Lo decisivo, ahora y siempre, es ser más humanos, humanizar la convivencia, defender la justicia, luchar contra el sufrimiento
(José María Castillo).- ¿A qué nivel de degeneración ética y moral hemos llegado, en este país nuestro, que ahora mismo nos vemos en la extraña situación de constatar que aquellos que más nos engañan y nos roban son los que -según dice todo el mundo- tienen más aceptación para seguir gobernando?
Cuando, en una sociedad, las víctimas quieren que les sigan mandando los mismos que les han engañado y robado, los que han sido los más directos responsables de la desigualdad social, de la riqueza asombrosa de unos pocos a costa del hambre, la pobreza y la miseria de una sobrecogedora mayoría de desamparados, abandonados, parados, engañados, gentes sin esperanza y sin futuro, sin duda alguna es que en esa sociedad ocurre algo muy extraño y, en todo caso, muy preocupante.
Ya sé yo que lo que acabo de decir y tal como lo acabo de decir, es algo que necesita ser matizado y precisado desde muchos puntos de vista. Porque el extraño fenómeno, que acabo de apuntar, no es tan simple como acabo de indicar. Esto es cierto. Y sin embargo, es un hecho incuestionable que vivimos en una sociedad y en una cultura en la que tenemos una Constitución que establece unos principios y unos derechos que, a la hora de la verdad y cuando venimos a la práctica diaria de la vida, resulta que las leyes, que aplican los principios constitucionales, lo que en realidad hacen es contradecir esos principios constitucionales.
O sea, en España tenemos unos grandes principios fundamentales y unas leyes que tienen (o deberían tener) la finalidad de que esos principios se pongan en práctica. Pero resulta que, con demasiada frecuencia, las leyes, que se dan o se mantienen, están pensadas y redactadas de manera que, con esas leyes, lo que se consigue es hacer imposible la puesta en práctica de la Constitución. No hace mucho, hemos oído al presidente del Tribunal Supremo afirmar en público que el Derecho Penal está pensado y redactado para castigar a los «robagallinas». ¿Y a los que se llevan millones a los paraísos fiscales? ¿Y a los profesionales que, en la declaración de la renta, no dicen lo que realmente ganan? ¿Y la cantidad de privilegiados, que no pagan determinados impuestos, o pagan fianzas y salen de la cárcel, o no pagan al fisco las debidas tasas «por ser Vos quien sois» (parlamentario, clérigo, millonario con sus millones fuera de España…)?
¿Cómo se nos han educado en este país? ¿Qué hemos visto en nuestras familias? ¿Qué nos han dicho nuestros educadores? Cuando existe la opinión generalizada de que el talento y la categoría de una persona se mide más por «lo que gana» que por «lo que produce», es evidente que, donde ocurre eso, lo que manda es la ambición, no la honradez. Y el que manda, ambiciona mandar porque sabe que así, y mientras mande, se forrará de dinero. Esto es así, hasta el extremo de que esta convicción encanallada, de hecho, tiene más fuerza y resulta más determinante que las demás convicciones que pueda tener una persona, ya sean convicciones políticas (caso frecuente en la gente de izquierdas) o convicciones religiosas (lo que ocurre tantas veces en gentes de derechas o en «personas consagradas»).
Repito que todo esto se puede (y se debe) matizar todo lo que sea preciso. Pero quiero y debo terminar insistiendo en que en esto está el problema más grave y más urgente que España tiene que resolver en este momento. Lo que nos tiene que preocupar no es quién nos va a gobernar, sino si quien nos va a gobernar es gente honrada, intachable, ejemplar. Gente interesada y preocupada, antes que nada, por remediar el sufrimiento de los últimos.
Hace más de un siglo, Max Weber nos recordaba el criterio que Cromwell le señaló al Parlamento después de la batalla de Dumbar (septiembre de 1650): «Os ruego que evitéis los abusos de todas las profesiones, especialmente de una, que hace a muchos pobres para que pocos se hagan ricos: eso no beneficia a la comunidad». ¿No tendría que ser éste nuestro criterio a la hora de elegir a nuestros gobernantes, a nuestros maestros, a nuestros profesores, a los sacerdotes a los que queremos oír y aquellos de los que nos fiamos? ¿No debería ser éste el principio determinante de nuestra vida y nuestra conducta? El criterio determinante no tendría que ser la seguridad económica, la defensa de las ideas conservadoras o progresistas, de derechas o de izquierdas, las de los católicos o los de otras creencias. Lo decisivo, ahora y siempre, es ser más humanos, humanizar la convivencia social, defender siempre la justicia, luchar siempre contra el sufrimiento y el desamparo de la gente. Sólo así, podremos ser auténticos españoles. Y también auténticos creyentes religiosos, si es que es eso lo que pretenden.
Para leer más artículos del autor, pincha aquí: