lo ya alcanzado, invitaba a pedir confiadamente todo y sólo lo que el Señor «no podía no querer conceder, lo cual de paso ayudaba a purificarse de los famosos «deseos inútiles», inútiles por su mismo objetivo o inútiles porque, aun siendo bueno lo que pides el Señor no te lo quiere conceder».
Un ejemplo particularmente asombroso de su capacidad de querer complacer a Dios Padre en todo haciendo sencillamente lo que en ese momento le parecía a él que la Iglesia le pedía, me ocurrió un mes antes de mi ordenación.
Era a primeros del mes de octubre de 1982, yo era diácono y apenas si me faltaba un mes para ser ordenado presbítero. Acababa de llegar a Madrid la madre Teresa de Calcuta, le pedí a ella si, por favor, no vendría al seminario mayor de san Ildefonso de Toledo para hablar a los sacerdotes y seminaristas de la diócesis. Accedió y la cita quedó concertada con don Jaime Colomina como vicario del clero, y con don Estanislao Calvo, rector del seminario, para dos días después. A la única persona a quien llamé para invitar fue a don José, para mí era cómo lo más importante que me pudiera ocurrir, que estas dos personas, que tan hondamente habían marcado mi vida, se conocieran.
Llegó el día y allí aparecimos en Toledo con la madre Teresa; la voz se había corrido por la ciudad y la provincia como un reguero de pólvora. La gente aguardaba arremolinada en la Plaza de san Andrés, el patio central del Corazón de Jesús estaba repleto de seminaristas, seglares, jóvenes de la ciudad, sacerdotes de pueblos vecinos; en la capilla no cabía un alfiler.
La madre Teresa comenzó la charla y yo hacía la traducción, habló – como siempre – de los pobres más pobres, de la heroicidad de tantas y tantas misioneras de su congregación que, en su esfuerzo por llevar el Evangelio de Jesucristo hasta los confines de la tierra arriesgaban la vida cada día. Nos pidió no olvidar jamás que el mismo Señor que había dicho durante la Última Cena la noche antes de padecer, con un pedazo de pan en las manos: «esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros» (Mt 26,26) era el mismo Cristo que dijo: «cuanto hicisteis al más pequeño de estos mis hermanos, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). Mientras iba traduciendo lo que decía la madre Teresa trataba de buscar con la mirada a don José, por fin me rendí a la evidencia de que no había venido y la verdad es que me dolió.
Al terminar la charla, la madre Teresa volvió al coche para regresar a Madrid, conducía yo y ella iba sentada delante. Al salir de la plaza de san Andrés e ir a entrar en la plaza de Santa Isabel, nos topamos con don José que venía por la calle. Paré el coche, él se asomó por la ventanilla mía, y le dije: «Le presento don José a la madre Teresa», se dieron la mano delante mío y él le dijo: «Madre, que siga haciendo tanto bien por el mundo entero», me alegré inmensamente de que se hubiesen podido conocer pero me dolió que no hubiera venido don José a la charla.
En la siguiente dirección espiritual, no me aguanté y le pregunté: «don José, por qué no vino usted el otro día a la charla, mire que fue usted a la única persona a quien llamé desde Madrid para que fuera», me contestó lacónicamente: «había quedado con una señora para dirección espiritual a esa hora y eso es lo que Dios quería que hiciera en ese momento», no me atreví a decir más.
«Señor, ya no tengo nada de cuanto tu amor me diera, todo lo dejé en la arada, en tiempo de sementera»: la pobreza evangélica
Con este verso del gran poeta español José María Pemán, nos adentramos una de las facetas más apasionantes de la vida de don José, la pobreza. No hay lugar a dudas de que la pobreza fue uno de los aspectos más llamativos de su manera de vivir la vida interior y uno de los motivos de que fuese más virulentamente criticado. Predicó interminablemente sobre ella y nos invitó a todos, sin excepción, a vivirla en la medida de nuestras posibilidades, de nuestra peculiar vocación en la Iglesia y sobre todo, en proporción a la gracia recibida.
Para don José, la pobreza, como todo en la vida espiritual, era una gracia, un don que Dios le concede al hombre, expresión de la completa dependencia de la paternidad de Dios, para él no entrañaba riesgo ninguno, no veía ninguna temeridad en darle a Dios la oportunidad de revelarse como Padre de todos los hombres. Le reventaban los seguros, sobre todo en el caso de los sacerdotes, le parecía absolutamente inadmisible que los tuviéramos. Nos invitó muchísimas veces que le dijéramos al Obispo que no queríamos tenerlos, que no nos hacían ninguna falta y que era muchísimo mejor vivir de la providencia de Dios que de la supuesta «providencia» de los hombres.
Para él los seguros y los bienes de este mundo no le parecían una gracia ni le daban seguridad para nada, al contrario, le parecían una des-gracia, una falta de gracia, una cerrazón del corazón a la paternidad infinitamente delicada y tierna del Buen Dios.
Como, la pobreza era en su mente y en su corazón, «evangelio», es decir, una buena noticia, una noticia maravillosa, no le parecía que le estaba amargando la vida a nadie, ni a sacerdotes, ni a seminaristas ni a seglares. Cuando nos invitaba a ser pobres, le «reventaban» los matices, las exégesis sibilinas y los distingos; llegado a este punto de sus charlas en ejercicios espirituales o en un día de retiro, normalmente aceleraba considerablemente la voz y le subía el volumen, le parecía insoportable tanta exégesis de filigrana, le hastiaban tantos párrafos aguados del Evangelio, en los que el Señor invitaba a vivir la pobreza como verdadera bienaventuranza, como bendición de Dios, como causa de nuestra alegría más honda y personal.
Cuando empezamos a hacer tantos regateos y distingos sobre la pobreza, lo que el Señor quería o no quería decir, si era la pobreza material o la espiritual… bramaba contra todo intento de desacreditar la palabra en Dios en este punto (como en cualquier otro), cuando ya lo había dicho todo, o al menos todo lo que se le ocurría en ese momento, decía: «¡pues la pobreza es la pobreza, mire usted! ¿quiere usted saber lo que es un pobre, quien es pobre y quien no lo es? ¡sencillísimo! pregúnteselo a los pobres mismos, que ellos le dirán si tal persona es pobre o no lo es».
