La modelo -y, seguro, también el pintor- está tranquila y al mismo tiempo asustada
(Lucía López Alonso).- «No pinto lo que veo sino lo que vi». Con esa sentencia de madera da comienzo, en las salas del Museo Thyssen Bornemisza, la exposición de la temporada de invierno, ya a punto de terminar, dedicada a Edvard Munch. Una lectura superficial puede hacer pensar al espectador que el pintor pretendía criticar la pintura perceptiva, impresionista, en favor del arte más conceptual. Sin embargo, una segunda lectura le remite al pasado, a los recuerdos de infancia, a la nostalgia de lo perdido.
Atardecer. Melancolía. ¿Acaso no son lo mismo? Entonces la tercera obra de la primera sala da la respuesta: Atardecer. Melancolía. Sophie fue la encargada de leer esa carta. Todos los hermanos de Edvard, de pie o sentados, rodeaban la chimenea y el árbol de Navidad. Su madre, tan joven, se iba a morir ya, en el límite de la tuberculosis, y había escrito esa carta para esperanzar a su familia. En el cielo se encontrarían y estarían siempre juntos. Edvard lloraba lágrimas anchas. Sólo tenía cinco años.
Quizá obras como Dos seres humanos. Los solitarios conduzcan al espectador, nada más entrar a esta muestra comisariada por Paloma Alarcó y Clara Marcellán, tanto a esta melancolía inconsciente -el peso de una vida cargada de duras pérdidas- como a la «Agonía» que da nombre a la segunda sala.
Porque aquella niña que leyó la carta, aquella Sophie que cantaba y tocaba el piano, se convirtió en La niña enferma del célebre cuadro que el Thyssen ha traído a Madrid. Murió antes de cumplir los 16 años entre la humildad y la podredumbre de la adolescencia del pintor, quien se ocupó de que la muerte de su padre no le quedara tan cerca, marchando a Francia. En un suburbio de Saint-Cloud se escondió de la epidemia de cólera, pero su confusión emocional no pudo pasar desapercibida: pasó dos meses interno en un sanatorio en Le Havre.
Por eso lo fácil, al organizar una exposición dedicada al pintor noruego, es sintetizar sus obsesiones, sus locuras, su dolor; el desafío radica en encontrar la conexión entre la vida, la muerte y el amor; entre la sensibilidad creyente y el escepticismo del hombre que ha sido despedazado por la suerte.
Un vacío bajo la cama
El recorrido de la exposición continúa en la sala llamada «Mujeres», donde gobierna, sin duda, la obra Pubertad. La adolescente sostiene la mirada del espectador y le prohibe responder a los fósforos de sus ojos con morbo. Se acepta el miedo, pero nada más. Y es que la modelo -y, seguro, también el pintor- está tranquila y al mismo tiempo asustada. Las manchas rojas de sus manos hablan de sexo; la sombra de su lado, de incomunicabilidad; el lila y el verde de debajo de la cama hablan del hueco que separa al hombre de la mujer.
Y es que Munch no fue Botticelli. Nunca entendió a las mujeres, porque las perdió cuando era un niño. Así, los cuadros reunidos en ese apartado de la muestra, no son reales: la mujer no es un vampiro pelirrojo. La mujer es ésa, la de la sala de al lado, la de los cuadros de celos, deseos, prostíbulos y tabernas. La que llora porque no encuentra refugio.
Adán y Eva
Y sin embargo, Munch supo que Tras la caída, el que se quedó de rodillas sin saber qué hacer fue él, y no ella. Ella se puso en pie, acopió el coraje, y por eso, en medio del bosque, el color rojo del pelo de Eva muerde a Adán como una medusa. Con la misma honestidad el pintor revela en otra obra, El beso, su anhelo de que sea verdad que existe el amor. Que exista al menos, aunque sólo sea un contraste de penumbras.
«Vitalismo» es la última exposición de la muestra, donde aparece -quizá metida un poco a palanca- la esperanza que al espectador le faltaba. De repente, Munch ha pasado de ser -en palabras de Valeriano Bozal- «un Kierkegaard secularizado» a derrochar la serena ironía del ermitaño. En el puente no está esa momia humana que grita la angustia del ser: en el puente sólo hay unas niñas que podrían sonreír. El fondo no es un cielo volcánico en el que destaca una dura iglesia, sino un paisaje. Porque, al final de su vida, la propia noche salvó a Munch: veía estrellas sobre su granja. Y, como ha escrito Teresa Camps, quiso expresar que estaba solo, pero que se encontraba a gusto. «De mi putrefacto cadáver brotarán las flores», escribió el pintor.