Lo que emerge cuando contemplamos es lo que debe de ser dicho y eso es la leyenda
(Manuel Mandianes).- Los objetos de los museos y las ruinas nos causan admiración por sus proporciones armónicas, porque cumplen el canon que exigimos a un objeto para calificarlo de bello, pero la vida del que las visita tiene sentido sin ellas aunque el contemplarlos les causen profundos sentimientos, mucha veces sin ninguna relación con los sentimientos que producían a aquella gente que las mando hacer, que los hizo, que los utiliza.
Lo que se ve no es más que un toque de atención para que sigamos hasta lo que oculta, nos lleva a lo que creían y pensaban los hacedores de estas maravillas, su concepción del mundo, su filosofía de la vida. Las estatuas no eran más que un pretexto para provocar el más allá, vías de comunicación con lo sobrenatural, para ser transportados al otro mundo. Solo contemplando y estudiando podremos desvelar lo oculto detrás de todo lo que estamos viendo.
Los templos
Este templo que ahora vemos en ruinas agrupa en torno un universo de relaciones, remite a las creencias del pueblo que lo erigió con la intención de honrar a un dios que, en principio, debía morar en su interior; abre la verdad de aquel mundo griego del pasado que se hace presente a quien contempla y se deja poseer por esta obra de arte. Mirar es mostrarse a sí mismo, abrirse, ir al encuentro y estar ahí para dejarse invadir por lo que se está mirando.
El templo abre un mundo, es un acontecimiento que nos puede decir muchas cosas sobre lo que pensaban los griegos sobre el cielo y sobre la tierra si vemos más allá del volumen y la forma delante de los que estamos. El templo, que pasaba desapercibido a los griegos de aquel tiempo por ser un objeto de la vida cotidiana: un útil manejable, solo adquiere sentido cuando se convierte en lugar para lo que ha sido construido: para rendir culto, veneración al dios.
Las estatuas, el arte en general, no necesitan la palabra, son la visibilidad de lo esencial que se des oculta poco a poco. La estatua y el templo se hallan en dialogo silencioso con el hombre pero esas obras solo hablan inscritas en el mito, la leyenda sobre los dioses.
La verdad para los romanos, para el cristianismo es lo contrario de la falsedad. Lo verdadero es lo que se afirma a sí mismo, lo que permanece arriba y llega de arriba. Para los griegos la verdad va apareciendo en la medida en que desocultamos lo que está detrás delo que se ve; es un desvelamiento de lo que hay detrás, un comportamiento interior y espiritual.
El camino no es el trayecto de un lugar a otro sino la tarea de llegar a lo que está detrás de lo que aparece. Apartarse del camino quiere decir, una distorsión de lo que, por la mirada, llega del camino al caminante. El odos, camino, es algo parecido a o que es el método en la ciencia moderna. Para los romanos, el misterio, el secreto es lo que aún queda por explicar; el misterio es un residuo, algo superfluo, lo sobrante.
Los dioses griegos
El Dios del Antiguo Testamento da órdenes: debes, no debes. Los dioses romanos significan orden y voluntad, mandato, para sobre pasar a los otros y dominarlos. Los dioses griegos no ordenan, no imponen un orden, dan señales. Los dioses griegos nacen, se casan, se pelean, hacen el amor, tienen hijos. Lo extraordinario es lo simple, lo inaparente, lo inasible para la voluntad, lo que sustrae a sí mismo de todos los artificios y de todos los cálculos porque sobre pasa toda planificación.
Para los griegos lo divino se funda inmediatamente en lo extraordinario de lo ordinario. Los griegos representan y piensan a los dioses como hombres porque el hombre se descubre a sí mismo como hombre en su relación con los hombres. Para los griegos, lo asombroso es lo simple y lo asombroso es lo extraordinario y de lo extraordinario emerge todo lo ordinario. Lo extraordinario apare solamente en la forma de lo ordinario.
Lo extraordinario es lo simple que brilla en lo ordinario. Lo más lejano es lo más cercano y lo más cercano lo más lejano. Los dioses griegos, como los hombres, impotentes frente y contra el destino, nos miran desde el interior y desde la esencia de eso que estamos viendo porque, a pesar de sus cualidades humanas, son más inmateriales y espirituales que los hombres.
