Ni Papa rey ni obispos príncipes ni curas señores. Todos hermanos bautizados. Todos seguidores de Jesús. Todos igual de servidores de los pobres, los preferidos de Cristo
(José Manuel Vidal).- La revolución tranquila de Francisco no se detiene. Y, además, está decidido a que sea irreversible. Sin posibilidad de marcha atrás, al menos en un largo futuro inmediato. Por eso, no la quiere hacer él sólo, aunque sabe que podría hacerlo, y, así, iría más rápida. Quiere que su primavera sea cosa de una gran mayoría. Más lenta, pues, pero más segura y duradera.
Hoy, ante todos los padres sinodales (una especie de Senado mundial eclesial, con miembros elegidos y otros nombrados directamente por él), el Papa pronunció un histórico discurso, que puede marcar el devenir de la institución. Aprovechando el 50 aniversario de la creación del Sínodo, un instrumento al que definió como «una de las herencias más hermosas de la última sesión del Concilio», Francisco lanzó su hoja de ruta para la Iglesia del tercer milenio. Con cinco pilares básicos.
En primer lugar, una Iglesia sinodal, es decir corresponsable, donde todos sus miembros sean y se sientan Iglesia. Porque Sínodo, significa «caminar juntos». Una Iglesia que, una vez por todas, pase de la pirámide al círculo o al poliedro. Con jerarquía y pueblo de Dios, pero sin que la primera cope y monopolice la institución. Los fieles no son «clase de tropa». Todos bautizados, incluido el propio Papa. Sin abolir la jerarquía, pero poniéndola al servicio de la ‘salus animarum’.
De la sinodalidad se deriva, en consecuencia lógica, el segundo pilar de la nueva Iglesia de Francisco: la colegialidad. Una Iglesia funcionando como el colegio de los apóstoles, donde todos eran iguales, aunque reconocían la primacía de Pedro, como un ‘primus inter pares’. Una eclesiología de comunión, con una Iglesia única y católica, pero poliédrica, diferenciada e inculturada en diversas sociedades y culturas. Una Iglesia mosaico, que reniega de la uniformidad.
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