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    Sermón de las Siete Palabras de Antonio Cartagena en San Antón

    «Si alguien quiere conocer el poder de la gracia de Dios, que ponga sus ojos en el buen ladrón»

    "Todos tienen su cruz, y los que buscan vivir sin ella apuntan a algo imposible"

    Antonio Cartagena 
    06 Abr 2017 - 09:32 CET
    "Si alguien quiere conocer el poder de la gracia de Dios, que ponga sus ojos en el buen ladrón"
    Antonio Cartagena, con el padre Ángel en San Antón RD
    Archivado en: Religión

    Cuando Cristo es injuriado no abre su boca, porque Él es paciente; cuando un pecador confiesa su culpa, habla, porque Él es benigno

    (Antonio Cartagena).- La segunda palabra o frase pronunciada por Cristo en la Cruz fue, según el testimonio de San Lucas, la magnífica promesa que hizo al ladrón que pendía de una Cruz a su lado.

    La promesa fue hecha en las siguientes circunstancias: Dos ladrones habían sido crucificados junto con el Señor, uno a su mano derecha, el otro a su izquierda, y uno de ellos sumó a sus crímenes del pasado el pecado de blasfemar a Cristo y burlarse de Él por su carencia de poder para salvarlos, diciendo: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!» (Lc. 23.39).

    El ladrón fue feliz por su solidaridad con Cristo en la Cruz. «¿Pero acaso tú, que estás siendo crucificado por tus enormidades, no temes la justicia vengadora de Dios? ¿Por qué añades tú pecado a pecado?». Confiesa sus pecados y proclama que Cristo es inocente. «Y nosotros» dice, somos condenados «con razón» a la muerte de cruz, «porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho» (Lc. 23.41). Finalmente, añade: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino» (Lc. 23.42).

    Fue admirable, pues, la gracia del Espíritu Santo que fue derramada en el corazón del buen ladrón. El ladrón pide con confianza, «Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». El Apóstol Santo Tomás declara que no creerá en la Resurrección hasta que haya visto a Cristo; el ladrón, contemplando a Cristo a quien vio sujeto a un patíbulo, nunca duda de que Él será Rey después de su muerte.

    ¿Quién ha instruido al ladrón en misterios tan profundos? Llama Señor a ese hombre a quien percibe desnudo, herido, en desgracia, insultado, despreciado, y pendiendo en una Cruz a su lado: dice que después de su muerte Él vendrá a su reino. De lo cual podemos aprender que el ladrón no se figuró el reino de Cristo como temporal, como lo imaginaron ser los judíos, sino que después de su muerte Él sería Rey para siempre en el cielo.

    ¿Quién ha sido su instructor en secretos tan sagrados y sublimes? Cristo, luego de su Resurrección dijo a Sus Apóstoles: «¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?» (Lc 24.46). Pero el ladrón milagrosamente previó esto. El volvería en el último día, y recompensaría a cada hombre de acuerdo a su conducta en esta vida, ya sea con premio o con castigo.

    Con respecto a este reino, el ladrón dijo sabiamente: «Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Pero puede preguntarse, ¿no era Cristo nuestro Señor Rey antes de su muerte? Y Jeremías, «Suscitaré a David un Germen justo: reinará un rey prudente, practicará el derecho y la justicia en la tierra» (Jer 23,5). Por eso en la parábola de la recepción del reino, Cristo no se refería a un poder soberano, ni tampoco el buen ladrón en su petición -«Acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino»- sino que ambos hablaron de esa dicha perfecta que libera al hombre de la servidumbre y de la angustia de los asuntos temporales, y lo somete solamente a Dios, Al cual servir es reinar, y por el cual ha sido puesto por encima de todas Sus obras.

    Pero no debemos pasar por alto las muchas excelentes virtudes que se manifiestan en la oración del santo ladrón. En primer lugar lo llama Señor, para mostrar que se considera a sí mismo como un siervo, o más bien como un esclavo redimido, y reconoce que Cristo es su Redentor.

    Luego añade un pedido sencillo, pero lleno de fe, esperanza, amor, devoción, y humildad: «Acuérdate de mí». No dice: Acuérdate de mí si puedes, pues cree firmemente que Cristo puede hacer todo. No dice: Por favor, Señor, acuérdate de mí, pues tiene plena confianza en su caridad y compasión. No dice: Deseo, Señor, reinar contigo en tu reino, pues su humildad se lo prohibía. En fin, no pide ningún favor dijera: Todo lo que deseo, Señor, es que Tú te dignes recordarme, y vuelvas tus benignos ojos sobre mí, pues yo sé que eres todopoderoso y que sabes todo, y pongo mi entera confianza en tu bondad y amor. Es claro por las palabras conclusivas de su oración, «Cuando vengas con tu Reino», que no busca nada que perezca y vano, sino que aspira a algo eterno y sublime.

    Respuesta de Cristo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso». Con gran razón, por ello, Cristo prometió el Paraíso.