Los dioses nuevos nunca vencen del todo, hasta borrarlos sin dejar huella, a los viejos dioses; una revolución, por muy perfecta que sea, nunca acaba con lo anterior, y la tradición, con el paso del tiempo, tampoco se repite idéntica a si misma sin cambio alguno.
En Grecia, las calles tienen nombres de santos y las personas de dioses; los montes están coronados y los recovecos llenos de iglesias pero en los parques, los jardines, las plazas y las calles se palpa, se ve y se siente a los dioses andar. Es tal la presencia y el peso del pasado que Atenas da la impresión de un caos sobre el que reinan silencios y secretos pensamientos convertidos en escombro. Como si el cielo se hubiese desplomado sobre la tierra. Las personas parecen hormigas que arrastran sus recuerdos zigzagueando entre las ruinas, pisando los espacios vacíos ocupados por lo divino.
Una tendencia de los humanos es la de olvidar el misterio que lo rodea y contentarse que todo está en lo que a simple vista ve. En estos monumentos, en estos templos, en estos capiteles el tiempo se ha hecho humanidad. Lo que es un país, lo que es Atenas, se va desocultando, va emergiendo, poco a poco al que está abierto al conocimiento con el estudio, la contemplación.
La intimidad
«Hay que nacer», hay que vivirlo», hay que ser de aquí». Eso responden las gentes cuando se les pregunta por la devoción a su santo patrono, por el entusiasmo que ponen en la celebración del carnaval, los forofos de un equipo de fútbol, los aficionados a los toros. Estos interesados se descubren a sí mismos contemplando y viviendo, sienten, descubren algo en ello que los demás ni ven ni sienten porque van más allá de lo material, dejan salir la esencia de lo que aquello es aunque no lo parezca. Esto demuestra la intimidad del hombre con el terruño, con el lugar.
Lugar es una multiplicidad de lugares relacionados por la pertenencia entre sí; es el dónde en donde brilla lo extraordinario, en donde la cosa se manifiesta y en donde, como en ningún otro sitio, los acontecimientos envuelve la vida del hombre y la configuran; en donde ese hombre se deja poseer por lo que lo está mirando dese la cosa, dese el acontecimiento. Aquí el tiempo y el espacio se cofunden o desaparecen para hacerse presencia, éxtasis, y el hombre llega a la presencia de si mismo, en la presencia de lo divino. Esto es la intimidad.
Silencio
Sólo guarda silencio quien tiene algo que decir, los demás deberían callar aunque, por norma general, son quienes más hablan. «Los griegos guardan con frecuencia silencio, específicamente a cerca de lo que es esencial para ellos. Y cuando expresan lo esencial, lo hacen también entonces de modo que al mismo tiempo guardan silencio […]. Y la palabra es, según su esencia, lo que deja aparecer el ser del nombrado», escribió Heidegger en Parménides. Lo que emerge cuando contemplamos es lo que debe de ser dicho y eso es la leyenda.
La leyenda sobre los dioses es el mito, lo original que nos mira a medida que desocultamos lo que hay detrás de lo que aparece. La esencia del hombre, experimentada por los griegos, es determinada a partir de su relación con el ser emergente, de tal modo que el hombre es quien tiene la palabra. La teología cristiana de las postrimerías dice que el hombre sólo alcanzará la felicidad y la plenitud completas con la visión beatifica.
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Hay que retroceder siglos para ponerse en la piel de aquellos griegos sin por ello renunciar a la armonía, a la belleza de la obra de arte. La verdad de una cosa se encuentra en su destilación paciente, más que recorre lugares hay que escudriñarlos.
Ni se trata de descubrir lo verdadero o lo falso sino de cómo los hombres han ido forjando su hábitat. La realidad verdadera no es nunca la más manifiesta. La veneración por los museos, las ruinas, los restos que hoy se aprecia por todas partes tal vez no sea más que un intento de configurar esa amorfa infinitud del abismo propio de un presente sin raíces; un intento de escuchar los rumores de la noche de los tiempos.