Esto de los santos a los que pedimos "intercesión" no deja de ser una obstinada herejía oficial que nuestros "maestros" no son capaces de ver
(Jairo del Agua).- En la santa Misa después de la Palabra nos introducimos en la parte del Pan con el Ofertorio. Nos encontramos algunas oraciones bellísimas, en las que nos ofrecemos, damos gracias, adoramos, aspiramos a los bienes espirituales, evocamos la fundación de nuestros misterios: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22,19).
Pero poco nos durará la alegría. Pronto insistiremos en dirigirnos a un «dios sordo» (óyenos, escúchanos), a un «dios amnésico» (acuérdate) y a un «dios duro e implacable» al que nuestros santos -más misericordiosos- han de convencer. Naturalmente volvemos a pedir por la Jerarquía, ellos los primeros, como Dios manda (¿?).
Esto de los santos a los que pedimos «intercesión» no deja de ser una obstinada herejía oficial que nuestros «maestros» no son capaces de ver. O, tal vez, como ellos no se van a excomulgar porque se consideran «propietarios de la viña», pues cabalgan herejías a su antojo sin consecuencia alguna, salvo el escándalo de los fieles: «Al que escandalice a alguno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valdría que le ataran una piedra de molino y lo tiraran al mar» (Mt 18,6 y Sinop.)
Después insistirán en la verdad y obligatoriedad del «Magisterio» sin darse cuenta que son ellos quienes lo echan por tierra. «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (He 5,29), por tanto lo más eficaz para dominar a los fieles es suplantar al mismísimo Dios y afirmar sin sonrojarse que ellos son su voz auténtica. ¿Por qué descalifican al Espíritu Santo y se creen por encima? «¿No os ordenamos solemnemente que no enseñaseis en nombre de ése?» (He 5,28). ¿Y tú qué harías? Porque yo seguiré escribiendo, anunciando y denunciando.
Cuando medito en este tema de los santos, del que he escrito en varias ocasiones (1), alucino en colores. No puedo explicarme que los «sabios y entendidos» (Mt 11,25) nos presenten un «dios limitado e inmisericorde» que necesita ser movido por nuestros santos humanos (al parecer más santos que el Santo), a los que solicitamos «intervención» ante ese «dios inaccesible y olvidadizo».
Es decir, les pedimos que nos ayuden ante un «dios amnésico» que ha olvidado que nos creó y qué necesidades tenemos. Mientras que el Abba de Jesús «conoce todas nuestras necesidades» (Mt 6,32) y «tiene contados hasta los cabellos de nuestra cabeza» (Mt 10,30).
Por esa razón, denuncio una vez más a esos «maestros necios» que no saben quién es el Abba de Jesús y mucho menos mostrárnoslo. Su pecado es muy grave: «¡Ay de vosotros maestros de la ley que os habéis guardado la llave del saber! Vosotros no habéis entrado y a los que estaban entrando les habéis cerrado el paso» (Lc 11,52). «Yo os digo que si vuestra justicia no supera la de los maestros de la ley y la de los fariseos, no entraréis en el reino de Dios» (Mt 5,20).
Casi todas las «oraciones oficiales», recogidas en la Liturgia, parten de la base de que hay que mover a Dios. Esas oraciones nos inducen a imaginar un «dios de piedra» que ha de ser empujado por el santo del día o por toda la corte celestial.
En la Biblia se habla del «corazón de piedra» de los hombres. Nosotros lo hemos vuelto al revés y rezamos a un «dios de piedra». Hemos hecho realidad aquello de que «Dios nos creó a su imagen y semejanza y nosotros le hemos devuelto el favor» (Voltaire).
Se parte de un error teológico garrafal (¿cómo es posible que yo pecador lo vea y los obispos no?): Concebimos un «dios pasivo» al que tenemos que movilizar con nuestras oraciones, influencias y palancas (santos, vírgenes, promesas, cadenas, desagravios, sacrificios, peregrinajes…).
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