Salíamos todos de esas charlas más bien abochornados y «atravesados» por sus palabras de fuego al tiempo que inmensamente esperanzados. Nos fiábamos de él, no sabíamos si la cosa era así de fácil como él la pintaba, pero nos fiábamos de don José: «lo dice don José…». No necesitábamos pruebas racionales, sabíamos de quien nos habíamos fiado y estábamos dispuestos a «hacer la prueba».
Era muy común en él respecto al tema de la pobreza oír en las direcciones espirituales en torno al tiempo de la cuaresma: «ya que la obediencia nos manda tener cuentas corrientes, lo cual me parece muy mal (la obediencia era el verdadero criterio para él del modo y medida en que se había de vivir la pobreza), por lo menos tengámoslas ‘a cero’ y repartamos entre los pobres lo que es suyo».
Una vez le llamé de Nueva York a Toledo para consultarle diversos puntos de dirección espiritual y después de contestarme todo lo que le pregunté me dijo: «oye, ¿tienes dinero que puedas mandarme? es que tengo que pagar las letras de una furgoneta de unos gitanos». A la mañana siguiente salía una carta con lo que había. Así era él, no tenía la menor sensación de vergüenza, de atropello, de abuso de los demás, de temeridad; o Dios es Padre o no es Padre. Para don José, pedir así el dinero era la ocasión de darle a alguien la oportunidad de compartir con los hermanos pobres lo que era suyo, nuestro, de todos, de la Iglesia (repetía hasta la saciedad que normalmente la mano no le da las gracias al pie por haber andado. Somos uno, literalmente una sola cosa en el cuerpo de la Iglesia.)
Su hambre de ser pobre era contagiosa, daba ganas de «probar», de intentarlo, de ir haciendo nuestros «pinitos». Nos ayudaba él a entender que la riqueza era señal de emancipación de la casa paterna y ser pobre era, paradójicamente, señal de que uno era «de la casa del Padre», no tener que llamar nada «mío» porque todo es de mi Padre. Invitaba a procurar el desvalimiento, a no querer tener cosas, buscando «la inseguridad» para vivir no sólo como hijo, sino para dar también testimonio de esta filiación divina.
No podía entender como podíamos mirar un crucifijo, ver a nuestro Señor Jesucristo desnudo y querer seguir teniendo cosas. Si nos tomamos en serio la realidad del Cuerpo Místico ¿cómo puede Cristo, cabeza de este cuerpo, vivir, por ejemplo, la décima estación del via crucis, «Cristo despojado de sus vestiduras» y en cambio otro miembros del cuerpo «banquetear espléndidamente» al modo del rico Epulón?
En don José, amar la pobreza era amar el modo como el Hijo de Dios deliberadamente escogió vivir en este mundo y llevar a cabo la obra de la redención encomendada por el Padre. Era expresión de amor a la cruz de Cristo, entender que la vida cristiana es «vivir crucificado con Cristo» (Gál 2,19). Nos invitaba a buscar activamente la pobreza para completar lo que falta a la cruz de Cristo (cf. Col 1,24).
Para don José no había lugar a dudas de que la pobreza tenía verdadero carácter martirial, era dejarse comer, «devorar» por los demás. Vivir y ser pobre estaba inseparablemente vinculado al misterio eucarístico, ¿cómo podía uno convertirse en aquello, en Aquel que se comulga y no dejarse romper y comer como el cuerpo de Cristo en el altar? Dejó algo escrito al respecto en unos apuntes de su diario durante la Semana Santa de 1985, la entrada del día 2 de abril dice así:
«La Semana Santa… La Pascua ¿vivirlas persiguiendo más largos ratos de soledad, de recogimiento? o simplemente ¿tratando de vivir la experiencia del ser comido, de entregarme a quienquiera para que me vean y me hablen y no dejen satisfacer ni el mínimo de sueño? Probablemente sea esta segunda la actitud asignada por el Padre este año. Recibir chispazos de luz, que no pueden ser desarrollados a mi grata manera humana, racionalmente, buscando la expresión humana, ni en el pensamiento, ni en los pormenores de ejecución. Compartir modestísimamente, en las diminutas dosis que permite mi infantilismo, esta sensación de ‘bien mostrenco’ que puede tomar el primero que pasa. Y que no toma sin educada petición, mientras que a Jesús lo tomaron con facha de dominadores…»3.
Ser comido, ser devorado por cualquiera, por todos. Ser pobre por amor a los pobres. Don José llegó a querer de tal manera a los pobres, que sobre todo en la etapa final de su vida eran citados prácticamente en todas sus charlas. Los gitanos eran los primeros en el orden de sus preferencias junto a los sacerdotes. A los que estábamos cerca de él nos daba la sensación de que o les querías tú también a los pobres, sus pobres, o te acababa dando celos por la atención que les dedicaba, lo que les atendía, les quería, hablaba de ellos y con ellos.
Don José llevaba clavado en lo hondo de su corazón el nombre, el rostro y la vida de cada uno de sus pobres. Eran para él una página viva de la Pasión de su Señor. Le dolía profundísimamente que se les humillara, que no se les atendiera enseguida. No entendía por qué a los sacerdotes se les hace tales deferencias, se les conceden tantos honores y privilegios, mientras que los pobres, aquellos a quienes el mismo Hijo de Dios había llamado «benditos de mi Padre» (Mt 25,34) siempre tienen que esperar, siempre tienen que venir más tarde, siempre tienen que sufrir y sufrir. Sobre todo le dolía y le llenaba de indignación si los que tenían esta actitud eran jerarcas y pastores de la Iglesia.
Don José veía una íntima conexión entre el ayuno y el amor a los pobres, sus ayunos de comida daban espanto, gozaba de una capacidad de aguante casi inimaginable. Una vez fui a dirección espiritual y justo antes de empezar me dijo que me sentara y que me esperara, al poco regresó con un bocadillo de considerables dimensiones (estábamos en plena cuaresma). Por hacerle una broma le dije: «don José, vaya cuaresma que se está pegando…», a lo que me contestó si pensárselo dos veces, como quien no quiere la cosa: «mira, llevo tres días sin comer y me estoy mareando del hambre que tengo». Yo, sin palabras…
Veía la pobreza como un medio eficacísimo para el apostolado, cuanto más pobres fuesen los medios que se utilizasen más podría brillar el poder de Dios, más evidente sería la desproporción, entre la pobreza del hombre y la acción del Espíritu Santo. Cuanto más se parecieran nuestras «estrategias apostólicas» a las de un sindicato o un partido político más ineficaces le parecían esos planes, más contrarios al modo de obrar el Espíritu Santo en los Apóstoles y en los santos.
Hablando del trato de don José con los pobres es importante recordar que estos constituían para él uno de los puntos de apoyo más sólidos para la edificación de la Iglesia, junto con la Eucaristía y la comunión con el Obispo (lo mismo si se tratara de una parroquia, que una diócesis que la Iglesia universal). Si la tendencia carnal nos movería a buscar el apoyo, el trato, y la ayuda de los ricos y poderosos de este mundo, Cristo en el Evangelio había buscado sobre todo anunciar la buena nueva del reino a los más marginados: «El Espíritu del Señor está sobre mí, me ha enviado a anunciar el evangelio a los pobres…» (Lc 4,18).
Es imprescindible dedicar siquiera una palabra en este breve comentario al tema de la pobreza, a la clase de pobres que trataba don José. Trataba a pobres de todos los tipos, pobrezas evidentes y pobrezas más ocultas, miserias humanas, miserias morales, todo el dolor del mundo tenía para él el rostro de Cristo contemplado a los ojos de la fe.
Hubo, sin embargo, una categoría de pobres que le acompañó siempre y era la gente que estaba psicológicamente mal, enferma, Aquí la gama de variedades era verdaderamente espeluznante; desde locos de atar a esquizofrénicos, depresivos, etc… Toda esa gama de gente que el clero mediocre rápidamente etiqueta como «pesada» puesto que de este «no se puede sacar nada porque siempre está igual…».
Con verdaderas multitudes de estas personas trató don José a lo largo de sus treinta y ocho años de ministerio sacerdotal. Eran aquellos que recogía él porque no los querían tratar a veces ni los mismos psicólogos y psiquiatras (¡y menos gratis las horas que fuesen necesarias!). Además, como don José siempre andaba rodeado de raros y locos, la conclusión que sacaba la gente mediocre incluidos los sacerdotes, era que esa gente estaba loca, mal de la cabeza, precisamente por haber tratado con don José. Un obispo llegó a aconsejarle a uno de sus sacerdotes dirigido de don José que no tratara con él «porque don José no está bien de la cabeza».
La pobreza era para don José libertad espiritual y humildad de corazón, una ayuda para medir y valorar a las personas por lo que eran y no por lo que tenían. La pobreza le ayudaba a él a reconocer que la única opinión que contará al final de nuestra vida es la de Jesucristo y que lo que somos es lo que somos ante Él, lo que somos a los ojos de Dios. Precisamente por eso la pobreza le ayudaba a sentirse completamente indiferente a lo que nadie pensara de él. La sensación que teníamos todos cuando estábamos a su lado es que él era verdaderamente y evangélicamente libre. Le traía al fresco lo que la gente pensara o dijera de él. Se sabía un pobre y esa pobreza era su mayor bienaventuranza. La pobreza era su libertad.
Un hombre de corazón indiviso: el celibato sacerdotal
Si bien es cierto que ninguna imagen puede agotar plenamente el ser y la misión de Jesucristo, sin embargo, una de las imágenes que más plenamente expresaban quien era Jesucristo para don José era la de esposo. Cristo era para él, sobre todo desde el día de su ordenación, sacerdote, cabeza y pastor, pero también esposo.
Desde el día de su ordenación al diaconado y al presbiterado fue adquiriendo una conciencia muy viva de que desde el momento de su configuración con Cristo por la ordenación sacerdotal y la promesa del celibato, había quedado indisolublemente unido a Cristo Esposo. Esta realidad la experimentaba como una de las mayores gracias que había recibido en su vida por la que daba continuamente gracias a Dios.
A don José le parecía maravillosa cualquier vocación en la Iglesia, de todas sabía hablar, era capaz de entroncar a cada una con el misterio del amor fontal de las Personas Divinas y a todos sabía impulsar por las sendas de la santidad. Sin embargo, nadie podrá negar que nada podía igualar a don José hablando del sacerdocio y específicamente de la gracia de la amistad esponsal con Jesucristo Esposo. Él se sabía esposa de Cristo y configurado ontológica y dinámicamente con Él por el carácter sacerdotal de tal manera que su misión era la de haber sido constituido en epifanía de Cristo Esposo para la Iglesia esposa.
De todas las demás vocaciones sabía hablar con verdadero conocimiento teológico y profundidad sobrenatural, sin embargo, al hablar de la virginidad consagrada, a don José le cambiaba hasta la expresión del rostro, se apasionaba, no paraba, lo quería decir todo, le daba igual si la charla duraba hora y media, no sabía parar, esta era su vida, el amor de sus amores.
Hablando de la virginidad consagrada y la pobreza en su propia vida solía decir: «a mí me pasa a revés que a la mayoría de la gente, la pobreza me ha traído muy malos ratos, he sufrido mucho a causa de ella, incomodidades de todo tipo (viajes en trenes de tercera, por ejemplo, viajes de muchas horas, de noche, de pie y con la espalda deshecha, por haberle dejado el asiento a otra persona), cruces, penitencias, frío, calor, noches mal dormidas, etc…; ahora bien, lo que es el celibato no me ha traído mas que buenos momentos y muchísimas alegrías. A los sacerdotes mediocres les cuesta mucho el celibato porque no tienen intimidad con Cristo, se sienten solos teniendo que llenar esa soledad con muchas compensaciones afectivas; en cambio, la pobreza no les cuesta nada porque no se privan de nada».
