El pequeño David que asemeja al laicado de Osorno, sin pretenderlo, con su resistencia ha reinstalado en el corazón de la Iglesia el anhelo conciliar de renovar radicalmente a una institución que, más allá de sus caídas y de sus contradicciones
(Marco A. Velásquez Uribe).- La historia sagrada relata la epopeya de los israelitas contra los filisteos, en un conflicto donde estaba en juego la consecuente esclavitud para los vencidos.
El poder de los filisteos era evidente y quedaba graficado con la figura del invencible Goliat; un guerrero que magnificaba los signos del poder representados en estatura, casco, coraza y jabalina. En medio de los aprontes para la guerra, el desafiante y temerario David -un joven pastor, menor de ocho hermanos, encargado por su padre para aprovisionar a los israelitas y a sus hermanos- se despoja de los mismos signos de poder, y se reviste de la debilidad de su estatura, de su juventud y de sus ornamentos de pastor, agregando cinco piedras, una honda y toda su confianza en el Señor. Así fue como David venció a Goliat, convirtiéndose en el símbolo de la victoria de los débiles que confían en Dios. (1 Sam 17).
Al cumplirse un año de la imposición de Juan Barros Madrid como obispo de Osorno, los hechos acontecidos desde aquel nombramiento, ocurrido el 10 de enero de 2015, provocan reminiscencias de la epopeya de David ante Goliat.
La fuerza de Goliat parece asemejarse a la porfía del obispo, quien desconociendo la voluntad mayoritaria de un pueblo se niega a aceptar una realidad inobjetable, como es la desconfianza que su persona produce en la comunidad cristiana por hechos repudiados y conocidos. Coherente con ello, Barros se escuda con todos los signos del poder eclesiástico, potenciados en la supremacía episcopal.
Casco, escudo y jabalina, son ahora mitra, pectoral y báculo; símbolos del servicio pastoral al pueblo de Dios, transformados en signos de amedrentamiento y sometimiento. Y para doblegar la voluntad de un pueblo que resiste con hidalguía, la porfía se ampara en un misticismo medieval incomprensible, aduciendo obediencia, subordinación y mortificación. Así, la pertinaz obcecación deja al descubierto la impronta de una peligrosa espiritualidad, la de El Bosque, conque su mentor, el padre Karadima, empapó a sus discípulos por los caminos de una desviada santidad.
Frutos de aquella viciada espiritualidad son: división eclesial, persecución pastoral, abandono de la comunidad, pérdida de la dignidad personal, detrimento de la condición episcopal, vergüenza y escándalo. Consecuentemente, el Cuerpo Místico está herido.
Entretanto, Osorno ha llegado a convertirse en un escenario mundial donde se confrontan dos maneras contrapuestas de ser Iglesia: una jerárquica e imperial, y la otra, conciliar. Muy lejos de los centros de poder, distante de Roma, en los confines del mundo, esa vocación terciaria y residual del laicado, numerosa y apagada por una eclesiología dominante y pre-conciliar, parece despertar de un prolongado letargo.
Con más convicción que rebeldía y con más intuición que planificación, el laicado de Osorno ha conseguido plasmar los elementos más genuinos de esa noción de Pueblo de Dios, conque el concilio comprendió a la Iglesia. En efecto, los acontecimientos de Osorno, y más allá de la agenda jerárquica de reformala, el movimiento de los laicos y laicas de Osorno ha logrado retomar la senda conciliar de autocomprensión de la Iglesia como Pueblo de Dios, abandonada y desahuciada por el Sínodo de Obispos de 1985.
En tal sentido, quienes ponen todo su empeño en la salida de Barros desde Osorno como una meta definitiva, podrían no comprender que la comunión universal (tarea común) con la causa de Osorno es más trascendente que el solo reemplazo de un obispo. Parece ser un soplo del Espíritu, en medio de un kairós, que apunta a sentar bases sólidas de algo más grande, como que otra forma de ser Iglesia, no sólo es posible, sino necesaria y urgente; la Iglesia Pueblo de Dios. También es oportuno estar prevenidos contra quienes ponen entre sus objetivos, la conquista de una cuota de poder eclesial para el laicado, contradiciendo la esencia de una Iglesia Pueblo de Dios.
En esa perspectiva, una pista de discernimiento es que después de diecisiete siglos de cristiandad, en que se fue abandonando progresivamente el camino del Evangelio, la Iglesia podría re-encontrarse con las huellas de Jesucristo, precisamente en el camino de la Pasión que ha significado la descomposición de sus estructuras jerárquicas y de poder. Para ello, ninguna emboscada de los enemigos de la Iglesia y ningún elemento exógeno a ella, ha tenido la fecundidad de la corrupción del clero que, con vicios de clericalismo, jerarcología y papolatría, se desbocó con el drama de los abusos de algunos de sus miembros contra menores inocentes.
Es como si el mismo Dios, para ordenar las realidades eclesiales, quisiera hacer visible la pestilencia de una realidad incuestionable que urge purificar y transformar.
Entonces, la imposición de Barros como obispo de Osorno es una circunstancia de la cristiandad, que reabre una herida lacerante, que es parte del Cuerpo Místico de la Iglesia, cuya causa escapa a la individualidad de Juan Barros Madrid y que compromete a todos los estamentos de la estructura eclesial, inclusive al mismo laicado.
El pequeño David que asemeja al laicado de Osorno, sin pretenderlo, con su resistencia ha reinstalado en el corazón de la Iglesia el anhelo conciliar de renovar radicalmente a una institución que, más allá de sus caídas y de sus contradicciones, tiene la obligación de levantarse para realizar la tarea ineludible de multiplicar la esperanza en un mundo sediento de sentido y de Dios. Sólo así, la epopeya del laicado de Osorno podría ser un nuevo símbolo de la victoria de los débiles que confían siempre en el Señor.