El género literario elegido -el epistolar, de las cartas- reclama y merece atención particular y amable
(Antonio Aradillas).- Guy Luisier es un sacerdote suizo, de los canónigos de san Agustín, con experiencia docente y pastoral al frente de un colegio y de una parroquia, y, por fin, misionero en el Congo. Sus escritos aparecieron en un blog, muy seguido en Suiza. El libro editado por PPC lleva el título de Historias de una Posada, con referencias a Cartas al Señor Samaritano, en las que «se prolonga la parábola del Buen Samaritano (Lc. 10, 25-37), convertido en posadero y cuidador de aquél hombre herido, y que envía al verdadero samaritano, que no es otro que el Señor Jesús, esbozando una poética reflexión sobre la Iglesia, su historia y su tarea misionera».
Sus 150 páginas, composición, presentación e ilustraciones estructuran un bello, útil y cómodo libro de lectura espiritual, con fundamentos bíblicos -evangélicos- y con protagonistas y temática de santa y sana actualidad. El género literario elegido, para su exposición, es exactamente el epistolar -de las cartas-, lo que reclama y merece atención particular y amable por parte de quienes hayan disfrutado, o disfruten del acceso a sus 25 capítulos.
Y es que hoy, a punto ya de haberse alcanzado el cenit en la esfera de la comunicación, han sido dejadas de lado las cartas, con lo que la verdadera comunicación ha sufrido y sufre numerosos y graves quebrantos. Si todo proceso de educación es de por sí, y se mide, por las cartas que se escriben, esperan, reciben y leen, no hay remedio más doloroso que tener que resignarse, al menos, a cuestionar los procedimientos actuales, por rápidos y seguros que estos sean estimados.
La cultura-civilización, tanto personal como colectivamente, perdió mucho con la desaparición de las cartas. Ellas fueron portadoras de ideas y de sentimientos, que formaron y transformaron la humanidad. Su formato y liturgia son insustituibles, como lo son sus trazos y el calor y color de los que fueron fieles mensajeros e intérpretes.
Las cartas suponían y generaban largas, o cortas, esperas. Eran deseadas. Llegaban nada menos que, en manos, al domicilio de quienes las recibirían, con el nombre, apellidos y lugar de envío de los remitentes. El de cartero -«repartidor de cartas»- era uno de los oficios-ministerios más favorecedores de convivencia, de historias e historia. De lágrimas y alegrías. Estar, y vivir, a la espera de abrir una carta personal, constituía uno de los más gratos momentos y situaciones personales, familiares y sociales que proporcionara la vida.
Los «WhatsApps», y otros sistemas al uso, o por venir todavía, jamás substituirán los efectos y afectos que generan las cartas. Es de lamentar que pierdan, y hasta carezcan de sentido, o al menos precisen de explicación, frases, situaciones y actos, tales como «jugar a las cartas», «una carta de más», » a carta cabal», » cartas de navegar» por el mar o por la vida, «cartas boca arriba», «cartas credenciales», «ejecutorias» o de vecindad», «pastorales» y hasta «a los Reyes Magos».
Unas historias, una posada y su posadero, y unas cartas, en las que aparecen unos sacerdotes y unos levitas que procedían de ejercer su oficio sagrado en el templo de Jerusalén, un pobre, herido y marginado samaritano, despojado en el camino por unos salteadores, proporcionan con generosidad y acierto, elementos de juicio suficientes para hacer asequibles, oportunas e interesantes el puñado de lecciones bíblicas, de las que es portador -«cartero», el libro, con diseño SM, y traducido por Diego Tolsada.
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