A don José le hervía la sangre cuando oía el desparpajo con que la gente, sobre todo sacerdotes, justificaba que un presbítero hubiese abandonado el ministerio. Él no dudaba en llamar esas defecciones de unos hombres escogidos por Cristo como: «desertores», «traidores»… Le parecía inconcebible que alguien pudiese estar en sus cabales, que habiendo «puesto la mano en el arado» pudiese encontrar felicidad en una mujer a costa de abandonar a Cristo Esposo.
La unión inmediata con Cristo por la virginidad consagrada implicaba para él totalidad, novedad y radicalidad. Era a partir de esta nueva unión desde las que él establecía todos los demás vínculos personales. De aquí que todos entrábamos en contacto con él «desde arriba», desde este misterio de fe que estaba en el fundamento mismo de ser sacerdote y del ejercicio de su caridad pastoral.
Don José se había entregado a Jesucristo como respuesta a una iniciativa previa del Señor mismo. Su «sí» a la vocación era ya respuesta a una declaración de amor. Un amor que le había atrapado por completo. Desde ese mismo momento don José era de Dios, le pertenecía completamente, su ser y su vida. Él quería ser sólo de Dios.
Para él, el celibato o la virginidad consagrada era uno de los signos más evidentes de la absoluta novedad que suponía la encarnación del Verbo. Entendía que si «en el principio» Yhwh había salido al encuentro de la soledad de Adán dándole una ayuda semejante a él, creando de su costado a Eva, y éste había exclamado: «¡ésta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos!»; con la encarnación del Hijo de Dios la ayuda semejante al hombre no era ya el hombre y la mujer recíprocamente, sino el mismo Jesucristo.
El hombre no podía unirse esponsalmente con las criaturas por ser inferiores a él; no podía unirse esponsalmente con Dios por ser éste infinitamente superior a él (aquí corregía el «sólo Dios basta» de santa Teresa de Jesús diciendo que sería más propio decir «sólo Cristo basta»). Así pues, únicamente el misterio de la encarnación podía introducir al hombre en una nueva y definitiva de relación esponsal, de suyo eterna.
La absoluta novedad que supone la encarnación del Hijo de Dios cambia radicalmente el significado del matrimonio (el cual existía «desde el principio») e introduce el estado virginal como nueva posibilidad de unión con Cristo. Esta distinción existe sólo para la vida aquí en la tierra, dado que en el cielo todos los bautizados casados estarán unidos a Cristo Esposo de manera inmediata, sin necesidad de una especie sacramental que – en fe -haga presente y visibilice al Esposo.
Don José distinguía aquí entre unión mediata (matrimonio) y unión inmediata (virginidad consagrada, celibato). El matrimonio sería una unión esponsal con Cristo en la persona del marido y la mujer, siendo los cónyuges «especie sacramental» de este sacramento. Don José repetía incansablemente que en el matrimonio el único esposo es Cristo y no se debía esperar del signo (el cónyuge) lo que sólo podía dar el significado (Cristo Esposo). Muchos matrimonios fracasan, decía él, por esperar del marido o la mujer lo que únicamente Cristo podía colmar.
El celibato significaba para don José la más perfecta identificación con la vida que el Padre había escogido para su Hijo Jesucristo que siempre permaneció virgen como signo eficaz de su radical dependencia filial respecto del Padre; como expresión de su ser el único esposo de cada hombre y de cada mujer, de la Iglesia. También con la Virgen María, san José, san Juan Bautista, los Apóstoles… y una legión interminable, «una nube de testigos» que a lo largo de la historia de la salvación han sabido abrazar a Cristo con todo su amor, han mantenido su corazón indiviso sólo para Jesús.
El celibato en don José era también expresión de paternidad. Don José era amigo de la vida, le encantaban las familias numerosas, disfrutaba entrando en casa de familias donde hubiese mucho ruido, mucho desorden y muchos niños. Le ponía nervioso entrar en casas tan ordenaditas, limpias… ¡allí no había vida naciente! Pensaba incluso que la causa de muchos trastornos psicológicos de hombres y sobre todo mujeres provenían del aborto y de los anticonceptivos. Cerrarse a la vida frustraba interiormente y destruía la interioridad de la persona.
Por ser sacerdote y por ser célibe, don José se sentía padre de todos, de cualquiera, no experimentaba la lógica limitación biológica de los padres y madres de familia según la carne. Su paternidad era inmediata y explícitamente del Espíritu. Si ya dijimos que establecía todas las relaciones personales ‘desde arriba», el ejercicio de su paternidad no lo marcaban las relaciones «de carne y sangre» sino la pura caridad pastoral.
Todos los que se acercaron a este sacerdote con espíritu dócil y visión de fe experimentaron esta paternidad. No tenía nada de posesivo, todos lo que le han tratado saben el infinito respeto que le merecía el proyecto original e irrepetible que se escondía tras la vida de cada persona que se le acercaba.
Entendía el sacerdocio como una capacitación inmerecida para hacer presente la fecundidad infinita del Padre. Ser sacerdote para él era hacer presente sin limitaciones de espacio (no sólo a una pocas personas concretas como en el matrimonio) y de tiempo (con una eficacia y fecundidad que abarcaba incluso a los que ya habían muerto y estaban en el Purgatorio), la paternidad de Dios. De aquí que le gustase repetir frecuentemente las palabras de la primera carta de san Juan: «Si teniendo bienes de este mundo» (1 Jn 3,17); estas palabras las parafraseaba él a modo de interrogación: ¿y qué habría que decir de los que teniendo bienes del otro mundo (los sacerdotes) no les da la gana de ejercer santamente (con fecundidad) el ministerio?».
