Andrés Ortíz-Osés

Teología laica

"La esencia del hombre consiste en estar abierto por una brecha que no se puede cerrar"

Teología laica
Andrés Ortíz-Osés

Esa brecha existencial solo se puede supurar a través de la relación fratriarcal o de hermandad simbólica

(Andrés Ortíz-Osés).- En la reunión anual del Instituto teológico para seglares «Berit» de Zaragoza, su director Francisco Martínez recomendó un libro desapercibido de Luis María Chauvet, profesor del Instituto católico de París: Símbolo y sacramento: dimensiones constitutivas de la existencia cristiana, publicado hace unos años por Herder de Barcelona.

Se trata de un libro importante, una especie de Teología laica o laical, ya que presenta la cosmovisión cristiana en diálogo con la filosofía y las ciencias humanas, concitando al existencialismo y el estructuralismo, al psicoanálisis y el marxismo, la hermenéutica y la posmodernidad. Esta obra de conjunto sintetiza bien el diálogo contemporáneo de la religión con la secularidad, de lo sagrado con lo profano, de la cultura cristiana con la cultura pagana.

Repasaremos aquí diacríticamente esta obra intrigante de Teología secular, desde nuestra propia filosofía hermenéutica, reinterpretando su problemática simbólica en pro de una Teología fratriarcal.

1.- Teología simbólica

El autor asume la tradición teológica críticamente, transitando de una visión entitativa y esencialista a una revisión simbólica y existencial. De acuerdo con M. Heidegger, el hombre no es el dueño del ente sino el pastor del ser, el cual dice apertura radical. Frente a la vieja «ontoteología» que se define por su fijación a la realidad objetual, la nueva teología simbólica trasmuta la fijación en figuración, pasando del mundo cósico de los objetos al mundo humano de la significación dialógica y del sentido intersubjetivo.

El hombre dice «ex-sistencia», y se constituye no en cerrazón con el ente, sino en la apertura del ser, es decir, como abrimiento existencial a la otredad. Esta alteridad altera y rompe el armazón de lo entitativo (lo que Heidegger llama Gestell), desarmando su cosificación en nombre de la fluidificación lingüístico-simbólica que nos caracteriza como animales simbólicos.

El hombre no se sitúa en medio del ente, los entes o las cosas, sino en su mediación lingüístico-simbólica, la cual está significada por el ser y su trasfondo de sentido implícito o implicado, compartido. La realidad bruta del ente y de los entes queda atravesada por el lenguaje del ser, el cual rompe y rasga esa presencia ruda de la realidad dada como dato inmediato, mediante su revisión simbólica. El símbolo no dice lo real sino lo surreal, no lo dado o datación sino su dación o dotación. Frente a la presencia tosca del ente, el ser dice presencia surreal, relación trascendental, horizonte de sentido.

2.- El sujeto simbólico

El mundo de los objetos dados es un mundo clausurado y reificado, el cual resulta rasgado por el sentido del ser como trascendencia inmanente. Pero el ser no es un ser o ente, sino la relación trascendental de los seres, tal y como se articula en el lenguaje cultural prototípicamente simbólico. La retracción del ente al ser es la retracción de lo real insignificante a su significación o significancia simbólica, es decir, a su sentido humano. Esta retracción de lo insignificante a lo significante se realiza mediante el lenguaje como mediación significativa, lenguaje que tiene al hombre como «de-nominador» común de cosas y realidades.

El sujeto humano no se deja sujetar ni reducir por el objeto inmediato, sino que se yergue en el lenguaje, el cual mediatiza los objetos significativamente. En este contexto cultural el sujeto sufre un «diferimiento», como dice L.M.Chauvet, un rodeo que evita su regresión cuasi incestuosa a la realidad-madre (natural), en el nombre del padre y su simbólica proyectiva (cultural). El sujeto pierde así el paraíso original imaginario, sufriendo una castración simbólica bajo la ley paterna de la prohibición del incesto.

De esta guisa, el sujeto mortifica su omnipotencia infantil, muriendo al pasado narcisista en aras del futuro. Es el nombre y la figura del padre quien, según J. Lacan, saca al sujeto de su encerrona matriarcal, proyectando un orden simbólico que supera la naturaleza animal en cultura humana.

3.- El simbolismo sublimador

En esta tesis lacaniana compartida por el (pos)estructuralismo, el simbolismo rompe la inmediatez de lo natural por la mediación cultural. Como dice E. Ortigues, el simbolismo introduce en la vida animal el lenguaje cultural a modo de pacto intersubjetivo entre yo, tú y él.

El simbolismo representa así la ley del otro, la alteridad, que en el lacanismo se interpreta lacónicamente como el paso o tránsito del ámbito matriarcal al patriarcal, mediante la prohibición de la regresión incestuosa. Ahora bien, en esta visión (pos)estructuralista se supera la regresión matriarcal en nombre de la proyección patriarcal, reafirmando así subrepticiamente nuestra cultura patriarcal de signo antimatriarcal.

Sin embargo, frente a esta superación patriarcal del estadio matriarcal, nuestra hermenéutica simbólica se sitúa a favor de una «supuración» tanto del estadio matriarcal como del estadio patriarcal, ahora en el nombre democrático de un nuevo estadio «fratriarcal». Matriarcado y patriarcado quedan así remediados simbólicamente en el fratriarcado.

