Personas, como Sosa, como Bergoglio, pueden soportar bien los pesos sin calcular demasiado
(Antonio Spadaro, sj.).- Arturo Sosa era mi «compañero de pupitre» durante la Congregación General. Unos días antes de comenzar, me había dicho que estaríamos sentados juntos. En los días anteriores a su elección hablamos de muchas cosas, algunas quizá sin importancia, otras más serias. Pero, en cualquier caso, sentía junto a mí a una persona con mucha energía y serenidad. Una persona decidida, reconciliada con la vida y con sus experiencias pasadas.
El día de la elección intercambiamos pocas palabras. El clima era de silencio y profundo recogimiento interior. Yo le había enseñado el cuadernillo en el que estaba tomando algunas notas. En la tapa estaba grabada una frase de san Ignacio en inglés: «Go forth and set the world on fire», es decir, «Id y prended fuego al mundo». Su comentario había sido: «Sí, pero hoy el mundo está ya en llamas, desgraciadamente en otro sentido…».
Un día estábamos hablando del papa Francisco. Me dijo que había conocido a Jorge Mario Bergoglio durante la Congregación General 33, en 1983. Arturo tenía apenas 35 años, era muy joven para ser un «padre congregado». Bergoglio -que entonces tenía 47- lo veía joven y fuerte. Por eso le puso un apodo: «potrillo». La recomendación que el papa le ha hecho cuando ha tenido noticia de su elección como general ha sido: «Sé valiente».
El día de la elección estábamos todos bien vestidos. Él iba con traje y clergyman negro, que «destacaba» mucho sobre el bigote y el cabello blancos. Yo me daba cuenta de que, ya llevase sus queridas camisas de cuadros o vistiese un traje oscuro, él no cambiaba de estilo. Así lo he conocido siempre: como alguien capaz de ser siempre él mismo y de sentirse cómodo en las situaciones más diversas. El recuento de los votos indicaba ya que su elección era inminente. Y él estaba tan sereno como antes del comienzo de la votación, como el día anterior… Casi sin pensarlo, extendí el brazo como para consolarlo por el peso que estaba cayendo sobre sus espaldas. Me di cuenta de que lo estaba abrazando. Él, tan sereno como antes, se limitó a balbucear algo así como: «Si hay que comerse la gallina, no queda más que poner a hervir el agua…».
Aun después de alcanzar el número de votos necesario, no se alteró. Siguió escribiendo algo en su cuadernillo. Hasta que, terminado el recuento, estalló un aplauso y las manos de los compañeros que lo abrazaban y lo aplaudían lo rodearon por completo. Tuve tiempo de susurrarle al oído: «Eres nuestro padre general», subrayando con la voz la palabra «padre». Y aún le dije: «Sé siempre padre».
Arturo Sosa es, pues, el nuevo padre general de los jesuitas. Tiene 68 años y es venezolano. Conocemos bien las fuertes tensiones que se viven en Venezuela, tensiones que él ha vivido en su propia carne. Venezuela es una de las «periferias» de las que habla Francisco.
El «papa negro» es la prueba de que precisamente las periferias en las que hierven tensiones pueden expresar energías que poner al servicio de la Iglesia universal en el centro. Personas como Arturo Sosa han vivido semejantes tensiones, por lo que, al final, la energía espiritual de su personalidad fluye tranquila, serena, sin tensiones. Madura. Las personas como él no tienen que demostrarse nada a sí mismas. Tal vez ya lo han hecho. Se la han jugado. Unas veces han ganado y otras han perdido. Se han dado de cabezazos contra las paredes.
Han tenido incluso pasiones ideológicas, llegando después a tocar el fondo de su inconsistencia. La suya no es una crítica ideológica a la ideología, sino un cuerpo a cuerpo con las razones por las que vale la pena gastar (y a veces perder) la vida. Ahora estas personas, como Sosa, como Bergoglio, pueden soportar bien los pesos sin calcular demasiado. Pueden incluso resistir a la cautivadora burocracia del poder y seguir siendo ellos mismos.
Y Sosa, como Bergoglio, viene de América Latina. Las suyas -Venezuela y Argentina- son ciertamente dos tierras diversas. Y, sin embargo, juntas dan testimonio de que la Iglesia de aquel subcontinente es una Iglesia «fuente» y no reflejo, capaz de dar frutos maduros para la Iglesia universal. También para la europea, y sin contraposiciones, porque tienen las raíces europeas en su sangre: Bergoglio en el Piamonte de la abuela Rosa; Sosa en España, en el Santander del abuelo materno, un sastre apasionado de las corridas de toros, que murió con 104 años.