La eficacia de esta paternidad divina de la que él tenía viva conciencia de participar por la ordenación sacerdotal y el carisma del celibato, dependía única y exclusivamente de la intimidad con Cristo («sin mí no podéis hacer nada» [Jn 15,5]). Respecto a este aspecto del celibato le gustaba añadir que la diferencia entre una niña y una mujer era únicamente que la mujer estaba capacitada para engendrar en otro una vida semejante a la suya. Don José concluía con esto que muchos sacerdotes tenían suficiente vida para estar vivos ellos pero sin la suficiente adultez y madurez sobrenatural para engendrar vida eterna en otros.
Le preocupaba mucho la cantidad de sacerdotes que había conocido a lo largo de sus años de ministerio sacerdotal que eran tremendos trabajadores y que después de años y años de trabajo fatigoso se rendían, abandonaban, o sencillamente se aburguesaban desinflados por la sensación de fracaso y esterilidad. El celibato en este sentido era amistad esponsal con Cristo y por tanto encontraba su manantial inagotable en la vida de oración, de intimidad con Cristo Eucaristía.
«Para que seamos ofrenda viva para alabanza de su gloria». La liturgia.
La liturgia de la Iglesia era para don José «el centro y el culmen de toda la vida cristiana». A ella se dirigía toda su actividad, de ella recibía la gracia necesaria para realizar fructuosamente todas las tareas apostólicas movido únicamente por la caridad pastoral.
Su fidelidad a la celebración y recepción de los sacramentos, la preparación meticulosa de estos misterios, la meditación asidua y prolongada de los textos y oraciones de la Misa, era verdaderamente admirable.
No habrá un sólo dirigido que recuerde a don José haciéndole esperar porque fuese su hora de comer; sin embargo, cuantos recordamos que entre el dirigido anterior y nosotros se nos hiciese esperar porque tenía que rezar alguna hora de la Liturgia de las Horas.
Continuamente repasaba los rituales. El de Órdenes lo leía y releía con muchísima frecuencia, especialmente ante una ordenación sacerdotal, una tanda de ejercicios a sacerdotes, la víspera de su propio aniversario, una ordenación episcopal… Tanto los prenotandos como los mismos textos era objeto continuo de su oración y estudio.
El de Bautismo y Confirmación en tiempo de Cuaresma y Pascua, como preparación a Pentecostés. Siempre con la finalidad de actualizar, tanto en sí mismo como en los demás, la gracia recibida un día en cada uno de estos sacramentos. Recomendaba la lectura meditada de los rituales como fuente segura de gracia.
Insistía en el hecho de que cuanto más va madurando la vida espiritual del cristiano, más se va centrando en torno a la liturgia, vivida, saboreada. Así, por ejemplo, enseñaba a preparar cada Misa a partir de las tres oraciones, explicaba cada una de sus partes. Dirigida casi siempre al Padre, seguida de la invocación de algún título («omnipotente», «misericordioso»…) desembocaba en una petición ofrecida al Padre, por el Hijo en el Espíritu Santo.
Veía la liturgia como el modo más eficaz para no perder el tiempo en elevar a Dios peticiones inútiles que no se había comprometido en cumplir por ninguna parte. En cambio repetía que el Padre no podía no querer dar al hombre lo que Él mismo había inspirado a la Iglesia por el Espíritu Santo.
Los largos ratos de oración solitaria de don José estaban casi totalmente centrados en la oración estrictamente litúrgica. El Oficio Divino rezado siempre en su totalidad y la preparación de las lecturas de la Misa, además del repaso continuo de las partes fijas, llenaban casi todo su tiempo.
Además animaba a los seglares, de toda clase y condición a que participasen de la santa Misa diaria y al que no podía le decía: «si no puedes no vayas y ya está, que el Señor te dará la gracia por otro lado». Sin embargo, no animaba a ir «por ir», ¡cuántos misales pequeños no empezaron a aparecer en la capilla del seminario de san Ildefonso al poco de llegar don José, de Palencia a Toledo! ¡Cuántos misales pequeños y breviarios de cuatro tomos no vendería la Librería Pastoral gracias a la llegada de don José!
Él no animaba a ir a Misa diaria como un acto piadoso más de «almas selectas», don José invitaba a vivir la liturgia a fondo, a prepararla, invitaba a leer comentarios de las lecturas de la Sagrada Escritura, a repasar las partes fijas de la misa, a detenerse en las diferentes oraciones y prefacios, variables según las diferentes épocas del año: «mira a ver que te dicen las oraciones – decía él – y párate también a preguntarte por qué esas otras lecturas u oraciones no te dicen nada».
Aún invitaba a más, quería que sintiéramos hambre de Dios, hambre de su palabra, hambre de escuchar su palabra en todos y en todo lo que pudiera ser palabra de Dios para nosotros.
La liturgia no sólo era indudablemente la fuente y la cumbre de todo lo que vivía y enseñaba a vivir, sino que además tenía una extraordinaria facilidad para recomendarlo a cualquier clase de gente, adaptándolo a la situación concreta de cada individuo. Ya sabía él como entusiasmar a una persona con algo cuando a él eso mismo tanto le apasionaba. Solía repetir que: «yo no sé como se explica pero la verdad es que la gente siempre saca tiempo para lo que de verdad le interesa, hasta en las circunstancias más adversas… a uno le gustan los sellos y no le importa nada meter las manos en una papelera con tal de encontrar un sello que no tiene, a otro le apasionan los libros (¡a él!) y cuando va por Madrid encuentra librerías por todas las esquinas…»
La liturgia no era para don José el preciosismo de las rubricas, para él era una realidad mucho más profunda, misteriosa, espiritual y por ello mismo real. Era el momento del día de mayor realidad; en verdad que para él, la liturgia ni empezaba ni terminaba, tenía clara conciencia de que vivir en el querer y la voluntad de Dios era sencillamente hacer lo que a Dios Padre le complacía. La oración, y en concreto la oración litúrgica, no se interrumpía al cambiar de actividad. «Si yo de verdad estoy enamorado de una persona y quedo con esa persona una tarde, puedo ir con ella a muchos sitios, puedo hacer un recado, puedo luego ir al banco, a una tienda o a pasear. Al acabar la tarde no tengo la sensación de haber hecho muchas cosas, sino de haberme complacido en la presencia personal de una persona, todas esas tareas que hemos realizado juntos, no sólo no nos han distraído al uno del otro, sino que han sido la ocasión, la excusa, para estar juntos».
