La renta de garantía de inserción para la Iglesia ha de ser innegociable a derecha e izquierda
(José Ignacio Calleja).-Ahora que la política estricta lo ocupa todo, apenas si queda espacio para la palabra de otros sujetos sociales en la valoración de los conflictos públicos. Por mi pertenencia e inquietud, de vez en cuando escucho como de pasada la pregunta sobre «dónde está la Iglesia española en todo este vendaval de desencuentros políticos y personales».
Dónde está, si hasta hace poco se dejaba ver con facilidad, aunque lo hiciera de forma tan previsible en manos del férreo cardenal de Madrid. Imagino al lector diciendo, ¡la que faltaba!, mejor este silencio. Pero la pregunta sigue en el aire y las razones que se me alcanzan, varias. Y si al ciudadano de convicciones laicas, le agrada este silencio, al ciudadano también laico y de convicciones religiosas (católicas), sí que le extraña este callar duradero de hoy.
Porque durante lo peor de la crisis económica, el catolicismo de a pie ha sido muy consciente de que a la Iglesia le costaba denunciar el rastro de víctimas que la crisis y el modo de repartirla desde el Gobierno estaba provocando. La cercanía personal e ideológica al partido gobernante explicaban una actitud sigilosa, que aparecía como miedo por la complejidad de los asuntos económicos. Lo cual es verdad, pero no tanto como para callar; de hecho se encargaba a Cáritas la solidaridad y la misma palabra de crítica moral pública, con el Evangelio en una mano y el corazón en la otra. Esto ha sucedido y está contado.
Pero el silencio se ha instalado de nuevo en la Iglesia católica española, y cuando la vida política se rompe en aparente lucha de intereses personalistas y regionales («nacionales»), no hay nada que decir. Lo cual, repito, puede ser una buena noticia para muchos, y reconozco que probablemente al hablar gana más la Iglesia que la propia sociedad. Puede ser. Pero tiene que haber una razón y podemos valorarla al final en el sentido de cómo y por qué recuperarla.
En cuanto a los motivos, sin duda el cambio que está llevando a cabo la Iglesia española en su Episcopado, y todo lo que supone la sustitución de responsables a su alrededor, tiene un ritmo parsimonioso y calculado, que dificulta un vuelco en su discurso de moral social. No porque Francisco sea el Papa todopoderoso en Roma, la ola que la piedra forma al caer al estanque tarda en llegar a la orilla, y llega cada vez más débil.
Como fuera que la Iglesia española estaba muy atada a la persona e influencia del cardenal Rouco, desatar esos nudos lleva tiempo, y si la manera habitual de hacer los cambios por la Iglesia es la del equilibrista, los nuevos rectores de esa Iglesia, con el cardenal Blázquez a la cabeza, multiplican un talante de mesura y tiempo.
Pero hay más. Si pensamos que este tiempo franciscano de transición da lugar a un episcopado español con un grupo no menor que mira hacia atrás con nostalgia, y que emerge otro que mira al mundo con afecto y conciencia de servicio, -pero no quiere arriesgar demasiado en el trato con el Estado, ni quiere opciones sociales que no deriven claramente en anuncio de la fe-, se entiende mejor este silencio.
Si además los Obispos más conservadores se están haciendo con el discurso en moral sexual y matrimonial más fundamentalista, y lo venden como signo de autenticidad evangélica, al punto de que entre los suyos son tenidos por profetas contemporáneos, como Jesús, la palabra pública de la nueva Iglesia se vuelve difícil. Más aún, si la cultura ingrávida de la sociedad de la información explota sin reparo ni ponderación todas las tesis éticas modernizantes que son mejores por ser actuales; introducir el matiz y la diferencia es casi heroico.
Hay disculpas para callar, por tanto. Sumemos más puntos de vista. A menudo, sigo en primera persona, lo que vamos a decir, ha de ser insustancial, para no herir al gobernante, cuando de él va a seguir dependiendo un buen puñado de acuerdos Iglesia-Estado, interesantes en su fórmula actual, digámoslo así. O sea, que cualquier retoque, peligroso; y si el gobierno fuera de izquierdas, ni te cuento.
Por otro lado, si tomamos la palabra, y es lo que propongo, habríamos de ser muy modestos, para no aleccionar, y muy sinceros para advertir que la mejora de la vida social española no es compatible con el gobierno de personas con una trayectoria clara de corrupción ejercida o consentida.
No admito que nos quedamos sin nadie. En la política he defendido varias veces que hay gente honesta como en las demás profesiones. Es cuestión de que tengan paso en cada grupo. A la vez, digo que esa palabra eclesial ha de mirar a la equidad en el pacto social de gobierno, reclamando que los diferentes, y hasta antagonistas en no pocos fines económicos y laborales, tienen que acordar un trato fiscal (para los ingresos) y presupuestario (para los gastos) que a nadie deje fuera de una vida digna para las personas, para la familia y, especialmente, para los niños.
La renta de garantía de inserción para la Iglesia ha de ser innegociable a derecha e izquierda. Las necesidades y derechos más básicos de la persona en familia, de aquí o de allá, son sagrados en todo acuerdo de gobierno; y el trabajo digno, el primero. Son el mínimo de una democracia. Con menos y de otro modo, podemos vivir todos y bien. El gobierno que no elija esta primacía social y la persiga con evidencia contrastada, es injusto, y la Iglesia lo califica de inmoral.
Los grupos políticos que estén hartos de las religiones e Iglesias en la vida civil, son muy libres de pensarlo, pero la vida democrática laica es la de los iguales en derechos y deberes, y es un gozo que cada uno pueda apelar y extender las razones cosmovisionales que estime más humanas. En el marco de los derechos humanos de todos, en el pueblo de los iguales en derechos y deberes (laos/laicidad), todo puede ser contado y defendido.
Por fin, añadirá la Iglesia, los pueblos tienen todo el derecho del mundo a su libertad, pero si están en un proyecto común por años, tienen responsabilidades de solidaridad con los otros pueblos, y muy grave tiene que ser la injusticia y la falta de libertad que padecen, para que primen sobre las obligaciones contraídas de unos con otros. El es mi derecho y lo ejerzo como quiero, es de un egoísmo enfermizo. Bueno, vaya si quedan cosas por decir socialmente hoy.