Ser hoy verdaderos discípulos de Jesús significa, por tanto, aceptar su propuesta de la no violencia activa, convirtiéndonos cada uno y todos en instrumento de reconciliación
(José Ignacio Calleja).- «Hay gente y países que no terminan de asumir el fenómeno yihadista», se escucha cada vez que un atentado nos arruina la vida, más cerca o lejos de casa, pero siempre contra gente de nuestra condición.
Y enseguida, las generalizaciones sobre los refugiados, los emigrantes, los árabes, los musulmanes, y lo que había que hacer o no para terminar con el problema sin miramiento especial por nadie ajeno. Frente a la barbarie, vale todo y contra cualquiera. ¿Sí, de verdad? Muchos me dirán que «no dicen esto, ni así de simple», pero lo que queda, y lo que hay, no da mucho más de sí en el eco de tantas columnas y voces. ¡Y leo muchas! Y en esto, al estrenar el año, Francisco, el Papa de Roma, vuelve a la plaza pública y encara un tema tan vidrioso, hoy y siempre, como «La no violencia, un estilo de política para la paz»: tal es el tema de su Mensaje para la celebración de la L Jornada Mundial de la Paz, el 1 de enero de 2017. Y allá va su palabra con mimbres que los realistas van a decir, «pura quimera», y los también realistas vamos a decir, «¿por qué no? Porque el debate no es entre realistas y quiméricos, sino entre realistas con distinta convicción sobre los otros: nada es justo sin los otros, víctimas de la misma violencia, sean nuestros o suyos; nada es justo sin las víctimas de cualquier lugar y guerra. Las víctimas en rigor siempre son los hombres y mujeres inocentes en cualquier conflicto, y los niños, siempre. ¡Ay, Alepo!
Pues bien, así avanza el discurso de Francisco. El amor a los enemigos constituye el núcleo de la «revolución cristiana»» y el evangelio del amad a vuestros enemigos (Lc 6,27) es «la carta magna de nuestra no violencia». La no violencia no se debe entender como un «rendirse ante el mal […], sino como un responder al mal con el bien (Rm 12,17-21), rompiendo de este modo la cadena de la injusticia». Tú me la haces, yo te la devuelvo, -en mi lenguaje-.
Cuando las víctimas de la violencia vencen la tentación de la venganza, se convierten en los protagonistas más creíbles de los procesos no violentos de construcción de la paz. Y, añade Francisco, lamentablemente estamos, hoy, ante una terrible guerra mundial por partes, pero el recurso a la violencia, ¿permite alcanzar objetivos de valor duradero? La violencia no es la solución para nuestro mundo fragmentado -avanza atrevido el texto cristiano-, pues responder con violencia a la violencia lleva, en el mejor de los casos, a la emigración forzada, a un enorme sufrimiento para la población civil y al despilfarro de grandes cantidades de recursos que, destinados a fines militares, sustraemos de las necesidades cotidianas de la gente común.
Pero, en cristiano, ¿nos estamos inventado todo esto desde la nada? También Jesús vivió en tiempos de violencia, prosigue Francisco, y enseñó que el primer campo de batalla entre la violencia y la paz es el corazón humano. Pues bien, Jesús trazó el camino de la no violencia, que siguió hasta el final, hasta la cruz. Jesús mismo nos ofrece un «manual» de esta estrategia de construcción de la paz en el discurso de la montaña: las ocho bienaventuranzas (Mt 5,3-10). Un programa para todos, un programa para vivir y actuar en los antagonismos y tensiones con el estilo de los trabajadores de la paz; un programa para alcanzar en la sociedad una unidad pluriforme que engendra nueva vida. Ser hoy verdaderos discípulos de Jesús significa, por tanto, aceptar su propuesta de la no violencia activa, convirtiéndonos cada uno y todos en instrumento de reconciliación.
Pero, ¿todo esto no es puro sueño? La no violencia es realista ante la vida y sus conflictos duros y violentos, responde Francisco; la no violencia lo sabe y lo reconoce, pero representa algo nuevo y único, porque es un modo de ser de la persona que cree y confía en Dios; así, el amor a los enemigos constituye el núcleo de la «revolución cristiana». Responder al mal con el bien (Rm 12,17-21), «rompiendo de este modo la cadena de la injusticia» y su lógica única, de eso se trata. Muchas veces la no violencia activa se entiende como rendición, desinterés y pasividad, añade el Papa, pero no es así. Significa encontrar, una y otra vez, formas eficaces de lucha no violenta por la paz. (Los «pueblos» y sus gobernantes las conocen, pero rehúsan creer en ellas y elegirlas). La no violencia practicada con decisión y coherencia ha producido resultados impresionantes en la historia. Gandhi en la India, Luther King Jr. en los Estados Unidos de América, o la propia caída del Muro de Berlín, dan buena cuenta de este camino. (Y entonces, vemos -me permito añadir- que el primer campo de batalla es el corazón humano y, a la par y de inmediato, la lucha social cierta que apunta a estructuras de todo tipo muy injustas: el pecado social).
Este compromiso no violento en favor de las víctimas de la injusticia y de la violencia no es un patrimonio exclusivo de la Iglesia Católica, sino propio de muchas tradiciones religiosas, para las que «la compasión y la no violencia son esenciales e indican el camino de la vida». Lo reafirmo con fuerza, concluye Francisco: «Ninguna religión es terrorista». La violencia es una profanación del nombre de Dios. No nos cansemos nunca de repetirlo: «Nunca se puede usar el nombre de Dios para justificar la violencia. Sólo la paz es santa. Sólo la paz es santa, no la guerra». Con la misma urgencia suplico que se detenga la violencia doméstica, y los abusos contra mujeres y niños, como la violencia contra tantas personas y grupos sociales tratados con indiferencia e injusticia cada día; ellos forman parte irrenunciable de nuestra «familia» en dignidad y compasión, y de ahí arrancan nuestras obligaciones de justicia y solidaridad. La Iglesia se suma sin ambages a esta no violencia activa por la justicia y la paz, con la vida digna de los más débiles en el centro. En el 2017 -concluye-, comprometámonos a ser personas pacificadoras y a construir comunidades no violentas, que cuiden de la vida digna de todos en la casa común. Si los otros y su sufrimiento injusto, concluyo por mi parte, no entran en mi mirada, la guerra que me beneficie siempre me parecerá un mal menor.