Cualquier tarea hecha con conciencia de ser hijo de Dios, de estar unido a Cristo, tener deseos de querer dejarse mover por el Espíritu Santo, era para él santificante sin más, era para él prolongación de la doxología de la Misa: «por Cristo, con Él y en Él…». Así entendida la oración, entendida así la vida espiritual, apenas si importaba que apareciera por allí un seminarista o un padre de familia numerosa.
En la liturgia apoyaba don José la vida apostólica como su mismo fundamento. Veía, por ejemplo, una íntima conexión entre tomarse la liturgia en serio y el compromiso de amor con los pobres, le resultaba del todo incomprensible que alguien pudiera tomarse tan en serio las rubricas de los actos litúrgicos sin que todo ese torrente de vida sobrenatural no desembocara en una capacitación nueva para sentirse, incluso sensiblemente, una sola cosa con los pobres. Le resultaba totalmente inconcebible que los católicos pudieran participar en una celebración impecablemente celebrada, de irreprochable estética, sin que no se le removiera al creyente el corazón ante la injusticia manifiesta de que unos pudieran gozar de todo en este mundo, mientras que otros no tuviesen nada.
A don José le resultaba totalmente inadmisible que los creyentes pudiesen participar, domingo tras domingo en la Misa y después llevar una vida tan manifiestamente contraria a lo que allí había ocurrido. Le resultaba del todo escandaloso que se celebraran tantas y tantas Misas en Toledo y que en conjunto, no sólo los seglares, pero muchísimo más aún, los curas, pudiesen vivir tan acomodadamente y encima les pareciera la cosa más normal del mundo.
El amor, por ejemplo, de don José a los gitanos, no era una excentricidad suya para nada, era su manera de entender la liturgia. La parecía intolerable (que como bien se encargaba de aclarar, a él que tanto le gustaba explicar la etimología de los términos, cada vez que utilizaba esta palabra: «que no se puede tolerar, que no se puede consentir, ¡y ya está!»), que se leyera por ejemplo en una Misa que: «Si alguno que posee bienes de este mundo, ve a su hermano pasar necesidad y le cierra las entrañas de su corazón ¿cómo puede decir que permanece en el amor de Dios?» (1 Jn 3,17); y acto seguido pudiese salir un católico ¡un sacerdote! de la celebración, como si allí no hubiese pasado nada. Don José identificaba el lujo literalmente con el homicidio. Se llenó de alegría cuando leyó las palabras del Papa Juan Pablo II de la Encíclica Solicitudo rei socialis:
«Pertenece a la enseñanza y a la praxis más antigua de la Iglesia la convicción de que ella misma, sus ministros y cada uno de sus miembros, están llamados a aliviar la miseria de los que sufren cerca o lejos, no sólo con lo ‘superfluo’, sino con lo ‘necesario’. Ante los casos de necesidad, no se debe dar preferencia a los adornos superfluos de los templos y a los objetos preciosos del culto divino; al contrario, podría ser obligatorio enajenar estos bienes para dar pan, bebida vestido y casa a quien carece de ello»4.
No podía comprender el lujo de las iglesias, los adornos superfluos, no entendía para nada la falta que le pudiera hacer a las Virgen de Sagrario de la catedral primada tanto manto y tanta joya, cuando sus hijos más queridos tiritaban de frío, por ejemplo las familias que vivían hacinadas a la orilla del río Tajo, en los duros inviernos de la imperial ciudad. Eso era también la liturgia para él, lo demás le parecía una parodia, un mofarse de los pobres, de los hijos de Dios más queridos es su desvalimiento y abandono. El presbiterio de la iglesia, el altar, no era un escenario para don José, era el lugar donde se celebraba el misterio fundamental de toda la vida de la Iglesia y por tanto de donde derivaba toda la virtualidad de la vida cristiana de cada uno de sus miembros y, por supuesto, de su sacerdocio.
Por haber vivido tan a fondo la liturgia, tenía un trato muy íntimo con las Personas Divinas, con Cristo Sacerdote, con la Virgen María, los santos… Se notaba en él por la espontaneidad con que para cualquier tema sabía inmediatamente remontarse al misterio (palabra que él definía no como ausencia de luz, sino como un exceso de luz) de la Trinidad. La liturgia no era para él una serie de ritos que los hombres hacen para complacer a Dios, sino más bien, una actividad de las Personas Divinas mismas. A este misterio de amor trinitario se sentía convocado él y quería introducirnos a nosotros.
Un aspecto íntimamente conexo al tema de la liturgia y la oración en la vida de don José era su amor profundo a la Virgen Nuestra Señora. Era para él un aspecto esencial de su caminar por las sendas de la santidad. Su trato personal con María arrancaba de la liturgia y del trato con las Personas Divinas y no de una especie de devoción sentimentalona.
Don José fue especialmente criticado por su aparente desinterés por la Virgen, su falta de devoción a Ella. Él no entendía por amor a la Virgen una serie de prácticas devocionales que pueden ayudarles a unos y en cambio ser un estorbo para otros. En don José, el amor a María era sobre todo una realidad evangélica, teológica, dogmática. Se dejaba guiar en esto -como en todo- por el magisterio de la Iglesia.
El ritmo de su vida lo marcaba el año litúrgico y en cada uno de los diferentes misterios de Cristo que iba presentando la Iglesia descubría la presencia maternal, eficaz de la Santísima Virgen María. Desde luego que, por ejemplo, no le daba más importancia al «mes de mayo» que a vivir en serio el tiempo pascual como preparación a Pentecostés con el que solía coincidir dicha devoción mariana; sabía descubrir, sin embargo, la persona y la misión irrepetible en la obra de la salvación junto a los Apóstoles en la Iglesia naciente.
