Occidente, cuya política económica y geoestratégica es demencial por sesgada e injusta en tantos casos, ha logrado una ética civil humanista
(José I. Calleja).- Al «estallar París en muertes, dolor y terror» -es la noche del viernes trece de noviembre-, la gente de bien no puede sino llevarse las manos a la boca y la cabeza, y es que tocamos los límites de nuestra repugnancia moral. Las ideas y las palabras se nos paralizan hasta conocer cuántas son las víctimas, quiénes las han masacrado y dónde están sus asesinos. Sabemos quiénes son, decía el presidente Hollande, y no podía decir, sabemos dónde están. Todavía.
Si yo fuera un especialista en la explicación estratégica de los conflictos internacionales, algo extraordinario podría decir, pero sólo soy un cultivador de ideas sobre la ética cotidiana, la que podría hacernos más personas. ¿Es posible acaso ser más personas unos que otros? Es posible comportarse de una forma más propia de personas unos que otros.
El ser es aquí el hacer y de aprender esto se trata. Y eso soy, un cultivador de la ética como concepto y en lo posible un compañero de viaje en la aventura de vivir con humanidad hacia todos y con todos. El viejo sueño de los ilustrados humanistas que lo han sido y serán siempre desde la inclusión, la gran aportación de occidente al mundo.
Y en ese movimiento humanitario, social y cultural, es imprescindible no confundir creencias y valores, pero es imposible separarlos. Las creencias se manifiestan democráticamente por quien quiera, tomando la fuente o inspiración de donde estime, con respeto de la dignidad humana de todos; sin este respeto, las religiones declinan como derecho de las personas; y los valores y normas morales, estos sí, han de ser democrática y argumentativamente expuestos por todos, sin parapetarse los creyentes en la revelación y los no creyentes, en una racionalidad sólo para los liberados de la fe.
Los valores, y su concreción en normas morales o éticas universales, y en leyes precisas, son tarea de todos, argumentando todos, y concretando todos sus mínimos de interpretación y su práctica social. Europa es una cultura notable en este camino; en su teorización mucho más que en su práctica, desde luego. Pero sólo logramos certezas éticas en la vida civil, a la medida de los humanos, no de los dioses; tampoco los creyentes somos dioses; en ningún lugar ni religión los creyentes somos dioses, ni hablamos y actuamos sustituyéndolos; ni cuando hacemos el bien, ni cuando hacemos el mal. Somos los humanos los que elegimos uno u otro proceder, y de ello nos responsabilizamos, sin disculpas ni encargos trascendentes. Tú has matado, tú has explotado, tú has torturado. Tú recurres al terror. Deja en paz a Dios.
La religión, la pobre religión, se vuelve a convertir en estos casos en el blanco de todas las iras; la política y la economía tienen mil razones para precederla en nuestro enfado, pero eso no está claro siempre. La religión, la pobre religión, aparece al fondo de todos los males, y yo me alegro de que una sospecha extrema hacia ella esté ahí, en tantas bocas y almas. Porque es una experiencia purificadora que las religiones necesitamos y el islamismo, más si cabe que ninguna otra.
Occidente, cuya política económica y geoestratégica es demencial por sesgada e injusta en tantos casos, ha logrado una ética civil humanista capaz de poner al ser humano en otras vías. No sólo ella, pues la ética sin poder social y político, no es nadie; pero ella es una oportunidad de hacer internacionalmente bien las cosas, a la medida siempre de las fuerzas humanas. Nosotros, hablo desde el País Vasco, pareciendo que este decir moral es vaporoso e idealista, tenemos una experiencia reducida pero cierta de cómo puede progresar un sociedad de la violencia indiscriminada a la política y el entendimiento. Es un pequeño prodigio que de tan liviano como se presenta en el escenario de la historia, pareciera que nadie lo busca y llega solo. Pero no es así, viene cuando le abrimos paso.
Bien lejos en cantidad y dureza está lo que representa la noche roja y negra del viernes trece en París, pero la confianza en que una ética política y social humanista, inclusiva y justa, nos ha de llevar a donde vamos, está ahí. Sabemos en qué creemos, sabemos lo que queremos, y exigimos su respeto; las religiones y las políticas, las sociedades y los ejércitos, las empresas y los voluntarios tenemos que respetar esa ética de lo humano imprescindible e irrenunciable.
Nosotros lo tenemos que creer y exigir siempre, y el terrorismo lo tiene que entender y, mientras subsista, con la ley penal y la fuerza justa tenemos que combatirlo. Es muy duro decir que esa fuerza, nuestra fuerza, es a menudo indiscriminada y contra víctimas totalmente inocentes. Daños colaterales que decimos. No puede ser. Hay cifras escalofriantes sobre esos daños colaterales con centenares y centenares de víctimas inocentes. Así, la espiral de violencia se multiplica incontrolada. Los que aprisionan la verdad de la justicia en la violencia indiscriminada con víctimas inocentes, no pueden apelar a dioses ni a leyes justas.
París es un drama sin cuento en la noche de este viernes y trece; el terrorismo no tiene ninguna justificación y legitimidad, ni política ni religiosa; el terrorismo es terror, la expresión máxima de la inmoralidad humana en cualquier situación. Pero este es un discurso que amamos y compartimos masivamente. Nosotros creemos además que nadie sobra en el camino, ni la distribución de responsabilidades es única. Que las religiones tengan una historia compleja en la generación de violencia fundamentalista, no nos permite simplificar los procesos de violencia social y rehusar una lectura más completa por abierta a más sujetos y causas. Es difícil hacer que un ciudadano entienda algo cuando su modo de vida depende de que no lo entienda. Nos debemos esta libertad.