El autor argumenta cómo, a través de prácticas como el respeto compasivo, la meditación y los rituales, hoy podemos seguir encontrando dirección y sentido a la existencia, sin comprometerse por ello con un credo.
‘El ateísmo sagrado’ (Kairós) constituye una lúcida y muy asequible reflexión en favor de una espiritualidad autónoma e integral, una genuina «espiritualidad laica». Con un estilo claro y riguroso, que no teme enfrentarse a las objeciones más afiladas del clericalismo dogmático o de la filosofía materialista, Feliciano Mayorga analiza, en primer lugar, las consecuencias que ha tenido y tiene el declive de la religión: el absurdo, el relativismo abúlico y la intrascendencia.
A continuación, el autor argumenta cómo, a través de prácticas como el respeto compasivo (propio de las religiones históricas), la meditación (de las religiones de la interioridad) y los rituales (de las religiones cósmicas), hoy podemos seguir encontrando dirección y sentido a la existencia. Sin comprometerse por ello con un credo o imagen excluyente de la divinidad.
Feliciano Mayorga es profesor de filosofía. Ha publicado diversos libros, entre los que destaca «La fórmula del bien»; manual de justicia para ciudadanos del mundo.
Buen conocedor del judocristianismo, el budismo y las religiones paganas, trata desde hace años de tender puentes entre estas tradiciones y la filosofía occidental.
Introducción
«Por mucho que camines, no encontrarás los límites del alma: tan profunda es su medida» (Heráclito de Éfeso)
El libro está dirigido a todos aquellos que siguen formulándose, en circunstancias nuevas, las viejas preguntas sobre la condición humana y el sentido de la vida y, de manera especial, a quienes opinan que existe una alternativa entre el ateísmo materialista y la religión tradicional, entre la concepción científico-técnica del mundo y una visión mítica preilustrada.
No es admisible la prepotencia con que los nuevos saberes y poderes relegan al baúl de los recuerdos tradiciones milenarias de enorme riqueza existencial como el cristianismo, el budismo, el judaísmo, el chamanismo o incluso las religiones de los pueblos primitivos, al ser incapaces de reconocer en ellas, por una ceguera fundada en la arrogancia, el caudal de sabiduría que contienen.
Modernidad y espiritualidad, ateísmo y apertura a lo numinoso, no solo no están reñidos como pudiera parecer a una mirada superficial, sino que por vez primera en la historia es posible la práctica de una forma de vincularse a la trascendencia, de abrirse a lo Absolutamente Otro, mediante la relativización y depuración de los elementos míticos y dogmáticos que contienen las diferentes religiones. Se abre la posibilidad en suma de una espiritualidad laica y universal, que permita a la vida romper la cárcel de trivialidad en la que está atrapada y volverse de nuevo significativa.
La fórmula consiste en separar tres ámbitos hasta ahora confundidos e identificados: lo sagrado, lo divino y Dios. Si lo sagrado es, utilizando una analogía geométrica, el punto indivisible y sin dimensiones, la continuidad del ser, lo divino es el espacio que cubre su irradiación. Las tres direcciones de este espacio se despliegan hacia dentro, o vía de la interiorización; hacia afuera, o vía de la naturalización; hacia arriba, o vía de la elevación: India, Grecia e Israel. Todas las tradiciones espirituales se inscriben, en menor o mayor medida, en el seno de estas tres coordenadas.
Por su parte los dioses tienen que ver con la representación, necesariamente parcial, que el hombre se hace de lo divino, es decir, de los grandes órdenes en que se manifiesta la infinita riqueza del ser, diversificándose en una multitud de credos, iglesias y confesiones. Son estas representaciones las que han sido radicalmente impugnadas por el racionalismo y el positivismo.
La muerte de Dios, anunciada por Nietzsche, y hasta ahora interpretada exclusivamente en términos nihilistas o relativistas, bajo el signo de un endiosamiento de lo humano, no ha hecho sino desvelar la diferencia de ámbitos cuya identificación está en la base del carácter dogmático e impositivo de las iglesias, cada una de las cuales ha pretendido agotar la superabundancia de lo sagrado en su exclusivo marco cultural.
La era secular, como con acierto la ha denominado Charles Taylor, se caracteriza no solo por la eliminación de cualquier referencia a Dios en el espacio público, o por la decadencia de prácticas y creencias religiosas, sino porque se vuelve por primera vez concebible para las grandes masas el eclipse de cualquier objetivo que sobrepase la felicidad humana. Si para épocas anteriores la existencia de Dios era una verdad incuestionable, que solo una minoría osaba disputar, para el hombre contemporáneo se ha convertido en una opción entre otras, por no decir que el ateísmo es ahora la verdad incuestionable.
Es difícil no ver en ello una buena noticia, al suponer el paso de una relación ingenua e inmediata con las instancias que administraban lo divino -normalmente en su provecho-, a otra más problemática y reflexiva. Pero lo que pocos esperaban es que el resultado de la modernidad fuera la liquidación de todos los dispositivos de sentido, con lo que el individuo queda abandonado a su suerte, sin otra estrategia que la distracción compulsiva para superar el horror al vacío.
Lejos de una intención meramente especulativa el objeto de estas reflexiones pone el acento en la praxis existencial, en la convicción de que prácticas como la meditación, el respeto compasivo o los rituales aún conservan intacta su capacidad para ponernos en comunicación con lo divino, agudizan nuestro oído para aquello que, en el seno mismo del mundo, confiere valor y significado a la vida. El fuego de Yahvé se ha consumido, es cierto, pero aún están calientes sus cenizas.