"Autoridad y poder, no son lo mismo"

La «in-autoridad» de la Iglesia de Jesús

"La verdad liberadora de preceptos esclavizantes"

La "in-autoridad" de la Iglesia de Jesús
Liberación

Esta "acracia trascendente" de que trato, antecede y está por encima de absolutamente todos. Porque ni Dios es capaz de superarla

(José María Rivas Conde).- Con «acracia» y con «in-autoridad» significo la «incapacidad de dictar leyes con sanción». Es lo contrario de la autoridad que aquí, de cara a lo práctico, reduzco a la «capacidad para crear esas leyes».

En los Estados esta capacidad va asociada a «poder» con el que lograr -incluso coactivamente si fuere preciso- la aceptación de la persona que la encarna y el cumplimiento de las leyes o, en su caso, el de la sanción vinculada a su transgresión.

Pero la autoridad y ese «poder» no son lo mismo. Porque se da «poder» sin autoridad y autoridad sin «poder». Prueba de lo primero son los mártires que sufrieron coacción, en materias y cuestiones por completo ajenas a las competencias de quienes se la infligieron. Prueba de lo segundo son los violadores de preceptos legítimos que escapan impunes de la ley.

La sanción vinculada a las leyes puede ser, especulativamente hablando, temporal o eterna. Pero siempre es falsa e ineficaz la vinculación a la eterna establecida en el curso del tiempo. En los sujetos temporales, la falta de capacidad para vincular preceptos a la sanción eterna no es una posibilidad; sino carencia absolutamente exigida y universal. De suerte que intentar establecerla es tan huero e inoperante, aunque nosotros creamos lo contrario, como lo sería la vinculación o la apelación a cualquier recurso, capacidad o fuerza de la que es en absoluto imposible disponer.

Como cuando a los de mi edad nos amenazaban de pequeños con el «Coco»: por más que uno sucumbiera a su confiada credulidad infantil y temiera hasta el pavor, era obviamente imposible que el Coco llegara en ningún caso. Tampoco puede llegar el infierno nunca, por incumplir preceptos temporales. Ni aunque uno se tenga creído lo contrario como dogma. No ya porque el infierno no exista -como defienden algunos-; sino porque no hay absolutamente nadie que pueda unir la sanción eterna a precepto de índole temporal, como es la de todos los promulgados por hombres.

Esta universal «in-autoridad» o «acracia» respecto de la vinculación de la sanción eterna a preceptos, leyes o normas temporales, corona o fluye de mi escrito «Hacia la herencia inagotable». Nadie hay, en efecto, que pueda decretar ni imponer, como exigencia condicionante de la salvación eterna, mandamientos que sean abolibles. Porque, producida la abolición devendría temporal la pena que de por sí es eterna (Mt 25,41); que se considera eterna en la propia disposición luego abolida; y que suponen eterna hasta los mismos que niegan que haya infierno.

De ser posible esa vinculación, se daría una pena en la que por su propia esencia no cabría esperanza ninguna de verse libre de ella jamás y en la que, a la vez, anidaría la confianza de que un día llegue el legislador que derogue el precepto que la estableció. Como tantas veces ha sucedido desde Pío XII. Ya dije que el derribo de la norma arrastra consigo el de la pena impuesta por su incumplimiento, al dejar éste de merecerla.

Es más: ni parece, como también dije, que pueda ligarse la herencia imperecedera a ninguna realidad con principio en el tiempo, al no poder la temporalidad dar lo que no tiene y granar eternidad. Así sucede, por ejemplo, con las leyes llamadas naturales y con los dogmas de fe definidos a lo largo de la historia. No es que éstos sean necesariamente falsos; sino que el profesarlos no puede decidir nuestra salvación. Además de impedirlo lo de haber empezado a urgir en el tiempo, lo excluye la independencia absoluta, propia del Ser supremo que es nuestro Dios, de todo lo extrínseco a Él y variable. Como la época histórica en que haya tocado vivir, o el número de dogmas ya definidos en ella. O -dicho sea de paso- el lugar geográfico en que se habite, el rito al que se pertenezca…, etc.

Esta «acracia trascendente» de que trato, antecede y está por encima de absolutamente todos. Porque ni Dios es capaz de superarla. Simplemente por no serlo nunca de contradecirse a sí mismo, ni de realizar el absurdo. Me refiero, como es obvio, al absurdo ese de una sanción que tendría por fuerza que ser al mismo tiempo de naturaleza eterna y temporal.

Y hablo de nuestro Dios, infinitamente justo y Amor. Incapaz de sancionar sin haber ya motivo para ello. Por eso la «acracia» respecto de la vida eterna es a priori inherente a cualquier sujeto creado y temporal, sea persona física o jurídica, sin que pueda exceptuarse de ella ni a la propia Iglesia de Jesús. Ni en ésta, ni en ninguna otra sociedad, pueden aparecer enviados de Dios con autoridad para penar con sanción eterna leyes o preceptos temporales. Es decir, mensajeros suyos dotados de poder para realizar en su nombre lo que ni Él puede hacer: tanto ese absurdo ni otro, como esa sinrazón ni otra; como esa impiedad ni otra; como ese desamor ni otro, sea sádico o no.

