Necesitamos una voz pública, firme y clara; todas sus voces unidas, sin temor, sin timidez, sin incertidumbres, diciendo que el sufrimiento y la muerte de su hermano no puede quedar impune
(Ruth María Ramasco).- A los sacerdotes de la Iglesia de Tucumán: en memoria de Juan Viroche, sacerdote, nuestro hermano, nuestro hijo, nuestro padre:
Ahora, cuando la muerte de Juan Viroche, hermano de ustedes en el sacerdocio, ha revestido sus cuerpos, sus vidas y sus ministerios con este extraño y por momentos insoportable cilicio de la pena, quizás ahora sea tiempo de ahondar en ese don inmenso del Pueblo de Dios ahuecando sus manos consagradas.
Sé que ustedes saben sobre ello mil cosas que yo no sé; sé que tienen mil experiencias y entregas que no puedo exhibir. Pero también sé algo: sé que es verdad en mi vida y en la vida de cada bautizado el sacerdocio común de los fieles. No pretendo hablar desde ningún otro lugar, desde ningún mérito, desde ninguna historia, desde ningún saber. Hablo como bautizada y ninguno de ustedes puede decirme que no tengo derecho a emitir desde allí el sonido de mi voz.
Estamos sufriendo: el Pueblo al que ustedes pertenecen se encuentra inmenso en el desconcierto, la sensación de abandono, una devoradora sensación de estar totalmente desprotegido y al alcance de los pisotones crueles y bestiales de los poderosos.
El poder del narcotráfico y la delincuencia, es verdad; pero también el poder policial, el poder judicial, el poder político. Y no puede identificarse a la Iglesia con otro de esos poderes, no puede ser sentada junto a ellos, porque procedemos de Jesús el Cristo, el poder indefenso y anonadado de Dios. Pero la gente ya lo está haciendo.
Hemos visto su llanto y nos consta su inmenso dolor: han perdido al amigo entrañable, al que ha recorrido sus casas, aquel con quien han compartido la vida y el ministerio, en una intimidad honda y vigorosa. Conocen mil cosas de él que nosotros no conocemos. Pero no se olviden, no se animen a olvidar, que somos nosotros, nosotros su Pueblo, el objeto o los sujetos más profundos de su amor.
Nosotros, por la gracia de su ministerio sacerdotal; nosotros, entramados indiscerniblemente a su amor a Jesús el Cristo; nosotros, puestos en sus manos. Nos ha amado a nosotros más que a ustedes, aunque ustedes hayan compartido la intimidad de su vida. Pero más adentro, más profundo, más adentro de su amor, estamos nosotros. Ustedes son los compañeros de su entrega, los compañeros (¡ojalá!) en el mismo amor. Pero nosotros somos su amor. Y él ha muerto por nosotros, no por ustedes. Y si lo ha hecho también por ustedes, es junto a nosotros, volviéndolos parte de nosotros.
No se encierren en su dolor y su duelo. No nos dejen fuera. No esperen a estar bien ni a procesar el dolor para sostener nuestras manos huérfanas. ¿O acaso creen que el dolor del hermano es más fuerte que el dolor de un hijo entrañablemente amado Sentimos el aliento podrido de todo lo que hay de crueldad en este mundo y ahora está tan cerca, tan sin nadie que se interponga entre eso y nuestra vida, que basta que estire las manos y ya nos alcanza. A nosotros, a nuestros hijos, a la niñez de los que amamos.
Podemos pelear nosotros, por supuesto, pero si lo hacemos sin nadie que nos diga que Dios acompaña nuestras luchas, que Dios está presente en nuestra vida, terminaremos peleando sin Dios, expulsaremos a Dios de nuestra vida. No solo a la Iglesia, que por supuesto lo haremos antes. A Dios, al sol de toda justicia; a Aquel al que necesitamos para vivir y morir y entonces no solo habremos perdido a Juan Viroche, sacerdote: habremos perdido a Dios. Y ustedes están llamados a entregarnos a Dios, nuestro Padre, no a quitárnoslo.
No transformen la muerte de Juan Viroche en un problema de curas. Juan es un hombre entre los hombres, un hombre que ha obrado a favor de los hombres y ha encontrado la muerte por ello. A muchos otros hombres les ha ocurrido lo mismo, motivados en sus luchas por otras razones. Defenderlo, exigir justicia por su vida y su muerte, es comprometernos con todas esas luchas, a las que tantas veces hemos abandonado, inmersos en problemas de curas.
