Cada vez resulta más claro que el dogma de la infalibilidad papal carece de base en la Biblia y en la Historia de la Iglesia del primer milenio. Pero si el Concilio Vaticano I no fue libre, tampoco fue ecuménico
(Celso Alcaina).- «Yo no soy ni seré infalible«. Los alumnos del Colegio Español de Roma no dábamos crédito a cuanto estábamos escuchando. Era un papa quien pronunciaba esa frase. Juan XXIII, hasta hacía pocos días Angelo Giuseppe Roncalli. El sucesor de Pío XII, quien había reafirmado su infalibilidad con la proclamación de un dogma, el de la Asunción de María.
August Bernhard Hasler no pregunta. Constata, ilustra, analiza, propone. «Cómo llegó el papa a ser infalible» (Wie der Papst unfehlbar wurde) es el libro que publicó hace 35 años en Alemania. En 1980, en España. Un impresionante relato de cuanto sucedió en el Vaticano aquel no muy lejano 1870. Un perfil exhaustivo de un papa, Pío IX, empecinado en ser declarado infalible. Una crónica del Concilio Vaticano I que Hasler considera ilegítimo por falta de ecumenicidad y de libertad.
Pocos años antes, en 1970, Hans Küng, con su libro «¿Infalible? Una pregunta» (Unfehlbar? Eine Anfrage), abordaba, con interrogante, la misma cuestión. La resolvía de manera muy semejante aunque con razonamientos filosóficos diversos. Según Küng, la indefectibilidad de la Iglesia no exige la infalibilidad de la misma Iglesia. Y menos aún la infalibilidad personal del Papa como definida en el Vaticano I.
Se me ocurre que fue el papa Roncalli quien, con su comportamiento, propició los modernos estudios sobre el Vaticano I y concretamente sobre la infalibilidad papal. Y no es sólo una ocurrencia. A principio de la década de los 70, traté como colega a August B. Hasler en el Vaticano. Él, en el Secretariado para la Unión de los Cristianos. Yo, en el Santo Oficio. Pablo VI apuraba sus penosos últimos años de pontificado. Sin haber sido «infalible», habìa tenido rasgos autoritarios, tales como la «Humanae vitae». Frecuentemente los funcionarios comentábamos y murmurábamos. Hasler evocaba a Juan XXIII. Roncalli había sido el papa ejemplar, decía.
«Cada vez resulta más claro que el dogma de la infalibilidad papal carece de base en la Biblia y en la Historia de la Iglesia del primer milenio. Pero si el Concilio Vaticano I no fue libre, tampoco fue ecuménico. Y, por lo tanto, sus decretos no pudieron tener validez alguna. Con ello queda abierto el camino para una revisión de este Concilio, y se abre al mismo tiempo un camino de salida para una situación que parece cada vez más insostenible, tanto a la ciencia histórica como a la Teología. ¿Se le pide demasiado a la Iglesia? ¿Puede llegar a admitir que un concilio se equivocó?, ¿que, en 1870, se tomó una decisión errónea?
Si se toma realmente en serio la colegialidad de los obispos, habría llegado el momento de revisar en un Concilio Vaticano III lo que el I puso en movimiento. ¿Y la consiguiente pérdida de autoridad? ¿No hace inimaginable cualquier clase de revisión? ¿No es mucho más hábil interpretar de modo distinto el dogma y adaptarse a las nuevas circunstancias? Pero ¿no podría ser que por esa vía la Iglesia perdiera mucho más? Una revisión tendría la gran ventaja de la honradez.
Hay que esperar que se produzca el examen sin prejuicios que todos desean, a fin de sacar a la luz del día la verdad, toda la verdad. Porque únicamente la verdad, se ha dicho, nos hará libres».
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