    En verdad Cristo no hizo una promesa trivial a los que lo siguen cuando dijo: «Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor» (Jn 12.26). Al ladrón, sin embargo, le prometió no sólo su compañía, sino también el Paraíso.

    Por eso, en la promesa de Cristo, la palabra Paraíso no podía significar otra cosa que la bienaventuranza del alma, que consiste en la visión de Dios, y esta es verdaderamente un paraíso de delicias, no un paraíso corpóreo o local, sino uno espiritual y celestial.

    Primer fruto

    Es la consideración de la inmensa misericordia y liberalidad de Cristo, y qué cosa buena y útil es servirlo. Los muchos dolores que Él estaba sufriendo podrían haber sido alegados como excusa por nuestro Señor para no escuchar la petición del ladrón, pero en su caridad prefirió olvidar Sus propios graves dolores a no escuchar la oración de un pobre pecador penitente.

    Este mismo Señor no contestó una palabra a las maldiciones y reproches de los sacerdotes y soldados, pero ante el clamor de un pecador confesándose, su caridad le prohibió permanecer en silencio. Cuando es injuriado no abre su boca, porque Él es paciente; cuando un pecador confiesa su culpa, habla, porque Él es benigno.

    Pero Cristo es un Príncipe verdaderamente liberal, un Amo verdaderamente magnánimo. No recibe servicio alguno de manos del buen ladrón, excepto algunas palabras bondadosas y el deseo cordial de asistirlo, y ¡contemplad con qué gran premio le devuelve! En este mismo día todos los pecados que había cometido durante su vida son perdonados; es puesto al mismo nivel con los príncipes de su pueblo, a saber, con los patriarcas y los profetas; y finalmente Cristo lo eleva a la solidaridad de su mesa, de su dignidad, de su gloria, y de todos Sus bienes. «Hoy», dice, «estarás conmigo en el Paraíso». Y lo que Dios dice, lo hace.

    El buen ladrón no es el único que ha experimentado la liberalidad de Cristo. Los apóstoles, que dejaron o bien una barca, o bien un despacho de impuestos, o bien un hogar para servir a Cristo, fueron hechos por Él «príncipes sobre toda la tierra»(Sal 45.17) y los diablos, serpientes, y toda clase de enfermedades les fueron sometidos. Si algún hombre ha dado alimento o vestido a los pobres como limosna en el nombre de Cristo, escuchará estas palabras consoladoras en el Día del Juicio: «Tuve hambre, y me disteis de comer… estaba desnudo, y me vestisteis» (Mt 25, 35.36), recibid, por lo tanto, y poseed mi Reino eterno.

    Segundo fruto

    El conocimiento del poder de la Divina gracia y de la debilidad de la voluntad humana, es el segundo fruto a ser considerado, y este conocimiento equivale a decir que nuestra mejor política es poner toda nuestra confianza en la gracia de Dios, y desconfiar enteramente de nuestra propia fuerza.

    Si algún hombre quiere conocer el poder de la gracia de Dios, que ponga sus ojos en el buen ladrón. Era un pecador notorio, que había pecado en el perverso curso de su vida hasta el momento en que fue sujeto a la cruz, esto es, casi hasta el último momento de su vida; y en este momento crítico, cuando su salvación eterna estaba en juego, no había nadie presente para aconsejarlo o asistirlo.

    Pues aunque estaba en gran proximidad a su Salvador, sin embargo sólo escuchaba a los sumos sacerdotes y Fariseos declarando que Él era un seductor y un hombre ambicioso que buscaba tener poder soberano. También escuchaba a su compañero, burlándose perversamente en términos similares. No había nadie que dijera una palabra buena por Cristo, e incluso Cristo mismo no refutaba estas blasfemias y maldiciones.

    Sin embargo, con la asistencia de la gracia de Dios, cuando las puertas del cielo parecían cerradas para él, y las fauces del infierno abiertas para recibirlo, y el pecador mismo tan alejado como parece posible de la vida eterna, fue iluminado repentinamente de lo alto, sus pensamientos se dirigieron hacia el canal apropiado, y confesó que Cristo era inocente y el Rey del mundo por venir, y, como ministro de Dios, reprobó al ladrón que lo acompañaba, lo persuadió de que se arrepintiera, y se encomendó humilde y devotamente a Cristo.

    En una palabra, sus disposiciones fueron tan perfectas que los dolores de su crucifixión compensaron por cuanto sufrimiento pudiera estar guardado para él en el Purgatorio, de tal modo que inmediatamente después de la muerte ingresó en el gozo de su Señor. Por esta circunstancia resulta evidente que nadie debe desesperar de la salvación, pues el ladrón que entró en la viña del Señor casi a la hora duodécima recibió su premio con aquellos que habían venido en la primera hora.