Peleen adentro todo lo que crean que deben pelear. Reclamen todo lo que deban reclamar. Exijan ser amados y defendidos por su pastor, nuestro obispo, con entrañas rugientes de madre. Porque las madres aullamos cuando un hijo nuestro muere, porque nos paramos para luchar, aunque nuestro cuerpo nos pida, a los gritos, ser enterrados junto con él.
Exijan el amor de una madre enloquecida de dolor, de esas madres que no pueden dejar de abrazar el cadáver de su hijo, porque no puede aceptar que la muerte lo haya arrancado de su vientre. Exijan el amor de una madre que, para siempre, llorará en su corazón, pero alzará la voz porque su hijo ha encontrado la muerte y su muerte clama justicia. Exijan ese amor y, si no lo encuentran en donde deben encontrarlo, suplan ese desamor con el amor que debe brotar de sus propios corazones, de su propio ministerio.
Sean ustedes las madres rugientes de su hermano, de su amigo, de su hijo. Podemos aceptar no ser amados: no podemos aceptar que muera el amor. No acepten que no haya en la Iglesia entrañas de misericordia, de justicia, de un insoportable y conmovido amor. Y peleen hacia adentro lo que ustedes crean que les es necesario pelear, hasta dar la vida, el traslado, el exilio, por ello.
Dios no los ha consagrado sacerdotes para complacer a nadie, sino para que cuiden a los suyos y les hagan experimentar el amor entrañable del Padre. Han sido consagrados sacerdotes para que venga a nosotros su Reino. Han sido consagrados para edificar la Iglesia. Sequen sus lágrimas y hagan lo que tienen que hacer.
En estos días, de tanta tristeza, necesitábamos escuchar la voz de Jesús, el Cristo. Hemos escuchado sus voces íntimas, hemos respetado dolores y silencios. Los hemos abrazado y llorado junto a sus llantos. Ya es tiempo de hablar. Necesitamos una voz pública, firme y clara; todas sus voces unidas, sin temor, sin timidez, sin incertidumbres, diciendo que el sufrimiento y la muerte de su hermano no puede quedar impune.
Si no encuentran certezas en su interior, sigan nuestra fe, la fe de su pueblo, que les dice, a los gritos, sin incertidumbres, que Juan ha sido asesinado. Déjense guiar por nuestra fe y obren en consecuencia. A veces, los padres tienen que dejarse conducir por los hijos; a veces, los maestros deben deponer su saber y escuchar la verdad desde la boca de los sencillos.
¿No ha ocurrido eso mil veces en la vida de la Iglesia? ¿La sabiduría de la cruz, que es escándalo para los judíos, locura para los gentiles? ¿No tienen miedo de estar siendo ahora, frente a esta inmensa cruz y su hermano colgado en ella, los que se escandalizan de nuestros gritos, los que no quieren parecer exagerados y locos?
Crean en la sabiduría de la cruz y, si no les es posible, dejen que tomemos sus ojos ciegos, sus bocas mudas, sus manos quietas, sus cuerpos paralizados y los llevemos de nuevo allí donde deben estar, allí desde donde deben hablar: a los pies de la cruz de Jesús el Cristo.
Nosotros recogeremos el cuerpo de Juan Viroche, tirado en el camino. Lo haremos con nuestra vida. Él ha querido hacerse cercano a ella; nosotros recogeremos su cuerpo, aunque no podamos llevarlo a ninguna posada y curarlo. Pero en otros sentidos, no el físico, sí podemos impedir que muera y sea devorado por los animales. La prensa bestial, los poderes bestiales, la indiferencia bestial.
Nosotros lo recogeremos si ustedes siguen de largo. Porque sabemos, por las palabras de Jesús, que la condición de cercanía no es algo quieto ni se decide por una historia o una vestimenta. Se decide por ese movimiento audaz y sencillo en el que alguien no teme acercarse a un caído, ni tratarlo como parte de la propia vida.
Nosotros no dejaremos tirado a quien ha amado a nuestros hijos. No esperaremos mandatos, aceptaremos el miedo, aceptaremos nuestra inmensa desprotección. Ni siquiera temeremos que alguien nos tire sobre el rostro nuestros errores y nuestras culpas. Siempre hemos creído más en el amor que en nosotros mismos. A ese amor nos confiamos, a ese amor los confiamos, a ese amor confiamos a Juan Viroche, sacerdote, hermano, nuestro padre, nuestro hijo.
– Ruth María Ramasco
San Miguel de Tucumán, 8 de octubre de 2016