Nunca jamás ninguna otra María muerta, amenazada, ultrajada, vendida, desparecida, traficada, prostituida, dominada, esclavizada...
(Xaquín Campo Freire).- Mi muy querida María: Te recuerdo casi todos los días. Fueron diez años de convivencia vecinal muy cercana. Supe de tus alegrías y también de tus muchas penurias y dificultades.
Se aproxima el ocho de marzo, día de la mujer trabajadora, y quiero expresarte mi más sincera gratitud. Desde que te conocí admiré siempre la forma que tuviste de sacar la vida adelante. Cuantas veces apareciste por casa para hablar conmigo, pedir un consejo o, cuando la vida se te hacía cuesta arriba en aquellos años de escasez y persecución, incluso dejaste entrever que estabas necesitada de una ayuda para ti, para los hijos, para los tuyos. A veces venías para hablar de una vecina o una pareja de ancianos, etc.
Sí, María. No te hagas la despistada. Tú eres aquella mujer, niña o anciana, joven, casada o viuda, a veces ultrajada, siempre trabajadora, que te tocó vivir en cualquiera de las casas de nuestra tan querida parroquia entre los años 1968-1978. Eres la María de cada familia y hogar. Eres la María universal.
Te recuerdo, ya anciana, en el Asirlo-Residencia San José. Venías cada día a contarme tu vida. Por veces aparecías por la mañana en el confesionario. Otras me abordabas en los pasillos o me saludabas en la capilla o a la puerta de la sacristía. Necesitabas hablar. Casi siempre lo mismo, pero necesitabas ser escuchada. Incluso, tantas veces, no recordabas que hacía dos horas que ya me habías relatado la misma historia, que era la tuya y por eso te dolía. Pero necesitabas ser oída. (Cuántos de ellos estaban ya difuntos o caminaban por el mundo adelante en la emigración). Y contigo recuerdo aquella sor María. (Cualquiera de las monjas eran María). Daban de sí lo mejor que tenían.
Te veía a diario desde lejos tendiendo la ropa en la parte trasera de cada una de las casas de las distintas barriadas. Aún no había secadoras y tú lavabas a mano en el «pilón». Por veces he recogido tus lágrimas. Otras las soledades.
Y también te recuerdo, invitándome a café, en las chabolas del asentamiento gitano. Hacía muy poco tiempo que habíais dejado la trashumancia. Y tuviste que aprender un estilo de vida diferente. ¡Te he visto llorar tantas veces! Y te despedías diciéndome: Chachipén, señor harahai. En Devel. ¡Cuántas lecciones de esperanza nos has dejado a todos!
Otras veces, desde cualquier parte de la parroquia, con qué alegría llegabas cuando para tu niño o para alguno de los tuyos se vislumbraban caminos de futuro. Siempre me hablabas de los tuyos. Pero los tuyos eran legión porque en tu corazón no había fronteras. Eras la María intercesora, creadora de grupo. Gracias a ti la parroquia se hacía grande cada semana.
A veces presumías de descreída para afirmar más tu compromiso de mujer implicada. Luego llegabas con una pandilla de chicos y chicas: ¡A ver si entre todos sacamos algo en limpio de este ganado! Y confiaban en ti. Te iban a contar sus planes. Decirte que «estaban por esta chica» o que a la «Maruchi la dejó el calandracas de Javier». No eras casamentera. Pero si la mujer de experiencia que ayudabas a madurar la personalidad de todos y cada uno en las barriadas. Te llamábamos «Doña Generosa». ¿Recuerdas?
Muchas de aquellas Marías erais niñas de la catequesis o participabais en las marchas a pie los domingos por la tarde hacia A Fervenza o A Presa do Rei. En fila de dos íbamos por las orillas da Estrada de Castela, acompañados de muchos de vuestros padres o de otras Marías más crecidas, que ya ayudaban en la catequesis o en las actividades parroquiales, tipo teatro, etc.
Teníamos dos silbatos con distinto sonido para que nadie saliera de la fila. Uno iba en cabeza y otro al final. Nunca tuvimos un problema. Erais así de obedientes. Muchas ya sois ahora abuelas o incluso bisabuelas. Van allá más de cincuenta años. De algunas de vosotras he visto la esquela en los periódicos y, dentro de lo posible, me acerqué al tanatorio. Y siempre recé por ti, querida María. No falta tampoco quien perdió algún hijo. Y en el rostro de algunas veo las marcas de la tristeza: Las huellas humillantes de alguien que nunca te mereció o jamás supo corresponder a tu inmenso amor.
Un día me preguntaste que por qué te llamaba María. Te voy a contar un secreto. Antes del Concilio Vaticano II a todos los niños y niñas además del nombre familiar la Iglesia nos añadía el nombre de María y así se consignaba en los libros de bautismo de las parroquias. Porque en la Iglesia nos decimos hermanos y familia y también nos daban su nombre. Un nombre de Madre. De ahí, José María, Antonio María, etc. Yo mismo también lo llevo. Y las niñas de entonces, por supuesto, todas.
Por eso, cuando llega esta fecha, quiero solidarizarme con todas las Marías del mundo. Quiero «ben-decir»: (decir bien) de tu ser de mujer. Quiero reclamar que nunca jamás ninguna María del mundo sea maltratada ni tratada mal. Nunca jamás ninguna otra María muerta, amenazada, ultrajada, vendida, desparecida, traficada, prostituida, dominada, esclavizada,… ¡Nunca más!
En tu figura, querida María universal, te quiero pedir perdón como hombre. No hemos hecho nosotros todo lo posible para que nunca jamás los hombres perdamos el sentido de que tú eres mi madre, mi hermana, mi hija, mi nietecita inocente, etc. Eres tú. Mujer. ¡Y basta!
Querida María de Piñeiros. (Piñeiros para mí es todo el mundo. Ya que para mí Piñeiros fue una parroquia que marcó mi vida con grandes responsabilidades en mis años más jóvenes). Y como no quiero hablar de memoria, para hablar de alguien desde el corazón, me centro en esa parroquia donde todas vosotras tuvisteis para mí un rostro concreto y una vida real.
Pues para ti, María, reivindico igualdad, respeto, amor, cariño, oportunidades de formación, salud, sanidad y promoción en todos los aspectos. Igualdad de salario y trato respetuoso. Justicia para tu vida y en tu maternidad siempre, siempre, el mayor reconocimiento porque pones mucho más esfuerzo y valor en la existencia que todos nosotros juntos. Te juegas la vida, tu vida, en cada vida «que naces».
¿Que por qué te escribo? Pues porque yo tuve una María en mi vida a quien no conocí y que dio su vida para que nosotros tuviésemos vida. Se llamaba María de la Soledad. Y también, porque en la ausencia tan prematura de ella, como soy creyente, siempre sentí muy cercana la maternidad de Santa María, la bendita entre las mujeres. Y en ellas dos aprendí y me enseñaron a ver a todas las Marías.
Por eso para ti, María de Piñeiros, María universal, todos los días, también en el ocho de marzo, para ti toda una vida de besos.
Y te quiero viva, plena de vida. Siempre viva.
Siempre tuyo,
Xaquín Campo Freire