    Por otro lado, en orden a permitirnos ver la magnitud de la debilidad humana, el mal ladrón no se convierte ni por la inmensa caridad de Cristo, Quien oró tan amorosamente por Sus ejecutores, ni por la fuerza de sus propios sufrimientos, ni por la admonición y ejemplo de su compañero, ni por la inusual oscuridad, el partirse de las rocas, o la conducta de aquellos que, después de la muerte de Cristo, volvieron a la ciudad golpeándose el pecho. Y todas estas cosas sucedieron después de la conversión del buen ladrón, para mostrarnos que mientras uno pudo ser convertido sin estas ayudas, el otro, con todos estos auxilios, no pudo, o en realidad no quiso, ser convertido.

    Pero puede preguntarse, ¿por qué Dios ha dado la gracia de la conversión a uno y se la ha negado al otro? Contesto que a ambos se le dio gracia suficiente para su conversión, y que si uno pereció, pereció por su propia culpa, y que si el otro se convirtió, fue convertido por la gracia de Dios, pero no sin la cooperación de su propia libre voluntad. Todavía podría argüirse, ¿por qué no dio Dios a ambos esa gracia eficaz que capaz de sobreponerse al corazón más endurecido? La razón de que no lo haya hecho así es uno de esos secretos que debemos admirar pero no penetrar, pues debemos quedar satisfechos con el pensamiento de que no puede haber injusticia en Dios (Rom 9.14), como dice el Apóstol, pues, los juicios de Dios pueden ser secretos, pero no pueden ser injustos y que después de la muerte no hay lugar para el arrepentimiento, y que una vez en el infierno ya no hay redención.

    Tercer fruto

    Hubo tres personas crucificadas al mismo tiempo, uno de los cuales, Cristo, fue inocente; otro, el buen ladrón, fue un penitente; y el tercero, a saber, el mal ladrón, permaneció obstinado en su pecado: o para expresar la misma idea en otras palabras, de los tres que fueron crucificados al mismo tiempo, Cristo fue siempre y trascendentemente santo, uno de los ladrones fue siempre y notablemente perverso, y el otro ladrón fue primero un pecador, pero ahora un santo.

    De esta circunstancia hemos de inferir que todo hombre en este mundo tiene su cruz y que aquellos que buscamos vivir sin tener una cruz que llevar, apuntamos a algo que es imposible, mientras que debemos tener por sabias a aquellas personas que reciben su cruz de la mano del Señor, y la cargan incluso hasta la muerte, no sólo pacientemente sino alegremente. Y el que toda alma piadosa tiene una cruz que cargar puede deducirse de estas palabras de nuestro Señor: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16.24), y de nuevo, «El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío» (Lc 14.27).

    San Juan Crisóstomo en su homilía sobre Lázaro muestra extensamente cómo los perversos deben tener sus cruces. Si son pobres, su pobreza es su cruz; si no son pobres, la avaricia es su cruz, que es una cruz más pesada que la pobreza; si están postrados en un lecho de enfermedad, su lecho es su cruz. San Cipriano nos dice que todo hombre desde el momento de su nacimiento está destinado a cargar una cruz y a sufrir tribulación, lo cual es preanunciado por las lágrimas que derrama todo infante.

    «Cada uno de nosotros», escribe, «en su nacimiento, en su misma entrada al mundo, derrama lágrimas. Y aunque entonces somos inconscientes e ignorantes de todo, sin embargo sabemos, incluso en nuestro nacimiento, qué es llorar: por una previsión natural lamentamos las ansiedades y trabajos de la vida que estamos comenzando, y el alma ineducada, por sus lamentos y llanto, proclama las farragosas conmociones del mundo al que está ingresando».

    El Apóstol, sin embargo, que llevó una cruz muy pesada desde su juventud hasta su edad anciana, escribe en estos términos en su Epístola a los Corintios: «En efecto, la leve tribulación de un momento nos produce, sobre toda medida, un pesado caudal de gloria eterna» (2 Cor 4.17), pasaje en el cual habla de sus sufrimientos como sin medida, y los compara a un momento indivisible, aunque se hayan extendido por un periodo de más de treinta años. Y sus sufrimientos consistieron en estar hambriento, sediento, desnudo, apaleado, en haber sido golpeado tres veces con varas por los Romanos, cinco veces flagelado por los judíos, una vez apedreado, y haber tres veces naufragado; en emprender muchos viajes, en ser muchas veces prisionero, en recibir azotes sin medida, en ser reducido muchas veces hasta el último extremo (Ver 2 Cor 11.24). ¿Qué tribulaciones, pues, llamaría pesadas, si considera estas como ligeras, como realmente son?

    Si fuéramos hombres sabios que están crucificados en Cristo, no buscaríamos bajar de la Cruz, como el ladrón buscó tontamente, sino que permaneceríamos más bien cerca a su lado, con el buen ladrón, y pediríamos el perdón de Dios y no la liberación de la cruz, y así sufriendo sólo con Él, reinaríamos también con Él, de acuerdo a las palabras del Apóstol: «Sufrimos con Él, para ser también con él glorificados» (Rom 8, 17).

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    José Manuel Vidal

    Periodista y teólogo, es conocido por su labor de información sobre la Iglesia Católica. Dirige Religión Digital.

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