La identificación entre el mundo y Dios, la justicia y la salvación, la Iglesia y la sociedad, es errónea, pero su separación, lo es más
(José Ignacio Calleja).- Al acercarse el cincuentenario de la clausura del Concilio Vaticano II, surgen por doquier comentarios sobre lo que supuso este acontecimiento eclesial; y, desde luego, sobre cuál ha sido y puede ser su recepción contemporánea.
Esta amplia cuestión suele dar lugar a un debate entre dos interpretaciones (reforma con continuidad o reforma como ruptura), que al fin se solventa como problema entre ortodoxias sobre quién acierta en lo que Concilio dijo y propuso. Pero son lecturas hechas desde dentro de su lógica y que siempre parten del Concilio como un lago de sabiduría cuyo caudal puede administrarse de uno u otro modo, río abajo, hasta hoy. Los aliviaderos están dentro del mismo lago, los molineros y el agua también, y es el caudal y el cauce lo que podemos regular de modo nuevo. No me convence.
El paso del tiempo sobre el mundo, sus cambios y la escucha de muchas personas que miran a la Iglesia con afecto, me ha he hecho comprender que debemos introducir otro punto de vista en la recepción del Concilio y su significado hoy. Este punto de vista es exterior al propio Concilio, y tiene que ver con la vida de la gente, la vida del mundo, la vida de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, y particularmente, de los más sencillos, justos y pacíficos de entre nosotros. ¡El mundo ha cambiado tanto! Esta elección de sujetos cualificados en la mirada a un mundo complejo y único, a la vida, de todos y todo, pero obligatoriamente digna en cada uno, no es arbitraria. Arbitraria sería si la prefiriera por causa de una ideología social que me gustara más que otras, y no es así; es porque las bienaventuranzas y el desarrollo simbólico del juicio final en el Evangelio opera con estas primacías en personas y comportamientos: los pobres, los sencillos, los pacíficos, los de corazón limpio, los justos, los sometidos, los que ayudan, los perseguidos e insultados por su vivir honesto y por contar su fe… los que vistieron al desnudo, alimentaron al hambriento, hospedaron al emigrante, acompañaron al enfermo, visitaron al encarcelado, socorrieron al tirado… porque vuestro es el Reino de Dios.
Luego la elección no es en absoluto arbitraria, probado queda. Ella es, además, determinante del modo como podemos volver al Vaticano II y, ahora sí, preguntar cuál es su recepción ortodoxa. Hay una primacía evangélica que le viene al Concilio desde «fuera», por el Evangelio mismo. Allí donde el Concilio haya recogido esta vida del ser humano y el mundo, bajo esas primacías del Evangelio, nos facilitará una recepción ortodoxa, la ortodoxia de la misericordia de Dios. Allí donde el Concilio no haya recogido esa misma sensibilidad primordial, tendrá que declinar su lectura normalizada para preferir una recepción del Evangelio que sobrepase al Concilio en cuanto tal. La vida, el mundo complejo de las mujeres y hombres de hoy, las primacías que el Evangelio confiere a algunos de ellos para el reconocimiento veraz del camino de todos junto a Dios, tienen esta virtualidad extraordinaria en teología, pastoral y moral.
Si acertáramos y quisiéramos acoger esa vida del mundo, a partir de la primacías tan didácticas y ciertas del Evangelio de Cristo, si desde ellas renováramos la vieja Iglesia, en lo profundo de sus estructuras, ministerios, compromisos y comunidades, si leyéramos la Palabra desde esa experiencia, si habláramos de la Tradición desde esa inquietud, la Iglesia acertaría a renovarse para el mundo de hoy. A la medida de los humanos, desde luego, y con unas posibilidades de «crecimiento» muy limitadas, quizá, pero la mejora como referencia social de sentido y trascendencia, sería notable. La dinámica social de la Iglesia alterna hoy entre quienes la quieren faro en lo alto de un monte y quienes la prefieren fermento en la masa; durante algún tiempo las hemos pensado antagónicas, pero estoy seguro de que la cuestión no es entre luz radiante que destaca y fermento que desaparece para crezca la masa, sino si en uno y otro modo triunfa el servicio y la honestidad; si triunfa una iglesia significativa para la gente, porque el servicio seguro a la dignidad de todos -y especialmente de los más ignorados, pobres y vulnerables en cuanto a las necesidades básicas-, es su alma en Cristo. Pero hay más, en ese servicio de caridad y justicia, los creyentes encontramos una realidad tan cierta y divina como en el acto más sagrado al interior del templo.
La identificación entre el mundo y Dios, la justicia y la salvación, la Iglesia y la sociedad, es errónea, pero su separación, lo es más. La vida del mundo y la vida del Reino de Dios, para un creyente, se dan en mezcla inseparable, ya sí en el bien humano que logramos, todavía no como plenitud divina en nada. La plenitud divina es inalcanzable en el mundo y en la Iglesia, dentro y fuera de ella. La bondad de Dios nos mueve a la bondad humana como ternura y justicia -dos caras de la única realidad de la vida buena-, y las dos cobran realizaciones dignas dentro y fuera del templo, e insuficientes, también en ambos. Si le damos tanto valor a cuidar la dignidad humana de todos como manera de alabar a Dios y como su rostro más seguro, es porque la experiencia de Él la creemos Vida siempre; pero en el templo y fuera de él, y con la vida de los más débiles y sufrientes en el centro, como corresponde al Evangelio de Jesús y a la vida justa en cuanto tal.
El Concilio, cincuenta años después, necesita la recepción de la vida digna para la gente de hoy, y en esto el Evangelio y el anuncio de Cristo, es un socio totalmente fiable para los que no aprisionan la vida de otros con la injusticia.
(Publicado originariamente en El Correo)