Contrariamente a lo que sucede en relación a la sanción eterna, no parece impropio de las agrupaciones sociales de este mundo, tener autoridad y «poder» respecto de «sanciones temporales». Que una sociedad no sea como pieza de otras respecto del bien pretendido, es lo que fundamenta su independencia, y ésta a su vez motiva su calificación de perfecta. Pero que una sociedad perfecta goce de independencia total de las demás, no implica que ella misma tenga que tener autoridad. Sino sólo que ninguna otra la tiene en lo que es de ella, aunque sí tenga que «dar al César lo que es del César».

Puede entonces afirmarse que la Iglesia de Jesús es sociedad perfecta, ya que goza de esa plenitud de independencia en lo suyo; y que no deja de serlo por no poseer autoridad ninguna en relación a sí misma, ni a ninguna otra sociedad.

Tampoco por carecer de «poder» con el que amparar a su líder y lograr la aceptación de su enseñanza, que parece debiera limitarse a dar testimonio de Jesús (Hch 1,8), «el Verbo -el Amor- hecho carne, rebosante de liberalidad y de verdad» (Jn 1,14), y fuente de liberación (Jn 8,31-32) y de vida (10,10). Como hizo Pedro con el centurión Cornelio (Hch 10,34-43).

Esto todo es lo que al final de cuentas sostengo, pese a conocer lo sucedido a lo largo de los siglos y los extremos en contra, incluso demenciales para muchos de nosotros, en que varias iglesias incurrieron en la idea de ser lo propio. Lo sostengo por pura lógica y, sobre todo, por evidenciárseme lo único compatible con la palabra de Jesús sobre la naturaleza de su Iglesia. De modo palmario en su respuesta a la pregunta de Pilato sobre su condición de rey.

El alcance de la misma tal vez se nos abrillante a nosotros, si tenemos presente que Jesús la dio muy poco después de haberse opuesto a ser defendido con la espada, cuando fueron a apresarle (Jn 18,10-11). No parece probable que Pilato estuviera al tanto del detalle. La sola respuesta tuvo que bastarle para llegar a la seguridad de su «Yo no hallo en él delito alguno» (Jn 18,38). Se refería a los aducidos en la acusación inicial.

En resumen los propios de un amotinador común (Lc 23,2). Incorporo la respuesta de Jesús excediendo su literalidad, con el fin de puntualizar cómo a mi parecer tuvo que entenderla Pilato para conseguir esa seguridad: «Mi reino no es como los de este mundo. De serlo, mis seguidores habrían luchado para que yo no cayera en manos de las autoridades judías. Mi reino por tanto no es como los de aquí […] Yo nací y vine a este mundo precisamente a dar testimonio de la verdad, no a imponerla. De modo que quien es de la verdad acoge mi palabra por sí sólo, sin obligarle a la fuerza».

Esa respuesta a Pilato recuerda la enseñanza a los apóstoles, cuando el enojo de los diez restantes al enterarse que la madre de los Zebedeo había intentado conseguir para sus hijos los dos primeros puestos del Reino de Jesús (Mt 20,25).

La diversidad entre éste y los del mundo la da esa enseñanza marcando la diferencia entre ambos en lo que concierne a su actitud respecto de los demás y a su mecánica: en los de aquí abajo, imposición dominadora y fuerza sojuzgante; en el de Jesús, amor y servicio liberadores hasta el supremo de la entrega de la vida propia (Jn 15,13): «Sabéis que los jefes de las naciones gobiernan imperiosamente y que los grandes mandan autoritariamente. No ha de ser así entre vosotros. Antes al contrario: quien quisiere llegar a ser grande, será vuestro servidor y quien quisiere ser el primero será esclavo del resto. Igual que yo no vine a ser servido, sino a servir hasta la entrega de la vida para liberación de muchos» (Mt 20,25-28).

La discordancia «vine a dar testimonio de la verdad / vine a servir», la diluye el propio proceder de Jesús. Por él su testimonio se manifiesta servicio a los demás. Porque él nos transmite la verdad liberadora de preceptos esclavizantes (Jn 8,32)… ¡hasta a simplezas! (Col 2). Preceptos que apartan del aluvión de vida que pretendió tuviéramos (Jn 10,10). Preceptos propios de las religiones que, como las sociedades de la tierra, se aúpan sobre el poder.

Y también es por su proceder, por el que su servicio hasta la entrega de la vida se exhibe, a su vez, testimonio de la verdad: nos la manifestó jugándose la vida, por oponerse y desenmascarar a quienes, siendo «de este mundo, matan al que no lo es, sino que es del de arriba. Matan al que cambia sus palabras y su mecánica de autoritarismo sojuzgante, con las del amor y el servicio libertadores (Mt 7,12; 22,37-40; etc.). Éstas les son tan incomprensibles e inasumibles, que ni oírlas pueden, y eliminan a quien las pronuncia y las vive» (Jn 8,23+37).

Propio, entonces, y diferenciante de la Iglesia de Jesús respecto de las demás sociedades que pueblan la tierra es la «in-autoridad» con su aura: falta de «poder» para proteger al líder y para forzar a nadie; incompatibilidad con la represalia (Lc 9,55), ni incluso ante el «abandono de muchos» (Jn 6,67); comedimiento en la queja -«¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,68)-; eficacia expansiva en el simple testimonio de Jesús «con el denuedo y la firmeza del Espíritu recibido» (Hch 1,8); cohesión interna en el amor mutuo y el servicio recíproco, sementera ambos de liberación encumbradora.

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Autor

José Manuel Vidal

Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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