Si ahora se sancionasen, de modo efectivo, las complicidades episcopales que aparezcan, se estaría en el camino de luchar, de modo creíble, contra el abuso sexual
(Gregorio Delgado del Río).- Hace unos cuantos días, J. Manuel Vidal exponía que: «el Vaticano tiene que revisar su legislación sobre este tema, independientemente de lo que haga la justicia civil. Los abusos son delitos que no deben prescribir canónicamente y que, una vez reconocidos, deberían llevar aparejadas penas mucho más graves. Cámbiese ya la legislación canónica. Mantenerla así es una auténtica vergüenza. La Iglesia debe ser una institución ejemplar… también en eso (….). Además, el mensaje que la Iglesia manda a la sociedad es el de la tolerancia cero en este tema, pero sólo de boquilla. Sólo en teoría. Seguimos predicando, pero sin dar trigo. Seguimos sin ser creíbles».
1. El régimen vigente en materia de prescripción
Como en cualquier Ordenamiento jurídico, la acción criminal se extingue, en el Derecho canónico, por prescripción. En concreto, a los tres años (c. 1362.1), a no ser que, entre otros, se trate de los delitos reservados a la CDF. Nada se dice respecto del tiempo para la prescripción de estos delitos reservados a la CDF. Tan es así que algunos autores como Monseñor Scicluna hablaron de que: «la constante tradición de la Iglesia ha excluido los delicta graviora de la prescripción o de cualquier estatuto de limitación (…) Hay una tendencia a apoyar el retorno a las normas previas, las cuales simplemente establecían que los graviora delicta no estaban sujetos a prescripción».
En los delitos contra el sexto mandamiento, excepción hecha de los delitos reservados, el plazo de prescripción (los delitos contemplados en el c. 1395.2) es de cinco años, debiendo comenzar a contar el tiempo para la misma «a partir del día en el que se cometió el delito o, cuando se trata de un delito continuado o habitual, a partir del día que cesó» (c. 1395. 2).
Era obvio que, si se quería dar una respuesta coherente y eficaz a la ‘plaga’ del abuso sexual del clero -que se avecinaba o, quizás mejor, que ya habitaba en la Iglesia-, había que impulsar importantes modificaciones en el régimen del Código vigente. Reformas especialmente referibles a la prescripción de la acción criminal. Se abrió, en efecto, la puerta a una muy importante actividad legislativa, calificada con acierto de ‘emergencia’. Con el plazo de prescripción (cinco años) vigente, serían numerosas las conductas que quedarían sin ser sancionadas, máxime si se actuaba -como se hacía y se sabía- en el marco de la ocultación y el encubrimiento.
Juan Pablo II, con el m.p. Sacramentorum sanctitatis tutela, del 30 de abril de 2001, fija un nuevo plazo para la prescripción de la acción criminal (art. 5) de los delitos reservados a la CDF: diez años. El cómputo del tiempo se realiza a tenor del c. 1362 § 1 del CIC vigente. Sin embargo, en los casos de los delitos contra el sexto mandamiento cometidos por un clérigo con menores de 18 años (art. 4.1), la prescripción comienza a contar a partir de la fecha en que el menor ha cumplido 18 años de edad. Al no tener esta reforma carácter retroactivo, el problema de las conductas anteriores al mismo subsistía: muchas conductas quedarían sin ser sancionadas, precisamente, en base al régimen de la prescripción.
Como no se atrevieron a afrontar el problema de fondo (la ocultación y el encubrimiento), la respuesta a esta problemática consistió en conceder a la CDF una facultad singular y excepcional: «El Santo Padre en audiencia concedida al Secretario de la CDF, S.E.R. Monseñor Tarcisio Bertone, el 7 de noviembre de 2002, ha concedido la facultad a la CDF de derogar el tiempo de prescripción caso por caso, en base a la motivada solicitud de cada obispo». La utilización de esta facultad singular es la que ha permitido -aunque estaba plenamente incurso en la prescripción- sancionar la conducta del sacerdote D. José Manuel Ramos Gordón.
La Santa Sede ha sentido -por impulso de la opinión pública- la necesidad de mostrar todavía un mayor rigor en relación a la prescripción. Benedicto XVI (21 de mayo de 2010) volvió a duplicar el plazo de la misma: 20 años (art. 7). Se seguirán contando a partir de la fecha en que el menor cumpla los 18 años de edad. Plazo, por cierto, muy superior al que rige en los ordenamientos penales de los Estados democráticos. Igualmente -con carácter de normalidad- el art. 7 de las Modificaciones al SST, introducidas por Benedicto XVI, otorgan a la CDF, sin necesidad de una motivación concreta del Obispo diocesano, el derecho de derogar la prescripción para casos singulares.
2. Algunas valoraciones críticas
No dudo que, con esta facultad de derogar la prescripción, la Santa Sede buscó disponer de un instrumento de respuesta ante situaciones de especial gravedad, sobre todo en función del impacto (escándalo) en la opinión pública. Esta finalidad podría, desde una perspectiva aparente, calificarse de loable. Sin embargo, no lo es tal pues somete al sistema penal canónico a importantes contradicciones y deja sin atacar la causa verdadera del problema (la ocultación).