En la homilía del comienzo de su mandato, Arturo Sosa ha dicho de los jesuitas una cosa que puede hacer reflexionar a todos. Ha dicho que debemos dejar atrás los miedos que experimentamos y que debemos ser creativos y audaces. Hay que coger el toro por los cuernos. Ha comprendido que el problema es sencillo: nos equivocamos porque actuamos movidos por el miedo.
Y entonces Sosa ha tenido el valor de decir en su primera homilía como general: «Queremos también nosotros contribuir a lo que hoy parece imposible: una humanidad reconciliada en la justicia, que viva en paz en una casa común bien cuidada, donde haya sitio para todos porque nos reconocemos como hermanos y hermanas, hijos e hijas del mismo y único Padre».
Ha hablado de la «audacia de lo imposible» que brota de la fe. Solo un hombre que ha atravesado las ideologías sabe que no hay que tener miedo a las utopías si estas son capaces de proporcionar la gasolina para seguir avanzando en la construcción de un mundo mejor.
En un tiempo en que se vive de miedos y desilusiones, en un tiempo en que se cuenta solo con las cosas seguras, con pocas certezas disponibles, Arturo Sosa nos invita a no perder esa sana utopía que nos permite creer que el mundo no está destinado a la perdición y que es posible trabajar para hacer de él lo que el Señor quiere que sea.
Por eso, en el fondo, Sosa ha sido un intelectual -profesor de Teoría política y rector de una universidad-. Porque quería comprender cómo va el mundo, cómo funciona, qué es lo que lo hace girar en sentido contrario dentro de las órbitas establecidas por el proyecto de Dios. Lo ha dicho en su primera homilía en la iglesia del Gesù, vestido con los mismos ornamentos litúrgicos que se puso Francisco para su primera misa con los jesuitas: «Pensar para comprender en profundidad el momento de la historia humana que vivimos y contribuir a la búsqueda de alternativas para superar la pobreza, la desigualdad y la opresión. Pensar para no dejar de plantear las preguntas pertinentes a la teología y de profundizar en la comprensión de la fe, que pedimos al Señor que aumente en nosotros».
En 2008 había escrito: «La Compañía de Jesús no esconde la complejidad de los problemas que afligen a los seres humanos y la multiplicidad de los puentes que es necesario tender para superar las barreras entre clases sociales, entre etnias, las diferencias religiosas o de género, y muchas otras que impiden u obstaculizan la reconciliación entre los seres humanos. Cobra así una importancia especial uno de los rasgos característicos de la Compañía de Jesús desde su fundación: el esfuerzo del apostolado intelectual, por medio del cual se puede contribuir eficazmente a comprender a fondo los mecanismos y las conexiones de los problemas actuales, una condición sin la que no es posible construir los puentes necesarios para facilitar la reconciliación con los otros».
Pero Arturo Sosa no ha sido solamente un intelectual. Ha sido y es también hombre de gobierno. Ha participado en cuatro congregaciones generales, ha sido provincial de Venezuela, ha formado parte del consejo del padre general Adolfo Nicolás, y por último ha sido responsable de las casas internacionales de Roma.
Entre compromiso local e internacional, el término clave para él ha sido «frontera». Ha escrito: «La frontera en la vida de las personas y de los pueblos es un signo exigente. Representa los límites de la realidad misma o los límites del otro. Representa, al mismo tiempo, la posibilidad de ir más allá de los límites iniciales, de moverse hacia zonas menos conocidas y de ideales. Representa el desafío de trascender lo que somos, de acercarse a lo que deberíamos ser y, finalmente, de abrirse al totalmente otro, a Dios».
Los discursos de Sosa terminan siempre hablando de Dios. Se comprende fácilmente: este hombre de gobierno, este intelectual, este hombre de tensiones encendidas y resueltas, es un hombre de Dios. Ante todo es un hombre espiritual, que recuerda a los compañeros que lo han elegido que deben tener «el corazón entero en sintonía con el Padre misericordioso». Y, sobre todo, que cada uno «procure, mientras viva, poner delante de sus ojos ante todo a Dios».
¿Qué es la Compañía de Jesús para Arturo Sosa? Lo comprenderemos mejor en el futuro próximo. Por ahora bástenos citar una fulgurante definición dada por él hace ocho años: «Un grupo mínimo para la magnitud de lo que se propone».