Sucesivas cajas de Pandora han dejado al descubierto sendas corrupciones
(Alfredo Barahona, revista claretiana TELAR).- «La corrupción es la polilla, es la gangrena de un pueblo», sostuvo en su visita aún reciente a Paraguay el papa Francisco, en uno de sus memorables encuentros con miembros de la sociedad civil. Agregó que «si un pueblo quiere mantener su dignidad tiene que desterrar» este flagelo; «estoy hablando de algo universal».
Reflexionábamos hace poco sobre cómo la plaga de la corrupción corroe sistemas políticos, administrativos, financieros, económicos, eclesiales y hasta deportivos a lo ancho del mundo. Francisco no peca así de exagerado. Pero se quedaría corto si entendemos que la corrupción gangrena sólo a las instituciones.
Aparte de que toda acción, buena o mala, es obra de personas y no de las instituciones, los seres humanos no se hacen corruptos de la noche a la mañana; se llega a transgresiones morales graves tras una secuela de faltas, infracciones o conductas reñidas con la ética que suelen haberse multiplicado o fueron «in crescendo» desde temprana edad. Debilidad en los valores inculcados por la familia o la educación formal, o bien la autoindulgencia o lenidad con que se ha ido ensanchando la propia manga sin cuestionar lo que se deja pasar por ella, pueden derivar en que lleguen a colarse con el tiempo verdaderos delitos que no intranquilicen al transgresor en tanto no sean descubiertos.
«Quien es fiel en lo poco lo será también en lo mucho», sostiene el Evangelio (Lucas 16,10) como camino seguro por el que ha de transitar nuestra vida en las relaciones sociales. Por el contrario, con su dureza singular frente a los hipócritas, Jesús fustiga al que no ve la viga atravesada en su ojo, pero rasga vestiduras ante la paja en el ojo ajeno (Lucas 6, 41-42).
Valga preguntarse entonces de cuántas formas cada uno de nosotros -parodiando similar anatema del Salvador (Mateo 23,24)- haya ido dejando de colar los mosquitos y podría llegar a tragarse el camello, como otros a quienes crucificamos por corruptos.
Es que las «pequeñas mentiras», los «engaños inocentes» y las transgresiones para sacar provecho no suelen cargarnos la conciencia ni acarrean habitualmente la sanción social; por el contrario, son sinónimos de viveza, picardía, sagacidad e ingenio para sacarles partido a las circunstancias.
Ello se tolera, se incentiva y hasta se enseña en el hogar, con el «dile que no estoy», y otros engaños «inocentes». De ahí el «educando» salta al colegio, donde copia resultados en las pruebas o exámenes, saca partido de las situaciones para ubicarse, elude trabajos e incumple obligaciones engañando. Hará lo propio en los niveles superiores y hasta en la universidad. Luego en los ámbitos laborales o en el desempeño profesional.
Para entonces ya habrá acumulado incontables transgresiones y falsedades en orden a «bien vivir», aunque la necesidad no obligue. Ejemplos: el transporte público en Santiago de Chile registra actualmente un 25% de evasión del pago de pasajes. Una investigación reciente demostró que la infracción más alta ocurre en uno de los barrios más pudientes de la ciudad. El sistema pierde 415 millones de dólares al año, mientras sólo el 17% de los evasores está bajo la línea de la pobreza.
Otro gravamen enorme sufren los sistemas de salud del país por licencias médicas falsas o exageradas que se presentan en los trabajos. Y en otro ámbito, vergüenza nacional provocó, tras un gran terremoto reciente, un saqueo de centros comerciales donde aprovechadores del caso hurtaron frente a cámaras de la televisión no simplemente artículos de primera necesidad, sino sobre todo televisores, lavadoras, microondas, computadores y cuanto pudieron echar en sus autos. Eran hasta médicos y abogados.
Un reguero de indignación pública recorre países de aquí y de allá donde sucesivas cajas de Pandora han dejado al descubierto sendas corrupciones de políticos y otros grandes centros de poder. Mientras el clamor público se alza con justificación frente a ellos, ¿no valdrá la pena preguntarse quién puede «lanzar la primera piedra»?