Ocurre con la "unidad de las iglesias" un equívoco semejante al que se produce con la mal llamada (canónicamente) "indisolubilidad del matrimonio"
(Juan Masiá sj).- Celebramos esta semana, como desde hace ya más de un siglo, el octavario de oración por la unión de las iglesias (entre las fiestas litúrgicas petrina y paulina del 18 y 25 de enero). Pero hoy la vivimos con el talante ecuménico postconciliar de «peregrinar juntos hacia la unidad» (Evangelii gaudium, n. 244), en vez del exclusivismo contrarreformista de la época de Pío X.
Hoy ya no presume la iglesia católica de ser el tronco del árbol en el que únicamente «subsista la iglesia de Jesucristo», del que se habrían desgajado, según la teología contrarreformista, las «ramas separadas». Para aquella mentalidad preconciliar, rezar por la unidad significaba pedir que las ramas separadas se reunieran de nuevo y reinsertaran en el tronco.
Cuando el 25 de enero de 1959 anunció el Papa Juan XXIII la convocatoria del Concilio Vaticano II dijo que, con esa ocasión, rogaba por «una amistosa y renovada invitación a nuestros hermanos separados de las Iglesias cristianas a participar con nosotros del banquete de gracia y hermandad, al que aspiran tantas almas en tantos rincones del mundo» (G. Zizola, L’Utopia di Papa Giovanni, p. 322).
Estas palabras del Papa le parecieron sospechosas a los funcionarios de la Curia que las «re-escribieron» en los términos siguientes en el comunicado de prensa oficial dado por el Secretario de Estado, Cardenal Tardini: «invitación a las comunidades separadas para buscar la unidad». Habían suprimido la calificación de «iglesias» y «hermanos». También había desaparecido la expresión que invitaba a «participar del banquete de gracia y hermandad», por miedo a que se viese en ella una invitación a la mesa eucarística (P. Hdebblethwaite, Juan XXIII. El Papa del Concilio, PPC, 2000, p.386-88).
Durante los años siguientes de preparación del Concilio y durante la primera sesión de este, prosiguió la tensión entre la propuesta ecuménica y la oposición contrarreformista. Deo gratias, al fin triunfó el ecumenismo en el Decreto Unitatis redintegratio, de 21 de noviembre de 1964.
Ahora la imagen ya no es la de una reunión de «ellos, las ramas» con «nosotros, el tronco». Ahora todos somos ramas separadas del tronco: Cristo. No se trata de que «ellos-ellas» vuelvan a «nuestro redil», sino de que todos «nosotros/nosotras, ellos/ellas, todos ramas» nos renovemos y reformemos continuamente: «todos examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo y emprenden la renovación y reforma» (Concilio Vat. II, Unitatis redintegratio, n. 4).
Sin embargo, es conocida la marcha atrás que se fue dando en los últimos años de Juan Pablo II. Después de la publicación por el card. Ratzinger de Dominus Jesus (Congregación para la Doctrina de la Fe, 6-VIII-2000), los escritos teológicos que se referían a las confesionalidades protestantes como «iglesias hermanas» eran amonestados por las correspondientes instancias inquisitoriales.
Por eso resultan tan positivas y esperanzadoras las palabras del Papa Francisco cuando repite que el anuncio de paz de Jesucristo «no es el de una paz negociada, sino la convicción de que la unidad del Espíritu armoniza todas las diversidades(EG 230). Francisco ve la marcha hacia la unidad deseada por Jesús: «que todos sean uno» (Jn 17, 21) como el camino hacia una meta: «siempre somos peregrinos y peregrinamos juntos» (EG 244).
Ocurre con la «unidad de las iglesias» un equívoco semejante al que se produce con la mal llamada (canónicamente) «indisolubilidad del matrimonio». Ni la una ni la otra son una propiedad o característica ya dada desde el principio, ni un punto de partida, sino una meta a la que se está llamado, se promete caminar y se camina, pero… La unión de las familias, comno la unión de los esposos y la unión de la familia humana, de la que aspiran a ser signo las iglesias son, como la paz, algo que hay que construir; son un don y una tarea, como suele repetir Francisco y ha repetido el Sínodo de los obispos.
No somos nosotros el tronco, con el monopolio de la verdad. Somos todos ramas separadas que peregrinan hacia el tronco de Cristo, sin tener ninguna el monopolio de la meta.
Pero, al mismo tiempo, tenemos también el optimismo esperanzador de saber que, aunque nos desviemos o separemos del tronco de Cristo por el camino, Él no se separa, sino que sigue estando con, en y junto a cada rama y «subsiste«, es decir, está presente, animando y vivificando con su Espíritu, a cada una.
También en la rama que a veces ha presumido de ser tronco, también en ella «susbsiste» la Iglesia de Cristo (C.Vaticano II, Lumen gentium n. 8). Como dirían nuestros hermanos budistas: «hasta los buenos se salvan». O como diría Jesús: «Hasta los que se creen justos se salvan, porque no he venido por los justos, sino por los pecadores… pero, como pecadores son todos…, pues resulta que por todos he venido para salvarlos a todos» (cf Lc 5, 32 y Mt 9, 13).
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