Al PSOE que yo fundé ya le llaman ahora Partido Secreto de las Organizaciones Empresariales
(J. I. González Faus).- El texto que sigue tiene ya casi 30 años (es de cuando Felipe González decía que el PSOE iba a morir de éxito).
Me atrevo a retomarlo porque me han pedido algunos que escribiera algo sobre el drama del PSOE. Y estoy convencido de que los grandes problemas no nacen de golpe sino que son fruto de decisiones erróneas tomadas hace tiempo que parecían exitosas a corto plazo pero, a la larga, resultan desastrosas (suelo poner el ejemplo de la monarquía bíblica).
Lo titulé antaño «Parábola de Pablo Iglesias», apareció en el librito Parábolas, cartas y ensueños del rabino Ben Shalom (1987).
Pablo Iglesias corría por el cielo con un atuendo muy poco consonante para aquella dimensión. Se había vestido nada menos que con un cuerpo terreno, con una materia no transfigurada a la que, inmediatamente, la fuerza de su espíritu configuró de tal manera que parecía aquel mismo Pablo Iglesias que había vivido en el siglo que los terrenales llamaban XIX.
El Anciano de días y Joven de Vida, el Eterno innombrable lo reconoció en seguida:
– Pablo querido, pero ¿a dónde vas así?
– A la tierra Señor.
El Anciano de días sonrió. Nunca en ningún nivel de la dimensión transtemporal había ocurrido que alguien quisiera regresar a la cárcel del espacio y del tiempo.
– En la tierra dicen, con mucha razón, que jamás nadie de los que la habéis abandonado ha regresado a ella. ¿Vas a tu a romperles a los humanos una de las pocas verdades incuestionables que les quedan, Pablo?
– No es eso, Señor. Y perdona mi atrevimiento, pero estoy absolutamente seguro de que lo vas a aprobar. No deseo regresar ni apartarme de Ti. Y menos ahora, que ya sé hasta qué punto mi causa entraba en la Tuya. Pero por eso mismo, Señor, es preciso que me sacrifique y regrese, porque alguien ha sembrado profundamente cizaña en mi campo.
– ¿Tienes todavía campos en la tierra, Pablo? Yo ordené que nadie conservara su propiedades telúricas al salir de allí.
– Señor, por favor, ¡no me refiero a eso! He querido decir mi partido.
– ¿Tienes todavía partidos en la tierra? ¿No te he transfigurado Yo aquí con la experiencia de la Totalidad?
El Anciano de días sonreía, Joven de vida. Pero Pablo Iglesias se estaba poniendo cada vez más nervioso y ofuscado.
– He querido decir el partido que yo fundé: el partido socialista, Señor. Fue la obra más santa de mi vida. Tú me la inspiraste sin que yo lo supiese. Y te fui dócil sin saberlo y, por ello, me regalaste luego la vida contigo. Gracias eternas, Señor. Pero por gratitud a Ti, Dios mío, no puedo tolerar lo que está ocurriendo allá abajo.
– La tierra es dura y muy espesa, Pablo.
– Pero, Señor, es que mi partido está ya totalmente irreconocible. Juegan con la palabra socialista como los nominalistas ingleses jugaban con las palabras en aquel siglo XV.
– O como mis fieles juegan con la palabra «cristianos», querido Pablo.
– Pero Señor: a tus fieles les siguen llamando cristianos. Pero al PSOE que yo fundé ya le llaman ahora Partido Secreto de las Organizaciones Empresariales. Mira hasta qué punto se ha apartado de mi propósito fundacional.
– Como mi Iglesia se ha apartado del Evangelio, querido Pablo. ¿Y por eso quieres volver?
– Pero, señor: ¿te parece poco? Están creando parados en mi nombre. Están creando pobres. Han aumentado las diferencias entre ricos y pobres desde que ellos subieron al poder. Bajan la inflación del dinero subiendo la inflación del pobre. Y eso, señor, es cualquier cosa menos socialista.
– En mi nombre crearon la Inquisición, querido Pablo. Y quemaron en la hoguera a Juana de Arco y…
– Sí, ya lo sé. Pero los míos defienden una enseñanza que no es mía en absoluto, Señor. Dicen que para ayudar a los pobres es preciso que la economía vaya bien y que, para que la economía vaya bien, es imprescindible que los ricos sean muy ricos. Y naturalmente, para que haya ricos muy ricos es absolutamente necesario que haya pobres. Y, por tanto, sostienen que si ellos producen pobres es para favorecer a los pobres, porque si ayudaran a los pobres les harían daño…
– ¿Eso dicen?
– Eso es lo que queda cuando desempaquetas lo que han dicho, del plástico tecnocrático con que lo envolvían. Bueno, y eso es lo que han dicho siempre otros: precisamente para combatir esa doctrina fundé yo mi partido. Lo que pasa es que ellos se han metido dentro de esos otros. Y se quedan tan tranquilos, Señor. Tan seguros y tan satisfechos que no les tiembla ni una pestaña de la conciencia. Claro: ellos ya no están nunca entre esos pobres que afirman que es preciso crear, para sanear la economía.
– Mi Iglesia dijo durante siglos que era voluntad mía que hubiese ricos y pobres, Pablo. Los tuyos ya no creen en mí por ello; pero ahora afirman que es voluntad de la Naturaleza. Mi Iglesia enseñó también durante siglos que Yo era un Dios del miedo, cuya mayor gloria era el placer de la venganza, sobre todo con los pobres diablos. Y les parecía que había que decir eso para «sanear la moral». Ya ves, querido Pablo.
