Para los cristianos, el Padrenuestro es más que una oración; es una forma de vivir
(José M. Vidal).- Hay gente que vive y muere en soledad. Son los muertos olvidados, los no llorados. Por esos difuntos no recordados, no llorados y, por lo tanto, no amados, celebró ayer una misa el neocardenal Carlos Osoro en San Antón, la iglesia madrileña del Padre Ángel, fundador y presidente de Mensajeros de la Paz.
Acompañado de Oscar, su chofer, el arzobispo de Madrid llegó al templo de la calle Hortaleza (tras celebrar otra misa en La Almudena por los obispos de la diócesis fallecidos), haciendo gala de su natural simpatía, que le convierte en un pastor absolutamente cercano a la gente. Tiene el don de la empatía y hace gala de su trato cercano y humilde. A todos saluda, con todos se para, para cada uno tiene una palabra y, en su rostro, siempre una amplia y franca sonrisa. Y la gente se rinde ante la sencillez de un príncipe de la Iglesia, que no es tal ni se comporta como tal.
Se le ve feliz a Don Carlos. Y no es para menos. El Papa acaba de expresarle un signo de máxima confianza, haciéndole cardenal de la Iglesia. La birreta (que ya ha comprado en Roma) le consagra como el ‘hombre del Papa’ en España y le equipara en la simbología del poder (y del servicio) a su predecesor, el cardenal Rouco Varela. ¡Tan iguales en dignidad, pero tan distintos!
El capelo es la máxima aspiración de muchos eclesiásticos, especialmente obispos. Pero el honor ya conseguido no se le ha subido a la cabeza a Don Carlos. Igual de sencillo y humilde que siempre, vino, como en otras ocasiones, a la iglesia madrileña de los pobres. A ese templo, abierto las 24 horas, que, en poco tiempo, el Padre Ángel, con su carisma innato, consiguió colocar en el imaginario social como una referencia de solidaridad en pleno corazón de Madrid.
Es la puerta de la misericordia de los sin techo y de los descartados, que acuden al templo como a su casa. Y el oasis de turistas y madrileños, que pasan por la calle Hortaleza y atraídos por la energía que sale de un templo singular, entran en él y se quedan allí un rato rezando o compartiendo con los desheredados.
Parte de esa comunidad de San Antón y muchos sin techo se unieron a una celebración de difuntos especial por varias razones. Primero, por lo solemne. Lo mejor, para los pobres, dispuso el Padre Ángel. Y monseñor Osoro celebró una misa de pontifical. Con todos los arreos. Y con un coro de voces y órgano, Alborada, que ritmó la celebración con sus bellas interpretaciones musicales.
Don Carlos es un buen músico. De hecho, hasta compone canciones religiosas. Y, además, entona bien y tiene buena voz. Y, en ocasiones solemnes, le gusta cantar las partes de la misa del celebrante y escucha, con agrado, las interpretaciones de Alborada, a cuyos miembros felicitó públicamente y saludó efusivamente, al final de la eucaristía.
En segundo lugar, la misa por los difuntos no llorados fue especial, porque, además de los curas concelebrantes amigos de Mensajeros, en el altar, junto al neocardenal estaban varios monaguillos singulares. No son los monaguillos al uso. No son niños, sino adultos. Son los sin techo de San Antón, a los que el Padre Ángel ha reconvertido en monaguillos de la iglesia. Con sus sotana roja, que a algunos les queda pesquera, y su roquete blanco.
Orgullosos de poder estar al lado del arzobispo de Madrid. No ejecutan demasiado bien las rúbricas. Las inclinaciones de cabeza las realizan con demasiada rapideza y escasa elegancia. El incensario hace ruidos extraños, cuando lo utilizan en la consagración. Y no saben ni cómo ni cuándo quitar y poner la mitra o el báculo del prelado celebrante.
Pero sus caras hablan de satisfacción. Como la de Juan, con la mitra y, sobre todo, Antonio, con el báculo del neocardenal. El báculo de plata de las grandes ocasiones, que Antonio sujeta con garbo, examina de arriba abajo y no suelta, mientras, a su lado, Fernando Prado, el religioso claretiano, le sonríe complacido. El sintecho con báculo de plata, que se siente obispo por unos momentos.
En el altar, al lado de monseñor Osoro, falta el Padre Ángel, que se encuentra en Nueva York, en la sede de las Naciones Unidas, el organismo al que fue llamado para preguntarle su experiencia de ayuda a los refugiados en Jordania, Líbano y Grecia. Y se le echa de menos, pero el arzobispo lo hace presente en varias ocasiones: «Él está aquí con nosotros, aunque esté lejos».
Como cerca estuvo, durante toda la celebración, el recuerdo de los muertos olvidados. Con un mensaje claro: que todos tenemos derecho a vivir y a morir dignamente y, por supuesto, a la memoria. «Estamos hoy aquí, para recordar a los que nadie recuerda, a los que mueren solos, a los que nadie cuida, a los que nadie llora», explicaba monseñor Osoro.
Una súplica al Señor que, como dijo en la homilía, «está siempre al lado de los que lloran, ama a todos con un amor incondicional, guarda a todos en su memoria y, como dice el Papa Francisco, no se cansa de amarnos«.
Porque, a veces, los más pobres, no tienen a nadie. Para ilustrar la idea, Don Carlos contó el caso de una gitana de Mieres, la patria chica del padre Ángel, que se acercó a él llorando, porque su mula, que era lo único que tenía, se había muerto. «Era lo que más quería», le dijo desconsolada.
«Hoy, queremos recordar a la gente que llega a la muerte en la soledad y en el abandono, recordarlos a ellos y recordarnos a nosotros que Dios nunca abandona a nadie», explica el prelado. Eso sí, «Dios cuenta con nosotros, para que nadie muera solo y abandonado».
Somos, o tenemos que ser, las manos de Dios. Porque nuestra vida creyente se basa en la fe, la esperanza y la caridad. Las tres virtudes teologales. «La fe, el amor y la esperanza son tres hermanas que se dan la mano». Por eso, en las manos de Dios y en las nuestras «ponemos hoy las vidas de los que mueren solos, a todos los que en la vida nadie les concedió importancia, pero sí en el corazón de Dios y en el nuestro».
Todo un canto a la misericordia en acción, que monseñor Osoro volvió a recalcar en la monición previa al Padrenuestro, «que es más que una oración; es una forma de vivir«. La misa concluyó con un bello canto final.
Revestido y ya con el báculo y la mitra, que le cedió orgulloso el sintecho Antonio, monseñor Osoro bajó del altar para saludar, una a una, a todas las personas presentes en la iglesia. A todas y cada una. Y eran más de un centenar. Aunque terminase con dolor de tendones en las muñecas de tantas manos estrechadas y en las mandíbulas, de tantas sonrisas compartidas.
Al estilo Francisco, que, no en vano, le llama ‘peregrino’ a su nuevo cardenal. Peregrino entre los sintecho de San Antón del Padre Ángel. Y con ellos compartió hasta un buñuelo de los santos.