"Alumbrar desgasta mucho"

Estrellitas de la vera del camino

"Con admiración y cariño a Xabier Pikaza y Mabel"

Estrellitas de la vera del camino
LUciérnaga

Cuando me invitaron a colaborar en Religión Digital lo primero que me vino a la cabeza fue el vagalume, mi Relustro o Candeíña por un día

(Xosé Manuel Carballo).- Con admiración y cariño a Xabier Pikaza y Mabel. Lamento las dificultades que puedan tener para comprender este artículo los que no tengan experiencia profunda de la vida de aldea real, por muy ciudadanos que puedan creerse de la ficticia y utópica aldea global. Pero no lo lamento demasiado, porque siempre arrastré la acomplejante sensación de que los de ciudad menospreciaban los conocimientos y experiencias rurales, como si los vecinos del rural fuésemos de segunda clase y la personificación de la incultura.

Esa misma dificultad supongo que la tendrán muchos urbanitas para comprender gran parte de las parábolas de los evangelios. E incluso se pude constatar como los mecanismos uniformantes del pensamiento único funcionan eficazmente, porque hoy muchos niños hijos de labradores y ganaderos ya no conocen más pastor que el eléctrico, que no es más que una raya en un dibujo, un cable con corriente, pero sin corazón.

Era el mes de junio del 1952. Sólo contaba ocho años y dos meses de vida. Entonces no se andaba cambiando de hora dos veces al año por problemas de ahorro de energía; pero regían dos horas al mismo tiempo: la del sol y la oficial. En nuestra casa, como en las de los demás vecinos, nos guiábamos por la del sol para casi todo aquello que dependía de nosotros, como levantarse, comer, acostarse y rezar el rosario haciendo memoria de los que faltaban; y por la oficial para casi todo lo que no dependía de nosotros, como por ejemplo: ir a pagar las tasas y contribuciones a la casa consistorial o a la Hermandad de labradores.

También era la hora del sol la que determinaba que los lunes, miércoles y viernes tocaba ir a cambiar el cauce del agua para regar el prado grande del molino. A las diez y media en punto nos tocaba empezar a regar a nosotros, de acuerdo con un documento que guardaba con mucho celo el abuelo Antón María.

Cuando no llovía, siempre me apuntaba a ir con él, que también era mi padrino, o con papá, porque agarrado a ellos no tenía miedo, aunque fuese de noche y, además, me gustaba escuchar el silencio y en él el concierto de las ranas, el cri cri de los grillos, y el sapo flautista.

Ellos también estaban dispuestos a llevarme consigo, a no ser que tuviera que leer en el «Camarada Segundo», en la «Enciclopedia de tercer grado» o en el catecismo del Padre Astete, que proporcionó fría armazón de la doctrina cristiana a tantas generaciones y que recibió abundantes bendiciones e indulgentes miradas a pesar de definir a Dios como «la cosa más excelente y admirable que se pueda decir ni pensar». Admirable sí, pero ¿cosa?

Aquel día le había tocado ir al abuelo y me había llevado de buena gana, porque, después de venir de la escuela, aún le pude ayudar casi toda la tarde a guiar las vacas para arar, debido a que la Marquesa no estaba todavía suficientemente amansada.

Cuando veníamos de vuelta, había salido un medio lunar de cuarto menguante y entre la casa de Honrado y la de Barrela reparé por primera vez en una cosita que relucía al lado del camino, en la parte baja del seto de zarzas y retamas del prado de Salustiano.

-¿Qué es aquello que brilla, padrino? -pregunté.

Me contestó:

-¿Todavía no lo sabes? Es una estrellita del camino.

Muy asombrado y sin soltarle la mano, volví a preguntar:

-¿Una estrellita de la tierra? ¿Cómo es posible? ¿Una estrellita que cayó del cielo?

-No, hombre, no, -respondió él con aplomo-. Es una estrellita que nació del suelo…

Una estrella de pobres.

Seguí cogido a la mano del abuelo para no tropezar, pero aunque iba caminando a su paso, no dejaba de mirar para atrás hasta que perdí de vista aquella lucecita.

En las ciudades no se podían ver estas estrellas, debido al alumbrado y ahora en las aldeas tampoco, por dos razones, o mejor dicho por tres: Una porque también las eclipsa el alumbrado público. Otra, porque nadie va andando por los caminos. Se va en coche. Y la última, porque la despoblación es causa desgraciada de que casi no quede quien vaya.

Comenté:

-Yo ya sé el nombre de dos estrellas del cielo, abuelo: la Polar y la Matutina.

Y repregunté:

-¿Cómo se llama esta?

De nuevo recibí una respuesta muy pausada:

-Puede llamarse vagalume, puede llamarse gusanito de luz, ¿que sé yo?… Algunos le llaman luciérnaga, pero yo prefiero vagalume. ¿Por qué no le preguntas mañana a la maestra cuando vayas a la escuela?

No se lo dije a él, pero pensé para mí: Le llamaré Relustro o Candeíña.

Aquella noche me quedé dormido pensando en cómo me las arreglaría para ir a hacerle una visita el día siguiente al anochecer, si me dejaban.

Soñé que ya era mañana y que, arrodillado a la bajura de Relustro, hablaba con él.

Lo primero que le dije fue:

-Deberías meterte más para dentro en el seto, porque si yo fuese un niño travieso, ¡zas!, te pisaba y te apagaba la luz para siempre jamás.

Con vocecita muy débil respondió:

-Si me meto más para dentro no se ve mi lucecita y además, tú no eres un niño malvado y, aunque lo fueses, no me harías daño, porque eres mi amigo. ¿Por que ibas a matar la luz? ¿Porque tengo poquita? Si doy la que tengo, ¿qué más se me puedes pedir? No, tú no eres un asesino de la luz.

Por miedo a que le pasara algo malo insistí:

-Si dieses un gran resplandor no tendrías peligro, porque, a lo mejor, alguien que tuviera intención de hacerte daño también tenía miedo a quemarse; pero así…

Sin alterarse dijo, muy seguro de lo que decía como si lo tuviera muy pensado:

-Ya sé que hay farolas de puerto, reflectores de embarcaderos, luminarias de plaza mayor, pero si yo nací para vagalume de la vera del camino, ¿no te parece que debo arriesgarme? Ahora vete, porque hablar me cansa mucho.

Cuando me puse de pié para irme, desperté.

Al llegar la noche del día siguiente fui a ver si lo veía pero ya no estaba y pensé para mí: Tuve suerte hablar con él la noche pasada.

Andando el tiempo supe que la vida de los vagalumes es corta y leí que un biólogo longevo derivado a filósofo, con fama de pozo de ciencia muy hondo y sin estrenar, sostiene que alumbrar desgasta mucho.

Todavía ahora al contar esta historia se me ponen cara de niño de ocho años, que sabe escuchar y entiende el lenguaje de las cosas.

Y cuando me invitaron a colaborar en Religión Digital lo primero que me vino a la cabeza fue el vagalume, mi Relustro o Candeíña por un día. Después, no sé por qué, también recordé la parábola de los talentos y me fui a fijar justo en el que enterró el único que había recibido.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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