– Pero Señor, no acabo de comprender cómo no quieres que lo arregle. Tú sabes muy bien que subieron al poder prometiendo «el cambio» y que luego de no haber cambiado casi nada, han acabado por decretar que el cambio ya estaba hecho.
– Mi Iglesia comenzó a anunciar mi Reinado que, ciertamente, no es de aquel mundo. Y cuando se encontró con el poder terreno, proclamó el Sacro Romano Imperio y dijo que aquello era ya el Reinado de Dios. Y tú sabes que aquello no tenía nada de sacro sino de muy profano. Y que no era romano en el sentido petrino, sino en el sentido pagano; y de imperio sí que tenía, pero era un imperio de la tierra y no un reinado de Dios… Vamos, Pablo, ¿quieres que te vuelva a contar la historia de los Teofilactos, de los Colonna, de los Orsini, de los Gaetani…?
– La sé, Señor, la sé. Y fue de las cosas que me ayudaron a perder la fe en Ti allá en la tierra. Pero te podría decir que, según los cómputos terráqueos, hace de eso muchos siglos, mientras que los míos han aparecido por Marbella «ahora mismo», por así decir. ¡Y se han rodeado de esos que ellos llaman «jet society», en el siglo XX!. Reciben aplausos de la Banca y a eso llaman progreso. Por lo menos he de ir y quitarles las siglas, mis siglas, para devolvérselas a los pobres. Y que se llamen como quieran, que vuelvan a llamarse UCD o, más exactamente Unión de Siempre lo Mismo.
– Y si les quitas las siglas, ¿qué les hará de estímulo ético con el que puedan criticarlos otros desde fuera?
– ¡Canastos, Señor! Pues no lo sé ni me importa. Que se estimulen éticamente con lo que quieran. Pero, la verdad, no comprendo tanta reticencia tuya a mi regreso ni entiendo esa paciencia que casi me parece cómplice. Perdona que te lo diga así, Señor. Yo lo que no quiero es ser cómplice de lo que hace ese partido que se llama «socialista». Hay que arreglar eso, Señor.
– Ya, querido Pablo -sonreía el Anciano de días y Joven de vida-. Y ¿me quieres explicar cómo vas a arreglarlo? Si vas a que te expulsen del partido y te crucifiquen, para eso ya envié Yo a mi Hijo, para que no tuviera que regresar a la tierra ninguno de vosotros.
– Y de poco te sirvió, Señor. Perdona si te lo digo tan claro.
– Pero si vas a arreglarlo, como tú dices -prosiguió el Innombrable sin recoger la alusión- me gustaría que me expliques cómo vas a hacerlo. ¿Vas a vestirte de Tejero y dar un golpe de estado en tu partido? ¿Vas a comenzar a repartir leña e imponer castigos? ¿Vas a expulsar a dos tercios del partido, hasta conseguir que pierdan la mayoría absoluta? ¿O quizá vas a conseguir que te obedezcan por miedo? Y, en cuanto regreses de la tierra y se pase el miedo, ¿qué volverá a ocurrir, querido Pablo? Vas a imponer el bien por la fuerza. Y ¿crees que eso sería socialista?
– Y ¿qué hago pues, Dios mío?
– Sufre con ellos y sufre por ellos. Los hombres son libres y responsables, querido Pablo. Los he querido así porque no me interesa el bien hecho a la fuerza -ya que eso no es bien- sino sólo el bien que brota de la libertad. Gracias a eso me han salido algunos como tú. He renunciado a mi poder con ellos. Y ya sé hasta qué punto son frágiles. Han creado un mundo del que están muy contentos, pero que los vuelve aún más frágiles. La realidad es dura. Y el poder me los ciega y me los deslumbra. Pero son todos hermanos. Hermanos entre sí y hermanos de Mi Hijo. Y, por eso, siempre sale en la familia humana algún Tierno Galván que redime a los tuyos o algún Oscar Romero que redime a los que se dicen míos…
– Sí, Señor. Pero luego ellos los utilizan en lugar de imitarlos.
– Bien, querido Pablo. Pero si tú fueras a poner orden, se acabarían los Tiernos, y entonces es cuando la tierra no valdría la pena. Arrancarías el trigo junto con la cizaña. Y, en lugar de un partido socialista, tendrías un campo baldío. Ten paciencia, Pablo, y no quieras adelantar así mi día. Les llegará a ellos como te llegó a ti. Y, si puedes, limítate sólo a mover sus corazones -que no sus manos- para que puedan estar entre el trigo cuando llegue mi día.
– Cuanto más Te contemplo me pareces más Misterio, balbució Pablo Iglesias.
– Por eso los hombres son también misterio. Y por eso has de aprender que defender una causa ante los hombres sólo puede equivaler a dignificarla. Nunca a imponerla por la fuerza. En fin de cuentas, tus socialistas también han de respetar la voluntad de un pueblo -y de un mundo- que no quiere ni está dispuesto a ser solidario…
Pablo Iglesias pensaba que hay cosas que ni con la visión beatífica lograría él entenderlas. Y por eso, medio confuso, se alejó por un lado tatareando el Sanctus de la misa nicaragüense. Le caía en gracia aquello de «Vos sos tres veces santo, Vos son tres veces justo»…