Parece de sentido común decir que el Derecho Canónico ha de ir atemperado siempre por un sentimiento misericordioso, que permita afirmar con Cristo que no está hecho el hombre para la ley sino la ley para el hombre
(Ángel Gutiérrez Sanz).- Después de todos los comentarios antes, durante y después de haber concluido el Sínodo sobre la familia. Después de todas las explicaciones pertinentes dadas al respecto, uno pensaba que habían quedado libres de toda sospecha y suficientemente claras las orientaciones ofrecidas por el Santo Padre en su exhortación apostólica Amoris Laetitia y que eran ellas precisamente las que en este momento dado convenía manifestar, aunque seguramente a él le hubiera gustado ser más explícito. Su actitud prudente, a lo que parece, no es compartida por algunos. Ahí tenemos a cuatro cardenales tratando de obligarle a hablar y expresarse de forma diferente a como él ha creído oportuno hacerlo.
Recapitulamos brevemente aquellos puntos que después de tanto debate deberían haber quedado medianamente claros y que según mi parecer serían los siguientes.
Primero: que entre los dos caminos tradicionalmente recorridos por la Iglesia a lo largo de los siglos, uno el de la marginación y el otro el de la reintegración, el que hoy corresponde elegir sería éste último, porque es el que se ajusta a la misericordia predicada y practicada por el mismo Jesucristo.
Segundo y en referencia directa a los divorciados vueltos a casar, se daba por hecho que este asunto tenía que ser contemplado desde perspectivas más amplias de las que se venía haciendo, de modo que nadie pudiera quedar condenado para siempre, según el espíritu del evangelio, sin que por ello quedara comprometida para nada la esencialidad del magisterio eclesial. Esto es importante y merece la pena que nos detengamos en ello, haciendo unas breves y oportunas consideraciones, siempre sobre la base de que la primerísima y fundamental ley de la Iglesia es «La salvación de las almas» . Lo cual no parece corresponderse con dejar abandonada a su suerte a gran parte de su grey
Efectivamente, en esta cuestión de los divorciados que nos ocupa, hay que seguir estudiando hasta llegar a discernir certeramente qué parte corresponde al dogma y qué parte es un asunto meramente disciplinar, sobre la cual el Papa tiene plenas competencias. En cualquier caso, parece de sentido común decir que el Derecho Canónico ha de ir atemperado siempre por un sentimiento misericordioso, que permita afirmar con Cristo que no está hecho el hombre para la ley sino la ley para el hombre. «Es mezquino, nos advertía prudentemente el Papa Francisco, «detenerse sólo a considerar si el obrar de una persona responde o no a una ley o norma general, porque eso no basta para discernir y asegurar una plena fidelidad a Dios en la existencia concreta de un ser humano». ¿No es esto hablar claro?
Por otra parte me gustaría recalcar lo extremadamente delicado que resulta pronunciarse sobre los dogmas, de los que la gente habla tan alegremente. Estamos acostumbrados a que cualquier cosa se eleve a la categoría de «dogma», por lo que con frecuencia escuchamos monumentales disparates. Ya Sta. Teresa tuvo que soportar insolencias sin cuento por parte de obispos y clérigos, que la intentaban convencer de que el magisterio de las mujeres iba en contra de la revelación divina y menos mal que no les hizo caso, porque de no haber sido así, la Iglesia se hubiera visto privada de uno de sus más grandes tesoros espirituales y místicos.
Y ¿qué decir de las interpretaciones que de los propios dogmas se han hecho a lo largo de la historia? Baste un ejemplo para ver hasta qué extremo se llegó. No olvidemos que hubo un tiempo en que el dogma «Extra ecclesiam nulla salus» (Fuera de la Iglesia no hay salvación posible) fue interpretado «ad pedem litterae», habiendo quien defendía a capa y espada que todos los cristianos, que heroica y voluntariamente derramaron su sangre por la causa Cristo, se verían condenados a consumirse eternamente en las llamas del infierno por no ser católicos. Naturalmente esto hoy no sería admisible, como tampoco lo sería el decir que la música de Juan Sebastián Bach no debiera sonar en los templos católicos porque su autor fue luterano.
Menos mal que el Concilio Vaticano II vino a corregir semejantes excesos, que hoy serían vistos como meras estupideces, cuando no como auténticos escándalos. Por eso digo que a los dogmas hay que tratarles con mucho respeto y a la hora de hacer uso de ellos hay que andarse con mucho tiento. No podemos seguir alimentándonos con unas arbitrarias interpretaciones dogmáticas, que cada vez están más en entredicho.
Hay una tercera cuestión que por ser de justicia parecía haber quedado solventada y es la que hace referencia al comportamiento interno dentro de la Curia Pontificia.
Por exigencia del más elemental sentido de prudencia o corresponsabilidad y después de haber sido testigos de los esfuerzos realizados por Francisco para seguir navegando entre dos aguas, en momentos tan difíciles y complicados, a mí me hubiera gustado que todos hubiéramos estado a su lado apoyándole y si esto no fuera posible, por parte de algunos, al menos lo que cabía esperar es que no se lo pusieran aún más difícil y se comportaran con el debido respeto a quien sigue siendo su Pastor.
A mí me preocupan, claro está, esos cardenales que interpelan y se desmarcan del Papa, poniendo en cuestión su magisterio, hasta el punto de llegar a insinuar que si el Papa se mantiene firme en su postura y no dice lo que ellos quieren que diga, presentaran un «acto formal de corrección de un error grave». Tal ha sido la amenaza del cardenal Raymon Burke. Me preocupa también y me sorprende, el silencio de quienes deberían hablar y no lo hacen, como si la cosa no fuera con ellos, pues sabido es que lo que más duele no es el hostigamiento del adversario, sino el que los tuyos en momentos como éste no salgan en tu defensa.
Yo no soy partidario de excomuniones, ni siquiera a aquellos que después de realizadas las debidas diligencias pudieran ser acusados de perpetrar un golpe de estado en el Vaticano; pero a lo mejor era conveniente que se les concediera un prolongado retiro monacal, para que en el silencio de los claustros pudieran reflexionar serenamente, si no es mejor la clemencia que el rigor, o si acaso el rostro de Dios no se corresponde más bien con el del Padre bondadoso y no con el de un juez severo.
Tomarse un tiempo, sí, para extraer las lecciones pertinentes que la historia nos brinda sobre como acabaron todos los iluminados, que intentaron desafiar la autoridad de quien por expreso mandato de Cristo fue constituido legítimamente cabeza visible de su Iglesia.