Su amor a María era de una coherencia aterradora. Repetía hasta la saciedad que le parecía una mofa a una madre vestirla de mantos de perlas preciosos y carísimos («además pa’ la virgen de agosto ¡con el calor que hace en Toledo!») cuando sus hijos se morían de hambre. Actitud tan escandalosa parece que no hacia la menor huella entre sus críticos más piadosos.
A don José le parecía que muchas de las devociones populares necesitaban una verdadera reforma. No le parecían mal. Cuando alguien le planteaba hacer tal o cual práctica devocional siempre contestaba: «si te ayuda a caer más en la cuenta y a tomar más conciencia de la presencia maternal de la virgen en tu vida ¡adelante!». Estos precisamente lo que le importaba a él esto es en lo que él insistía, no en tales o cuales devociones, sino en que los cristianos no fuesen «enanos espirituales», sino que se dejasen criar por Ella. Dejarle a María ser madre, introduciendo a cada hijo en un trato verdaderamente filial con Ella.
«La noche es cómplice de Dios». La oración.
Con estas palabras del pensador francés Paul Claudel nos adentramos en lo que sin lugar a dudas es la faceta sacerdotal más misteriosa y desconocida de la vida de este sacerdote y quizá por ello, paradójicamente, la más importante y fecunda para su sacerdocio y para la Iglesia. Es el único aspecto de su ser y de su vivir sacerdotal que nadie presenció, de la que nadie vio ni supo nada, un tiempo de su vida de la que sólo Dios fue testigo.
¿Qué hacía Don José de noche? Apenas sabemos nada de ello si exceptuamos lo que él a veces contaba espontáneamente en charlas, en un rato de dirección espiritual con cualquiera, para poner un ejemplo, hacer un comentario, ilustrar algún principio de la vida interior. Tenemos también lo que él mismo ha dejado escrito en sus diarios. Sin embargo, al recabar mentalmente todos estos datos y testimonios, la sensación que queda al asomarse a este aspecto de su vida es la de que es casi nada lo que se sabe, aún más, es como si el que se acercara a las «noches» de Don José o mejor a «Don José «de noche», estuviera entrometiéndose en un «lugar» prohibido, estuviera escudriñando, como un intruso, la realidad más íntima y más celosamente guardado de una persona.
La noche era la hora en que Don José era y se sentía verdaderamente él mismo, era el tiempo de las confidencias y de la intimidad con Aquel a quien él tan apasionadamente amaba y enseñó a amar. Era la hora en que la palabra «Padre» adquiría más sentido que nunca, su realidad más plena, porque era sobre todo en ese tiempo cuando él se sentida más hijo, más querido por el Padre. Era cuando menos ruidos, menos cosas, menos tareas o artefactos podían distraerlo de su realidad más plena, la de ser hijo de Dios. La conciencia de la filiación divina alcanzaba en la noche su máxima potencia expresiva.
Era en la noche cuando a solas con Cristo Esposo bajo el pobre disfraz de su hermosura eucarística se experimentaba introducido en la conciencia de una intimidad a la que ninguna otra persona humana podría ser jamás admitida dentro de su corazón. La noche era sobre todo, el tiempo de la amistad, del corazón indiviso sólo para Jesucristo, el tiempo del silencio inviolado y de las miradas prolongadas. Se sentía, como sacerdote, «amigo del Esposo», era precisamente allí donde la gracia del Orden le permitía vivir con mayor plenitud -incluso psicológica- la conciencia de ser esposa de Cristo Sacerdote y Esposo. Si tantas veces -hablando del celibato sacerdotal- había dicho que este carisma de Dios al ordenando le hacía capaz de «estar a gusto con todos y no necesitar de nadie», era precisamente al llegar la noche y sentirse envuelto por el silencio y la soledad cuando esto que tantas y tantas veces había predicado se hacía más verdad en él.
Si todos los que se acercaban a don José se sentían, sin excepción, queridos y acogidos con inmensa caridad e incluso con alegría (Don José mostraba verdadera satisfacción y alegría de ver a cualquiera que se le acercara, a la hora que fuese, fuera quien fuera, le pasara lo que le pasara), sin embargo, todos también tenían la sensación de que Don José era feliz él, con una felicidad que ni se la daba ni se la quitaba la gente. Era en la noche cuando Don José más experimentaba que a él le sobraba y le bastaba la intimidad de Cristo Esposo para ser feliz, inconmensurablemente feliz. Le encantaba estar con todos, con cualquiera, pero todos sin excepción sabíamos que sólo el amor de Cristo Esposo colmaba hasta rebosar el corazón de este hombre, de este sacerdote diocesano.
Si a todos asombraba la extraordinaria capacidad que tenía Don José de tratar con tantas y tantas personas de tan diversa procedencia y condición, la razón indudablemente hay que buscarla en sus «noches». Porque en la noche iba creciendo y adentrándose más y más en la conciencia del saberse conocido y amado por Jesucristo Buen Pastor y en esas mismas noches le había ido conociendo y amando él cada vez más; por esa misma razón y en esa misma medida había ido adquiriendo él la capacidad de mirar con los ojos de Cristo y de amar con el mismo corazón del Señor a todos y a cada uno sin excepción.
