Quería comprometer a mis seguidores y seguidoras en la misma pasión que a mí me quemaba dentro
(Emma Martínez Ocaña).- Jesús vivió una espiritualidad política. «Yo era galileo e hijo de un artesano. Mi pequeña patria era Galilea la rebelde, en el corazón de un país dominado por el Imperio Romano, sometido al control político y al expolio económico. Sabía muy bien de qué hablaba cuando describí a los romanos como «jefes de las naciones» que gobiernan los pueblos como «señores absolutos» y los «oprimen con su poder».
La mayoría de mis vecinos malvivían trabajando la tierra (que en muchos casos no era suya) y por sus frutos también tenían que pagar impuestos. Otra parte de la población, la que vivía cerca del lago de Galilea, se dedicaba a la pesca. Su situación económica no era mejor que la de los campesinos, porque también estaban controlado por los recaudadores de Herodes Antipas, que imponían tributos, impuestos, diezmos y tasas sobre derechos de pesca y utilización de los embarcaderos. La carga total era abrumadora. A muchas familias se les iba en tributos e impuestos un tercio o la mitad de lo que producían o pescaban.
La construcción de las ciudades de Séforis y TIberíades hizo más grande la brecha económica: yo fui testigo del crecimiento de la desigualdad que favorecía a la minoría privilegiada de estas ciudades, lo que provocaba más inseguridad y pobreza y la desintegración de muchas familias campesinas. Creció el endeudamiento y la pérdida de tierras de los más débiles. Los tribunales de las ciudades pocas veces apoyaban a los campesinos. Aumentó el número de indigentes, jornaleros y prostitutas. Cada vez eran más los pobres y hambrientos que no podían disfrutar de la tierra regalada por Dios a su pueblo.
Viendo y sufriendo esa realidad, especialmente después de la experiencia del Jordán y de saberme de un modo nuevo hijo y hermano, formando parte de la misma realidad de Dios[2] y de la humanidad[3] , ya no podía seguir igual: había llegado el momento de empeñar mi vida, enredarla para siempre entrando de lleno en lo que experimenté como proyecto de Dios: acoger su amor incondicional y compasivo, dejarme transformar por él, y empeñar la vida en hacer verdad la filiación y la fraternidad, es decir, acoger el Reino de Dios.
Mi gran pasión fue hacer comprender a mi gente esta radical novedad: no se trataba de hacer penitencia, guardar ayunos y prescripciones, ir al templo o cumplir la ley sino de entrar en la dinámica del Reino de Dios que ya está entre nosotros, acoger la alegría y la sorpresa de Su amor increíble a cada uno de sus hijos e hijas, a cada realidad[4]. Eso transformará el corazón.
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