Una facultad de esta naturaleza (retroactividad de una norma desfavorable y odiosa) es muy difícil de conciliar con los principios ordenadores del sistema penal canónico vigente. En la cultura jurídica (incluida la canónica) no se comprende que no se tutele la seguridad y la estabilidad de los derechos o que no se tutele, como parte del bien público eclesial, el principio del ‘favor rei’. Las situaciones conflictivas (las conductas presuntamente delictivas) no pueden permanecer eterna o indefinidamente en suspenso, especialmente si afectan a derechos subjetivos, como puede ser el derecho adquirido de la prescripción por el mero transcurso del tiempo (c. 197).
La utilización puntual de la facultad de derogar la prescripción no podrá, por otra parte, librarse de la acusación fundada de una posible discriminación in peius (en peor) para aquellos a quienes se aplica, particularmente odiosa en materia penal. Es más, siempre surgirá la pregunta -que no tendrá fácil contestación satisfactoria- de por qué no se ha utilizado en otros supuestos similares. ¿Cómo evitar y garantizar un uso no arbitrario y no discriminatorio de la referida facultad? ¿Dónde o cuáles son las circunstancias concretas que aconsejen un trato diferente de las diversas situaciones prescritas?
Lo habitual es que, cuando se haya optado por derogar la prescripción, estemos contemplando situaciones que pueden estar configuradas por circunstancias muy diferentes a las existentes en el momento preciso de la comisión del presunto delito.
Se puede pensar en supuestos prolongados en el tiempo de más de veinte o treinta años. A lo largo de este extenso periodo, el presunto delincuente -mediante un esfuerzo personal, una terapia tutelada por algún experto, etc.- ha podido enmendar su conducta y su actitud, es posible que no se le pueden atribuir otros episodios delictivos del mismo género, puede acreditar un estilo de vida personal normalizado, ha podido incorporarse a su función sacerdotal -incluso llevar mucho tiempo en ejercicio de la misma- sin sobresalto alguno e incluso con un grado razonable de aceptación ante el pueblo fiel.
El presunto delincuente habría cambiado. ¿Cómo justificar ahora la derogación de la prescripción y la aplicación al mismo de sanciones como la pérdida del oficio o del estado clerical? ¿No se puede hablar, en realidad, de un derecho del presunto delincuente a que su doloroso esfuerzo personal (su proceso de reforma efectiva) en el tiempo merezca una consideración mayor que las propias caídas? No es fácil la respuesta a estos interrogantes.
Son entendibles ciertas reivindicaciones, sólo aparentemente justicieras, que siempre suelen hacer acto de presencia en estos casos. Pero -bien mirado y sopesado todo el conjunto de circunstancias concurrentes- quiero ver en ellas ante todo el clamor frente a la Iglesia institución que respondió, al hecho presuntamente delictivo de un sacerdote, con la ocultación y el encubrimiento.
Aquí es preciso aceptar que la complicidad ha tenido las manos muy largas y a diferentes niveles. No puedo por menos de recordar el testimonio de Monseñor Vicent Long, obispo de Parramatta (Australia), víctima de abuso sexual, que ha denunciado al respecto el florecimiento de una superioridad clerical y de un auténtico elitismo.
¡Aquí radica la madre del cordero y la prueba del nueve! Comparto sin reserva alguna su valoración: «Y yo creo que estas son cuestiones serias a las que hay que abordar para limpiarnos de esta crisis de abusos, porque no solo son los síntomas en la superficie sino todo lo que hay debajo (…) Y es más difícil solucionar lo que hay detrás del fenómeno que solucionar lo que ha salido a la superficie». ¡Magnífico! ¡Cuántos deberían seguir tal ejemplo!
Es esta respuesta (ocultación/encubrimiento) la que indigna a la opinión pública y a los creyentes, la que, en general, no se ha querido reconocer, la que, indirectamente, a veces se alaba o, al menos, no se condena explícitamente, la que no tiene, en mi opinión, perdón de Dios. No conozco que ningún responsable episcopal haya reconocido que la gestión de estas situaciones en España ha sido, en bastantes casos, desastrosa y por ello se haya pedido perdón. ¡Este sí que es el gran pecado de la Iglesia!
Todas las excepciones efectuadas al régimen general de la prescripción -alguna más de las enumeradas- serían innecesarias si se abordase en serio la problemática de fondo. No sería tampoco necesario, como alternativa, declarar que estos delitos no deben prescribir nunca o que es necesario fijar plazos para la prescripción muy prolongados en el tiempo. El problema práctico radica, en realidad, en que muchos Obispos han actuado -quizás por orientación vaticana en el pasado- y laborado desde la ocultación. Si hubiesen, como venían obligados, cumplido con sus funciones, si hubiesen ejercido su potestad coactiva y sancionado ciertas conductas, no habría existido este problema. Si ahora se sancionasen, de modo efectivo, las complicidades episcopales que aparezcan, se estaría en el camino de luchar, de modo creíble, contra el abuso sexual.
La recuperación de la credibilidad pérdida no depende, a mi entender, de la posibilidad de derogar la prescripción, de poner un plazo para la misma no del todo razonable ni de declarar imprescriptibles estos delitos. La recuperación de la credibilidad radica sobre todo en la lucha efectiva contra la ocultación y el encubrimiento y en abordar, de una vez para siempre, el problema de fondo: clericalismo. ¿Se está trabajando en esta línea? Creo que, por desgracia, no. Las previsiones del m.p. Come una madre amorevole (4.06.2016) no son una respuesta eficaz al problema. Mal síntoma y peor aún lo que se puede suponer que hay detrás del cambio de criterio sobre el particular.