Las noches de Don José eran cortas, muy cortas, a él verdaderamente no le gustaba dormir, decía que era como perder la conciencia de lo que se era, de Dios, de la vida… Se despertaba con furia y se levantaba de inmediato, ponía dos y tres despertadores y apenas si le concedía tres o a lo más cuatro horas de sueño a su maltratado cuerpo. Dormía tan profundamente que en una ocasión le preguntó un seminarista si le parecía bien que usara el cilicio, y él con su típico aire de no darle demasiada importancia a la cosa, le contestó: «úsalo si quieres a mí la verdad es que ya no me hace nada, fíjate que a noche me quedé dormido con él puesto…». Se levantaba de 3 a 4 de la mañana y después de su consabido café y meter la cabeza debajo del chorro del agua helada se iba inmediatamente a la capilla a orar, a estar con Él. En esa oscuridad, cuando sabía que el resto de la ciudad dormía y nadie le podía interrumpir, Don José ahí, en la noche, a solas con el Señor era totalmente feliz. En una ocasión algo dejó escrito al respecto:
«De verdad que yo sólo vivo cuando los demás duermen. En cuanto apunta el día comienza una cierta sensación de fin, como si hubiera acabado la vida auténtica. Ya puedo en cualquier momento sentirme requerido por alguien, tropezar personas que me interroguen, me hagan salir de mí. Hasta entonces es la paz perfecta; sólo Dios y yo en comunicación, y los demás son objetos personales, claro, de la caridad»5.
Un hombre herido de amor
Don José fue sobre todo un hombre, un sacerdote enamorado de Dios, un hombre a quien Dios le había robado el corazón. Un hombre que experimentó de una manera extremadamente dolorosa un extraño dolor. El dolor de las almas apasionadamente enamoradas. Era el dolor que da el ansía y a veces la angustia de sentirse, de saberse, de experimentarse tan amados por Dios y saberse al mismo tiempo totalmente incapaces de responder a ese intensidad de amor, teniendo tan pequeño y frágil el corazón. Don José murió abrasado de amor; de amor a Dios, de amor a Jesucristo Esposo a Cristo tan buen Amigo y tan buen Compañero, de amor a la Iglesia esposa del Verbo, por la que oró, estudió, se sacrificó… A don José le estalló el corazón de amor, lo llamen los médicos infarto de miocardio o lo que quieran llamarlo.
Los últimos años de la vida de este sacerdote fueron una ansiosa ascensión hacía un Gólgota largo tiempo anhelado. La etapa final de su vida daba verdadero vértigo contemplarla. Era una impresionante lucha interior entre la conciencia del amor que le tenían las Personas Divinas a él y a todos los hombres, y la total incapacidad que sentía al no poder corresponder a tanto amor.
A don José no le sorprendió la muerte inesperadamente, a él le gustaba mucho repetir que era absurdo pensar que la llegada de la persona más amada y más anhelada de nuestra alma, pudiese ser inesperada, cuando le habíamos dicho durante tantos y tanto años de nuestra vida, en cada Misa, después de la consagración: «¡Marana tha! ¡Ven, Señor Jesús!
A modo de conclusión
Don José Rivera era sacerdote diocesano y diocesano hasta la médula. Sacerdote sin «apellidos» de ninguna otra espiritualidad o grupo en la Iglesia. Si bien es verdad que a él se le acercaron buscando una palabra de luz para su caminar en el Señor hombres y mujeres de toda clase y condición, sin embargo, él como sacerdote no perteneció agrupo eclesial alguno.
Mucho menos tuvo la intención de «fundar» un grupo de espiritualidad, una fraternidad sacerdotal, una asociación. Don José repetía continuamente que él no tenía vocación de fundador.
En esta pequeña semblanza de lo que fue el ser y la vida de este hombre nos hemos referido a don José sencillamente como sacerdote y eso es porque él no fue llamado y por tanto no quiso ser en la Iglesia otra cosa que eso: sacerdote diocesano y muy diocesano. Su identidad, misión y espiritualidad rezumaban la conciencia de la universalidad del sacerdocio de Jesucristo. Veía clarísimo que la llamada a la santidad de los sacerdotes (¡y de los obispos!) por sólo eso: sacerdotes, era más urgente que la de ningún otro miembro de la Iglesia.
Esta llamada a la santidad tenía en el mismo sacramento del Orden sus notas específicas y por tanto, no tenía necesidad de pedirlas prestadas a ninguna espiritualidad en la Iglesia. Los pilares sobre los que se apoyaba su vida sacerdotal, tal como hemos indicado anteriormente, se resumían en la caridad pastoral.
La caridad pastoral en don José se nutría y se expresaba a través de la liturgia en toda su amplitud, del seguimiento radical de Cristo por los consejos evangélicos, de la cruz, de la preferencia de amor hacia los más pobres…
Muchos quisieron ponerle «etiquetas» a su manera de vivir el sacerdocio. Como la suya no coincidía con la espiritualidad de ninguna orden religiosa ni grupo en la Iglesia, a muchos les molestaba que don José tuviese la pretensión y la osadía de llamar a lo que él vivía y enseñaba a vivir «espiritualidad sacerdotal» sin otros calificativos; así, muchos se empeñaron en hacer de su nombre un grupo más. No lo era. Lo que él vivió fue el sacerdocio diocesano en serio, el sacerdocio, la espiritualidad diocesana tal como la vivió el Cura de Ars o san Juan de Ávila. ¿Pretendió acaso san Juan María Vianney fundar una espiritualidad sacerdotal propia o un grupo más en la Iglesia? Reconocer esto para muchos resultaba doloroso porque ponía en crisis la manera de vivir de otros sacerdotes diocesanos. Don José no fue más que eso, un sacerdote de Dios que se tomó el sacerdocio diocesano en serio, que se empeñó en llegar a la santidad costara lo que costara.
En definitiva, el drama de todos los que conocimos a don José era saber en lo más profundo de nuestro ser, que lo que él vivió y enseñó a vivir no eran cosas suyas, manías personales, una espiritualidad particular, un grupo más en la Iglesia; de aquí que resultara verdaderamente admirable la diversidad tan increíble de gente que se acercara a él. Lo mismo le daba un gitano que una carmelita descalza, un padre de familia que un obispo residencial. Su invitación a la santidad, la urgencia que transmitía, la llamada a vivir radicalmente el Evangelio era la misma absolutamente para todos. Quizá fuera este el drama de todos aquellos que en vano buscaban excusas para no lanzarse. Don José no fue, no quiso ser en la Iglesia otra cosa que eso: sacerdote, un sacerdote santo.