Pues bien, en el fratriarcado la tradicional prohibición patriarcal del incesto (matriarcal) se reconvierte en «inter-dicción» del incesto mediante el lenguaje, es decir, en articulación lingüístico-simbólica del incesto a través de su sublimación y trasfiguración en la figura o figuración del hermano, ya no consanguíneo o particular sino simbólico o cultural, universal. El amor natural de carácter cerrado (endogamia) se abre así al amor cultural de carácter abierto (exogamia), precisamente a través del lenguaje y la relación simbólica abierta (frente a la clausura literal o entitativa, natural o consanguínea).

El lenguaje simbólico de la cultura humana, esencialmente abierto, articula así el caos y la confusión originaria (incestuosa) en el logos y su difusión universal. Pero el simbolismo fratriarcal no solo critica el incesto o la cerrazón con la madre, sino también con el padre, en nombre de una hermandad diferida, basada ya no en la filiación natural sino en la afiliación simbólica o cultural.

4.- Cristianismo y fratriarcado

Si la regresión matriarcal resulta típica del trasfondo preindoeuropeo (protomediterráneo), la proyección e identificación patriarcal resulta típica de la cultura indoeuropea (y semita). En el medio o mediación simbólica de ambas culturas comparece históricamente el cristianismo, con su concepción medial de un fratriarcado abierto de carácter universal y universalista (de Jesús a Pablo).

Mientras que el antiguo matriarcalismo era un naturalismo, el moderno patriarcalismo es un racionalismo abstractoide. En su remedio o mediación el cristianismo afirma la figura simbólica de la persona como esencialmente fratriarcal: a la vez mediadora del ánima matriarcal y del ánimus patriarcal, síntesis encarnatoria de la naturaleza y la cultura. En la teología cristiana esta correlación de los contrarios está simbolizada por el Espíritu Santo como nexo entre el Padre y el Hijo, una figura que personifica el amor del Padre y del Hijo, la hermandad o afiliación de los contrarios, el alma relacional del mundo.

De aquí que el Dios cristiano ya no sea el viejo Dios todopoderoso sino todoamoroso, el cual se encarna en la cruz del hombre y en la encrucijada del mundo. El Dios cristiano es el Dios crucificado, lo que lo convierte en un Dios vacío de la prepotencia divina, un Dios-hombre cuyo cuerpo desaparece del sepulcro vacío y sólo cabe redescubrirlo simbólicamente en su Iglesia como el resucitado o resuscitado. Pero entonces la Iglesia, como dice lúcidamente L. M. Chauvet, se convierte en la presencia de la ausencia del Dios.

En efecto, la presencia del Dios en la Iglesia es esencialmente sacramental, y por lo tanto simbólica, mientras que la propia Biblia no deja de representarlo simbólicamente a través del lenguaje espiritual de la Escritura. Incluso en la praxis o práctica pastoral, el Dios cristiano solo es visible en el rostro del otro como persona, en la hermandad interhumana, en la «liturgia del prójimo». En definitiva, es el amor el que resuscita a Dios en el hombre, así como al hombre en Dios.

5.- Conclusión: la brecha existencial

Como dice sutilmente Luis María Chauvet, la esencia del hombre consiste precisamente en estar abierto por una brecha que no puede cerrar. Que no se puede cerrar ni se debe obturar, pero tampoco superar con mitos matriarcales (regresivos) ni razones patriarcales (abstractoides). Esa brecha existencial solo se puede supurar a través de la relación fratriarcal o de hermandad simbólica, así pues a través de una civilización de la fraternidad universal que supere toda clausura de la razón y toda cerrazón del corazón, toda particularidad o particularismo en pro de una humanidad transfronteriza, pero que asuma su contingencia.

La brecha del hombre es la brecha de la ex-sistencia humana abocada a la muerte y, por tanto, a la ausencia. La presencia en el mundo acaba siendo la presencia de una ausencia. El hombre muere pero queda su huella simbólica en la cultura humana. El propio Dios cristiano muere pero queda su Espíritu de amor, así como su Iglesia, la cual es la presencia de su ausencia.

Así que la brecha existencial del hombre es la «herida trágica», la fisura real que solo puede suturarse simbólicamente, pero ello dice abiertamente. En la comunión totémica de la eucaristía cristiana el propio hombre experiencia esta apertura como un comer y ser comido, comulgar y ser comulgado, asimilar o transustanciar y ser asimilado o transustanciado, trascender y ser trascendido. Aquí radica la brecha radical que constituye nuestra existencia en apertura: apertura trascendental simbolizada por el ser que nos traspasa como un rayo o relámpago simbólico y, por tanto, de doble signo: luminoso y opaco, vital y mortal, límite e implicación, presencia y ausencia.

6.- Bibliografía mínima

– Luis María Chauvet: Símbolo y sacramento: dimensión constitutiva de la existencia cristiana.

– F. Nietzsche: Humano, demasiado humano.

– M. Heidegger: Carta sobre el humanismo.

– C. Lévi-Strauss: Antropología estructural.

– Jacques Lacan: Escritos.

– S. Breton: El Verbo y la Cruz.

– E. Ortigues: El discurso y el símbolo.

– E. Levinas: Totalidad e infinito.

– J. Moltmann: El Dios crucificado.

– E. Trias: La aventura filosófica.

– P. Lanceros: La herida trágica.

– L. Garagalza: El sentido de la hermenéutica.

– A. Ortiz-Osés: El Dios heterodoxo.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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