El día a día, vivido a la luz de la misericordia, equivale a gustar anticipadamente el cielo en la tierra
(Fausto Franco).- 1. Un contexto especial. Desde marzo de 2013, cuando el Papa Francisco salió al balcón del Vaticano para saludar a la multitud, sus gestos y sus palabras han ido encendiendo luces nuevas en el corazón de cristianos y no cristianos. Con su sencillez y su radicalidad, con su firmeza y su ternura, está consiguiendo que el Evangelio luzca más atrayente y revolucionario que nunca, que adquiera un sabor nuevo, y que Jesucristo se nos muestre mucho más amable y cercano.
¡Enhorabuena a RD por el concurso sobre el tema de la misericordia! Nos ayuda a pensar. Sirve para que muchos nos preguntemos si esto del Año Jubilar de la Misericordia es más de lo mismo – sólo cruzar puertas, peregrinar a Roma, confesarse y ganar la indulgencia -, o si lleva consigo una carga explosiva capaz de remover la bola del mundo.
2. La misericordia y nuestra vida personal. La misericordia, tal como la presenta y la vive el Papa Francisco, es una auténtica revolución que no deja títere con cabeza. Esta propuesta revolucionaria afecta en primer lugar a la vida de cada creyente: a nuestro modo de ver a Dios y a nuestra familiaridad con Él, a nuestros sentimientos y a nuestras ideas, a nuestras reacciones espontáneas y a nuestras actitudes más repensadas, a todos nuestros diarios comportamientos en sus mínimos detalles; nos afecta a todos y en todo. Nadie debería asustarse por ello, ya que se trata de una revolución evangélica y, en consecuencia, fuera de serie, deseable y maravillosa.
El hecho de «Ser misericordiosos como nuestro Padre es misericordioso», pone patas arriba nuestros mecanismos egoístas y mezquinos (cfr.MV n.13-14). La misericordia nos descubre horizontes inéditos, abre numerosas puertas en las relaciones interpersonales, y presenta rutas asombrosas para la convivencia humana y cristiana, para redescubrir las obras de misericordia. Este primer paso es fundamental; por tanto no estará de más reafirmar que, si nos negáramos a la conversión del corazón en nuestra relación con Dios y en el trato del tú a tú con los demás, resultaría vano cualquier otro intento de transformar la realidad que nos circunda y nos condiciona. El día a día, vivido a la luz de la misericordia, equivale a gustar anticipadamente el cielo en la tierra. Por eso mismo, vale la pena hacer el intento una y otra vez.
3. La misericordia y la vida de la institución eclesial. Todo lo anterior ya resulta grandioso; con todo, la propuesta va más lejos. Si tenemos en cuenta «La alegría del Evangelio» y todo el magisterio del Papa Francisco, la celebración del Año Jubilar nos plantea algo más hondo y más amplio que la conversión o transformación personal. La misericordia no es un negocio que se ventile únicamente en la intimidad de la conciencia y en los ámbitos reducidos del «yo-tú», o a lo sumo en la red de pequeños grupos del «nosotros-vosotros». ¡Qué triste y lamentable sería si el Jubileo de la Misericordia quedase reducido a estos círculos, y se bloqueasen otros pasos igualmente necesarios y urgentes! Se trata de una vertiente nueva que llama poderosamente la atención.
En la Bula del Jubileo encontramos afirmaciones sorprendentes; pero se corre el peligro de pasarlas por alto, o presentarlas de tal manera que queden reducidas a «lo que siempre se ha hecho» y se ha dicho. ¡Y no puede ser así! Basta con leer despacio alguno de los enunciados formulados por el Papa para darse cuenta de ello: «La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción pastoral debería estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia.
La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo» (MV n.10). Los términos, «viga maestra», «todo», «nada», «credibilidad de la Iglesia», son claros y contundentes. No admiten ambigüedades. Si aceptamos de verdad este planteamiento – y yo creo que no hay otra salida razonable y posible -, tendremos que prestar atención a las exigencias de la misericordia no sólo en las relaciones de persona a persona, sino también en el campo de los procedimientos y mecanismos institucionales. Es verdad que esto supone enfrentarse a un desafío gigantesco. Por una parte, habrá que superar rutinas e inercias de generaciones y vencer resistencias de todo tipo; por otro lado, se tendrán que repensar, a la luz de la misericordia, nada más y nada menos que las estructuras pastorales, administrativas y jurídicas vigentes en la Iglesia.
Por ejemplo, la confesión sacramental fue presentada en el pasado como si se tratara de un juicio especial donde el penitente tenía que detallar todos los pormenores y circunstancias de sus pecados para recibir la absolución. ¿Puede extrañarnos que este sacramento se haya convertido muchas veces en «una sala de tortura» en lugar de ser «un encuentro entrañable»? Esta situación ha ido cambiando.
El corazón se llena de alegría y esperanza con lo que dice el Papa Francisco: «Cada confesor deberá acoger a los fieles como el padre en la parábola del hijo pródigo: un padre que corre al encuentro del hijo no obstante hubiese dilapidado sus bienes.(…) No harán preguntas impertinentes, sino como el padre de la parábola interrumpirán el discurso preparado por el hijo pródigo, porque serán capaces de percibir en el corazón de cada penitente la invocación de ayuda y la súplica de perdón. En fin, los confesores están llamados a ser siempre, en todas partes, en cada situación y a pesar de todo, el signo del primado de la misericordia» (MV n.17). Esta directriz del Papa es lúcida y digna de admiración. Supone un cambio impresionante.
Ahora bien, hay decenas de otros asuntos en los que el miedo a pensar, y más aún el miedo a decir lo que se piensa, han dado origen a grandes males en la vida de la Iglesia. Hoy no tiene cabida dejarse condicionar por tales miedos.
El Papa Francisco ha dejado claro que sueña «con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación» (EG n.27). Frente a esta meta soñada por el Papa, ¡cuánta rigidez, que se ha ido acumulando a lo largo de los siglos! ¡Cuánta cerrazón instalada durante tiempo y tiempo en la teología, en la moral y en la acción pastoral! ¡Cuánta vanidad institucionalizada que continúa vigente en símbolos, ropajes y tratamientos medievales! A primera vista todo son obstáculos frente al aire nuevo de la Misericordia; y, a pesar de todo, ésta lleva las de ganar. Hay que aprovechar esta luz que nos llega, y tener capacidad de decisión para actuar. Lo que está en juego es «el rostro de Dios», y su proyecto para la Iglesia y para el mundo.
4. La misericordia y la vida de la humanidad. Después de este breve recorrido que acabamos de hacer, cabría preguntarse: ¿Hay quien dé más? La propuesta que lleva consigo el Año Jubilar va todavía mucho más lejos. «La misericordia posee un valor que sobrepasa los confines de la Iglesia. Ella nos relaciona con el judaísmo y el Islam, que la consideran uno de los atributos más característicos de Dios» (MV n.23) En este tiempo que nos toca vivir, los cristianos tenemos una gran oportunidad respecto a judíos y musulmanes; y también de cara a las otras tradiciones religiosas de la tierra. El Año Jubilar se convierte en ocasión excepcional para que todos, cristianos y no cristianos, eliminemos toda forma de cerrazón, y alejemos de nosotros cualquier tipo de violencia y discriminación que se dé por motivos religiosos (cfr. MV n.23).
Además, hay que pensar en la humanidad entera. El influjo de la misericordia no se reduce al campo de las religiones; ha de ser como «el pequeño grano de mostaza» que tienda a convertirse en frondoso arbusto y que pueda dar cobijo a numerosas y variadas aves. La sociedad civil está necesitando un nuevo aliento, unas referencias firmes e iluminadoras que despejen los nubarrones de la intransigencia, de los prejuicios y de los descartes. «Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de la indiferencia de los pueblos ricos. En este Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y la debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, ni en el cinismo que destruye» (MV n.15). Si deseamos un futuro mejor para «la madre tierra», la misericordia es esencial. Hoy es evidente que la supervivencia del género humano está en juego
5. El Jubileo de la misericordia no termina nunca. Jesucristo, con su propia vida y con sus enseñanzas, nos llama a vivir siempre con una renovada conciencia de hijas e hijos queridos por el Padre-Dios «rico en piedad y misericordia». De ahí que estemos invitados a desterrar definitivamente la imagen y la vivencia de un Dios justiciero y vengativo, que tantas veces han condicionado la fe y la vida de los cristianos. Todos podemos redescubrir el rostro de un Dios lleno de ternura, tal como nos lo presenta el Evangelio, que es «el mensaje más hermoso que tiene este mundo», (EG n.277). En consecuencia, nos cabe la grandiosa tarea de transformar nuestras mentes y nuestros corazones endurecidos, e iniciar otra manera de relacionarnos con Dios, con los seres humanos y con la creación entera.
Tenemos la tarea de abrir caminos nuevos en la vida de la Iglesia, de manera que ésta renuncie a cualquier forma de ostentación y prepotencia. Se acabó el ser fiscalizadores de la fe. Cada vez más, se espera de nosotros que hagamos lo que hizo Jesús en su paso por la tierra: ser casa de puertas abiertas, y hospital de campaña para curar las heridas de la gente.
Hay que alimentar la esperanza de que el Jubileo contribuya a que la Misericordia sirva para cambiar el modelo de una sociedad cerrada, avarienta y excluyente, y para impulsarnos a cuidar con esmero «la casa común», construyendo una nueva tierra regenerada y acogedora.